Él, Antoine de Saint-Exupéry, llegó a Buenos Aires una noche de octubre de 1929 en el carguero Chargeurs Réuins. Ella, Consuelo Suncín, lo hizo casi un año después, en septiembre de 1930, en el lujoso trasatlántico Massilia, ambos desde Francia. Al poco tiempo se cruzaron en un evento cultural y vivieron una relación tormentosa, plena de rumores sobre infidelidades, pero siguieron juntos hasta el fatídico final del autor francés.
Esta es la historia de un hombre grandote, de apariencia torpe y de carácter algo hostil que pasaba su vida sobre las nubes, y de una mujer refinada y pequeña, acostumbrada a una vida de tertulias de clase alta; un relato de un príncipe con alma libre que amó a una rosa frágil.
Él, 29 años, era un soltero tímido con linaje que llegaba al medioevo, un aviador desconocido que buscaba forjar un destino en la Aeroposta Argentina, filial de la Compagnie Aéropostale, y había publicado ya su ópera prima, Correo Sur, con la prestigiosa Gallimard. Ella, también con 29, dos veces viuda, había nacido en una familia acomodada en un pueblito salvadoreño y arribaba con la intención de cobrar una deuda que le correspondía como herencia.
A él lo reciben un directivo de la empresa gala y dos futuros compañeros coterráneos, los aviadores Jean Mermoz y Henri Guillaumet, que como él morirían estrellados y se convertirían en héroes de su país. A ella, una comitiva de periodistas deseosos de saber qué hacía en Argentina la viuda de Enrique Gómez Carrillo, el prestigioso crítico literario, escritor, periodista y diplomático guatemalteco, conocido como el Príncipe de los Cronistas y que desde la primera presidencia de Hipólito Yrigoyen era cónsul argentino en París.
Él se hospedó en el extinto hotel Majestic de la Avenida de Mayo y al día siguiente partió hacia al aeropuerto de General Pacheco, donde Almandos Almocid -destacado piloto argentino que combatió en la Gran Guerra- había supervisado la construcción de dos hangares desvencijados que serían el corazón de la empresa. Ella llegó al Hotel España, de la misma coqueta avenida, donde el mismo día la visitó Elpidio González, ministro de Interior para llevarla al encuentro del presidente Yrigoyen.
Y se conocieron, finalmente. Fue el 4 de septiembre de 1930 en una conferencia de Benjamin Crémieux, crítico literario y traductor que tuvo un atroz final en el campo de concentración de Buchenwald, en la galería Van Riel, de la vibrante calle Florida, en un encuentro organizado por Amigos del Arte, que tenía como mecenas a Victoria Ocampo.
Luego de pasar por el escenario que había albergado a Le Courbusier, Keyserling, Ortega y Gasset y García Lorca, entre otros, fue el propio Crémieux quien produjo el encuentro.
Saintex, como llamaban al escritor y aviador, jamás habló del asunto, aunque Suncín así lo describió en su autobiografía Memorias de la rosa: “Miré la hora y decidí despedirme de Crémieux, por temor a que intentara retenerme. Cuando me estaba poniendo el abrigo, irrumpió en el vestíbulo del hotel un hombre moreno muy corpulento. Vino directamente hacia mi y me tiró de las mangas del abrigo para impedir que me lo pusiera. ‘Ya se va usted, y yo acabo de llegar. Quédese unos minutos’. ‘Pero si tengo que irme, me esperan’. Apareció Crémieux y con una amplia sonrisa, dijo: ‘Sí, sí quédese Consuelo, es el amigo del que le había hablado. Ya en el barco le avisé que le presentaría a un aviador que seguramente le iba a gustar, porque es un hombre que ama tanto como usted la América Latina’. El hombre moreno era tan alto que para mirarlo tenía que elevar los ojos”.
Dice ella que él la invitó a volar para que “vea las estrellas”, que a pesar de rechazarlo, termina aceptando la invitación. Y esa misma noche, junto a Crémieux y el pianista catalán Ricardo Viñes -a quienes había conocido en el viaje a Buenos Aires-, subieron al pequeño Laté 28, luego de un viaje polvoriento y largo hasta al aeropuerto de Pacheco.
Sostiene Suncín, quien había sido una estudiante destacada y becada por el presidente de su país para estudiar en Estados Unidos, que durante el vuelo, él la cortejó y pidió un beso, a cambio de no estrellar el avión; que ella no accedió -recién viuda como estaba- hasta que él no precipitó la aeronave hacia el río en medio de los gritos de sus acompañantes. Que luego, Saintex los llevó a todos a su habitación en la Galería Güemes, que allí se quedaron dormidos, y que por la mañana, ya solos, nació el amor.
