Newsletter del día: Las lecturas de Marilyn

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Marilyn leyendo, por Elliott Erwitt (1956)
Marilyn leyendo, por Elliott Erwitt (1956)

Hola, ahí.

Si no sos de esos que se encuentran con una foto de Marilyn y quedan tildados, seguramente te cueste entender lo que nos pasa a los enamorados de la mujer más linda y más triste de la historia. No sé si existió otra persona que haya podido concentrar en su cuerpo, su historia y sus palabras la energía sexual, la seducción y el dolor como ella. Sí sé que si existió, no quedó grabada en la memoria colectiva de la misma manera.

Marilyn leyendo en su departamento, por André De Dienes
Marilyn leyendo en su departamento, por André De Dienes

Aseguran que hay más fotos de Marilyn leyendo que de ella desnuda. Si tenés un rato y te ponés a googlear, la vas a encontrar leyendo en un sofá, en un sillón, parada junto a una biblioteca, recostada, subida a una escalera, tirada boca abajo sobre el césped y siempre con libros en la mano, más o menos vestida y más o menos concentrada. La más famosa de esas imágenes es aquella en la que está sentada con el pelo recogido y una remera oscura sin mangas y a rayas leyendo el Ulises, casi un oxímoron. Una foto símbolo de uno de los mayores prejuicios: la rubia tarada lee a Joyce, mirá vos.

Marilyn leyendo el "Ulises"
Marilyn leyendo el "Ulises"

Eve Arnold, la fotógrafa que tomó esa imagen en 1955 contó que ese día, como para tener variedad de tomas al final de la sesión le preguntó si estaba leyendo algo y que entonces Marilyn se fue hasta el auto, abrió el baúl y volvió con su ejemplar de Joyce entre las manos. Mientras se acomodaba para la sesión, le contó apenada que lo estaba leyendo hacía varias semanas pero que le estaba costando mucho engancharse y ahí nomás se puso a posar.Habría que felicitarla: Marilyn llegó más lejos que muchos con esa novela. En lo personal, apenada como ella reconozco que tampoco me enganché y que solo pude terminar de leerla en paralelo con dos lecturas de grandes críticos -Tindall y Gilbert- a la manera de exégesis: tenía 20 años y era una lectura obligatoria en la facultad y un must para la vida que quería encarar. Agradezco a los dioses haber tenido esa posibilidad; sé bien que de otro modo nunca hubiera llegado a leer la novela que cambió el género para siempre, pero hoy, tanto tiempo después, sé también que no la elegiría para pasarme unos días sumergida entre sus páginas y que ya no volveré a leerla.

Hace algunos años se supo que en su biblioteca había 430 libros y trascendió además cuáles eran. De todos esos títulos, 390 fueron tomados de una subasta que hizo Christie’s en 1999. La lista de sus libros estaba conformada por obras y autores clásicos que van desde Proust hasta Hemingway, pasando por Mark Twain, Freud y Dorothy Parker, una lista que consolidó su identidad como lectora al tiempo que fue tomada como una prueba contundente en contra de aquellos que siempre sostuvieron que las fotos de la rubia leyendo eran básicamente un conjunto de poses sin sustento real. Sí, Marilyn leía. Leía a Whitman en voz alta porque sus versos la calmaban como arrullos, leía novelas que la entretenían cuando llegaba la angustia. Leía.

Marilyn leía "Hojas de hierba", de Whitman, con regularidad.
Marilyn leía "Hojas de hierba", de Whitman, con regularidad.

Pero Marilyn era el símbolo de la bomba sexy y esas curvas alucinantes no maridaban con la idea de capacidad intelectual. En la historia de la mujer que después de llegar al mayor de los éxitos en Hollywood eligió emprender un fundido a negro con barbitúricos hubo en el origen un padre ausente, una madre esquizofrénica y nueve familias adoptivas transitorias. En sus memorias, Marilyn cuenta que a los nueve años el inquilino de la casa en la que vivía entonces abusó de ella y luego le tiró a sus pies una moneda de cinco centavos para que se comprara algo y dejara de llorar. “Hollywood es un lugar donde te pagan 1.000 dólares por un beso y 50 centavos por tu alma. Lo sé porque rechacé la primera oferta bastante a menudo y cobré siempre los 50 centavos”, dijo muchos años después.

