No se puede hablar de Lucian Freud en un tono jocoso y naif. Hay cierto angustia, cierto peso existencial que trafica su obra. No es un pintor pesimista, pero sí guarda en sus trazos duros y agresivos una potencia que sobredimensiona la realidad, volviéndola pesada e inevitable. “Pinto gente, no por lo que quisieran ser, sino por lo que son”, solía decir Lucian Freud, que retrató a la Reina Elizabeth II, a la súpermodelo Kate Moss, a mucha gente. Pero antes, empezó con los suyos. Sin idealización, sin condescendencia, este pintor nacido en Berlín, que migró a Londres junto a su familia cuando Hitler llegó al poder, expresa en el lienzo lo que cree ver. Como una cuestión moral.
Aquí, en este cuadro titulado Mujer con perro blanco, está su primera esposa, Kathleen Godley, con quien tuvo dos hijos. Lo pintó entre 1951 y 1952 cuando estaba embarazada; él tenía 29 años. Es un momento clave en su vida personal, por supuesto, pero también en su obra. Hay una transformación muy específica: a partir de los años cincuenta se abocó a un estilo más figurativo, rupturista, excéntrico. Antes, a sus veintipitantos, sus cuadros están ligadas al surrealismo con colores fuertes donde personas, objetos y plantas se yuxtaponen. Todo eso quedó en el pasado cuando comenzó con los retratos. A partir de allí, su obra toma una magnitud imponente.
El estilo que se observa en Mujer con perro blanco tiene sus raíces en el retrato liso y lineal del pintor neoclásico francés del siglo XIX, Jean-Auguste-Dominique Ingres. Esto, junto con la atmósfera psicológica particular de los primeros trabajos, llevó al crítico Herbert Read a hacer su célebre observación de que Lucian Freud era “el Ingres del existencialismo”. En sus retratos aparece la soledad como la gran experiencia existencial humana. Su técnica, el empasto, sumada a la elección de los colores más bien neutros y las poses poco firmes, casi como cuerpos desparramados, le daban a los retratados un carácter especial. No era la belleza idílica de las publicidades, sino su reverso: el exceso de lo real.
Pero hablar de Lucian Freud implica hablar de una época. Su vida atravesó todo el siglo XX. Tenía solo 11 años cuando huyó del nazismo. No estaba tan solo, tenía una importante tradición que seguir: su padre fue el arquitecto Ernst Ludwig Freud y su abuelo, el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud. Desde Londres, y ya con la nacionalidad británica, se formó como artista: estudió en la Central School of Art de Londres y en la Escuela de Pintura y dibujo Cedric Morris’s East Anglian. También se alistó en la marina en 1941 donde, para matar el tiempo varado en el mar, le realizaba tatuajes a sus camaradas.
Su estilo tan personal y destacado se tornó, poco a poco, en una marca que todos querían tener. No era fácil: los retratados debían pasar largas sesiones tortuosas de diez horas diarias posando. En la desnudez veía una falta que pedía ayuda. Sólo él podía auxiliar esas almas en pena. “Muchas de las mujeres que posan para mí tienen algún tipo de carencia en su vida y es llenada cuando se encuentran conmigo. Hay un ‘darles algo’ en mi pintura. Y necesito que ellas desarrollen dependencia hacia mí para que sigan volviendo”. Las mujeres eran su debilidad o, mejor dicho, lo que lo volvían fuerte. Tuvo varias esposas e infinidad de amantes. También catorce hijos con seis mujeres distintas.
Lucian Freud fue muy amigo de Francis Bacon y, junto a Frank Auerbach, los tres, fueron las caras visibles del movimiento artístico llamado Escuela de Londres. También estaban en ese grupo Michel Andrews, William Coldstream, Paula Rego y Leon Kossoff. El objetivo, o al menos la intención que los unía, era mostrar la fragilidad del cuerpo y el deterioro contextual. Un mundo de posguerra que no traía buenas noticias. Eso también se reflejaba en la pintura. En los retratos de Freud están presentes: hay una angustia que se vuelve intensa en cada trazo, en cada detalle, y lastima. Lucian Freud murió el 20 de julio de 2011. Mujer con perro blanco está en la Tate Modern de Londres.
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