Para Paul Webster, biógrafo del escritor, es posible que esta historia sea verídica si se tiene en cuenta los devenires románticos-dramáticos que fue el espíritu de la relación, aunque para el director de cine y escritor Luis Saslavsky -asegura Álvaro Bos en Mira la catedral que habitas- fue él quien los presentó en la cafetería Richmond.
Al otro día de aquel primer encuentro, ella recibió una carta de 20 páginas, en la que él le relataba todo lo que había vivido en el cielo, los descensos forzosos, las tormentas, los paisajes, las flores desde arriba, las montañas y la nieve, sobre su voto más íntimo, el de vivir solo para volar, pero que podría volver a habitar los suelos si ella lo aceptaba, si lo dejaba tomar su pequeña mano. Y cerraba: “Su prometido, si así lo desea”.
Junto a Crémieux compartieron unas cervezas en la cafetería Munich, donde él relató el libro que estaba escribiendo, que sería Vuelo Nocturno, la única novela que hizo de principio a fin en Argentina. Al otro día, 6 de septiembre, se produce el Golpe de Estado del ’30 que puso a Uriburu en el gobierno. Él aparece en su hotel, ella le recrimina: “Estás loco, has venido hasta aquí en medio de la revolución”. Él responde: “Sí, no le doy importancia a lo que pasa aquí abajo. Estoy acostumbrado a vivir allá arriba, a jugarme el todo por el todo, ¿comprendes niña?”. Esa tarde subieron a la terraza del hotel, donde él filmó lo que sucedía en las calles. Saint-Exupéry documentó gran parte de su experiencia en el país en fílmico, pero todo ese archivo se destruyó cuando los nazis bombardearon su casa natal en Francia.
Bajaron a la habitación y la encontraron dada vuelta. Los militares la buscaban como agitadora al servicio de Yrigoyen, huyeron hacia el departamento de él, donde volvió a pedirle matrimonio. Decidieron hacerlo unos días después en el registro civil de la calle Paraguay. Allí estaban Crémieux y Viñes, como testigos de ella, Mermoz y Guillaumet, por el lado de él. Todo marchaba bien hasta que Sainte comenzó a llorar compulsivamente y dijo: “Gracias, eres muy buena, eres muy buena. No puedo casarme lejos de casa. Mi madre llegará muy pronto”. Y no lo hicieron.
Para fines de septiembre se mudaron juntos a un departamento en Tagle 2846. Ella se convirtió en una especie de secretaria personal, acomodó todo su archivo, desde las cartas de mujeres a apuntes de aviación, y le impuso una disciplina de escritura: le entregaba 5 páginas en blanco que él debía devolver llena al cabo de 3 horas o no podía entrar al dormitorio.
Pero ya entonces comenzaron los conflictos, peleas que languidecían cuando él debía volar y comenzaron una rutina de conflictos que fueron dinamitando la felicidad. Y ella decidió abandonar la ciudad sin decirle nada. Se embarcó y al tiempo de viaje comenzaron a llamarla, una y otra vez. Un avión sobrevolaba la embarcación, subía y bajaba, aterrando a los pasajeros.
La madre de Saint-Exupéry lo visitó a principios de 1931. El le habló sobre su pasión por Consuelo y aceptó la relación. Se casaron en abril de ese año en el castillo familiar de Agay. Sin embargo, su familia nunca la aceptó, tras su trágica muerte en 1944, el rechazo aumentó, incluso Nelly de Vogué, una rica escritora que había sido su amante, consejera y editora de su novela póstuma Ciudadela, le dedicó apenas 10 líneas en la primera biografía que se le realizó.
Lo que sí están de acuerdo todos los biógrafos del escritor es que la relación fue de necesidad y rechazo: de fuentes encontronazos cuando estaban juntos y de una nostalgia fulminante por el otro cuando estaban separados. Hubo separaciones, infidelidades de ambos, pero no importaba cuán tenso fuese la situación acababan extenuados en abrazos eternos, en besos cinematográficos. “Usted no me besa, me hace daño, me muerde, me come”, dijo ella.
Y él le dedicaba un poema sencillo, pero directo:
Consuelo: gracias por ser mi mujer,
Si me hieren, tendré quien me sane.
si me matan, tendré a quien esperar en la eternidad.
Si vuelvo, tendré hacia quien ir.
Ella murió en 1979, y sus Memorias de la rosa fueron editados en el año 2000. Finalmente aquel Principito grandulón de alma libre y aquella flor delicada, algo egoísta y caprichosa, pudieron volver a estar juntos.
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