Veamos. Las esperas a las que la vida somete a las personas suelen ser de lo más variadas, como si el género humano hubiera sido destinado ya no a hacer gala de paciencia, sino a atravesar la espera con las estratagemas que se dio en merecer. De tal modo, aguardar el encuentro con Dios (Godot) en la obra de Samuel Beckett adquiere las más diversas máscaras y ribetes, las más diversas formas, ya espera esperanzada u otros modos.
Pongamos a los rusos del Potemkin. Se conoce masivamente la historia del Acorazado debido a que su historia fue elegida por Sergei Eisenstein para su film, que se convirtió en el primero en ser una obra revolucionaria. El uso del montaje como herramienta narrativa marcaría el cine de aquel tiempo y el del porvenir y convertiría a su director en un realizador que no se iba a detener en la ejecución de la obra, sino en un teórico reconocido en todo el mundo (más tarde se propondría filmar El capital con guión de James Joyce, film que sólo cristalizaría Alexander Kluge comenzado el siglo XXI). Recordemos: la tripulación del Acorazado Potemkin, en 1905 y durante la Revolución que tenía lugar en toda Rusia, se había rebelado frente a uno de los comandantes, que quería alimentarlos con comida podrida y llena de gusanos. El comandante mandó a fusilar a varios de los rebeldes. Los marinos tomaron la embarcación. Fusilaron al déspota.
Los marinos comenzaron así una errancia por agua y después por tierra. Desde el navío, al pasar por Odessa, dispararon unos cañones al cuartel de las tropas oficialistas que Eisenstein retrató con maestría en la figura de unos leones. Es que había una manifestación de homenaje a los sublevados que fue reprimida por las tropas del Zar (la represión había sido retratada mediante un carrito de bebé cuesta abajo por unas escaleras, en una de las escenas más célebres del cine de todos los tiempos y que sería homenajeada por muchos, por ejemplo, por Brian de Palma en Los intocables).
Luego, los zaristas habían derrotado a la revolución. Los rebeldes tuvieron que entregar el Acorazado. Pasaron por Rumania hasta que fueron expulsados. Muchos se dispersaron. Más de una veintena permanecieron juntos. Así llegaron a Londres, donde fueron homenajeados. Y al culminar el homenaje, les ofrecieron ir a la pampa argentina, a Carlos Casares más específicamente. Llegaron al hogar de Demetrio Aranovich, quien se había convertido en el primer médico judío recibido en la Argentina. Consiguieron trabajo en el ferrocarril, los fines de semana se juntaban a cantar melodías de la patria rusa, a la que anhelaban volver de la mano de la revolución. Lo lograron: el tiempo transcurrido en la Argentina, diez años, había coincidido con el triunfo bolchevique en Rusia. Partieron para volver. La espera de la revolución había sido fructífera.
Otro. Walter Benjamin era hijo de una familia acomodada en la Alemania de la República de Weimar que, como se sabe, se había convertido en un paraninfo de libertades democráticas combinada con actos represivos, como el asesinato de Rosa Luxemburgo. Benjamin desarrolló la crítica literaria y su teoría (había analizado la obra de Bertolt Brecht con delectación de relojero y planteado textos que se leen hoy en día). Su obra teórica fue prolífica y potente. La obra de arte en la época de reproductibilidad técnica introdujo el concepto de “aura” para explicar el carácter extraordinario en relación al común de la obra humana. Tomó a Baudelaire y desarrolló la figura del flâneur en un París que ingresaba al capitalismo. Personalmente, la Tesis de filosofía de la historia es un texto al que siempre vuelvo. En la tesis VI dice: Articular históricamente lo pasado no significa “conocerlo como verdaderamente ha sido”. Consiste, más bien, en adueñarse de un recuerdo tal y como brilla en el instante de un peligro. ¿Qué mejor manera de definir las tareas de la historia?
Llegó el nazismo. Gershom Scholem, su amigo experto en el Talmud, que se había mudado a Palestina, lo instaba a refugiarse en el Oriente Medio, pero Benjamin dudaba. Theodor Adorno lo llamaba a Nueva York, pero Benjamin dudaba. La espera de los dos amigos sería infructuosa. Benjamin decidió abandonar Europa. Junto a un grupo de judíos se enfrascó en la tarea, pero dominado por la desesperanza. Atravesó a pie España. Llegó a Port Bou. Se habían cerrado las fronteras. En un hotel, Benjamin esperaba. Pero los nazis ganaban posiciones, cada vez más. Una mañana, luego de constatar que las fronteras seguían cerradas, Benjamin volvió al hotel y se suicidó. Queda su obra.
Así, la esperanza o la desesperanza es el modo de afrontar la espera. ¿Y quienes esperan un trasplante? Son más de siete mil en la Argentina. Siete mil personas -hombres, mujeres, niños- que bien quisieran seguir viviendo. Siete mil que iluminan la quietud con el rastro de su espera o que la vuelven sombra de desesperanza.
Somos más de siete mil. Por una vez, no depende de nosotros nuestro destino.
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