Era muy joven cuando se puso el vestido de novia por primera vez y se casó con un vecino, Jim Dougherty, un vecino. Fue una boda que a su manera la rescató de un lumpenaje precoz. El segundo matrimonio fue ya siendo una estrella y con Joe Di Maggio, el jugador de baseball más famoso de Estados Unidos. Fue en 1954 y a los nueve meses anunciaron el divorcio: él no resistía más los celos y ella ya no resistía los golpes que él le daba. Se separaron pero más o menos: él terminó de pagar su lápida y fue el cementerio hasta el último día de su vida.

Marilyn y los libros
Marilyn y los libros

Cuenta una biografía que Di Maggio comenzó a salir un año después del divorcio con una azafata muy parecida a Marilyn y que le mostró una muñeca de porcelana y caucho de tamaño real, réplica del cuerpo y la cara de la actriz: “Es Marilyn la magnífica. Puede hacer todo lo que hace Marilyn excepto hablar”, dijo, y le dio a entender que la intimidad con la muñeca era realmente satisfactoria. Me impresioné cuando leí esto, justo en estos días releí “Las Hortensias”, ese relato extraordinario de Felisberto Hernández en el que la obsesión delirante de un hombre lo conduce a estar más enamorado de sus muñecas que de su condescendiente esposa.

”Marilyn era para mí por entonces un torbellino de luz, toda ella paradoja y misterio tentador, algo vulgar unas veces y otras veces elevada por una sensibilidad lírica y poética que pocos conservan después de la adolescencia”, escribió el dramaturgo Arthur Miller, su tercer y último marido y a quien de alguna manera ella salvó de las garras del macartismo. Muchos años después del divorcio y muchos años después del suicidio de Marilyn, escribió también la que seguramente será la frase que condensa esa gran paradoja de la muchacha que buscaba saber, superarse y ser una actriz seria y el público y los empresarios que solo veían en ella piel, carne, turgencias y sexo. “Para sobrevivir habría tenido o que ser más cínica o haber estado más lejos de la realidad (...) Marilyn, por el contrario, fue una poeta callejera que había querido recitar sus versos a una multitud ávida de arrancarle la ropa”.

Marilyn y Arthur Miller en Nueva York, 1957. Foto de Richard Avedon. (Richard Avedon Foundation)
Marilyn y Arthur Miller en Nueva York, 1957. Foto de Richard Avedon. (Richard Avedon Foundation)

En la biblioteca de Marilyn también había un ejemplar de La balada del café triste, de Carson McCullers, a quien la rubia conoció en 1954, cuando estuvieron alojadas al mismo tiempo en el Gladstone Hotel, de la calle 52, en Nueva York. McCullers dictaba conferencias en la ciudad. La actriz había llegado al hotel en plena crisis con Di Maggio, luego de la pelea que tuvieron por la recordada escena de su blanco vestido al viento en La picazón del séptimo año. La crisis, en realidad, era también espiritual; el gran ícono sexual de Hollywood se hallaba al borde de sí misma, agotada del personaje que le había dado fama. En Nueva York la esperaban, además de una psiquiatra, clases de actuación con Lee Strassberg y el encuentro y matrimonio con Miller, que duraría hasta un año antes de su muerte, en 1962.

Hay unas fotos espectaculares de una comida en casa de McCullers que tuvo lugar el 5 de febrero de 1959. A pedido de la baronesa Karen Blixen, conocida por su nombre de fantasía Isak Dinesen, que visitaba Estados Unidos por primera vez, McCullers había invitado a Marilyn y a Arthur Miller a comer ostras, uvas y champagne, la única dieta posible para la baronesa, que por entonces tenía 78 años y una anorexia nerviosa combinada con sífilis que se traducía en los 38 kilos que pesaba. Marilyn no podía más de pudor ante las dos intelectuales, las dos grandes escritoras no podían más de fascinación.

Carson McCullers y el besito en la mejilla a Marilyn. La baronesa Dixen bebe y parece no estar en ese lugar con su pensamiento
Carson McCullers y el besito en la mejilla a Marilyn. La baronesa Dixen bebe y parece no estar en ese lugar con su pensamiento

Hay una foto en particular que es increíble, en la que la autora de El corazón es un cazador solitario le está dando un beso en la mejilla a Marilyn, que tiene los ojos cerrados. McCullers dijo que había sido el mejor almuerzo que dio en su vida y una versión aseguraba que las mujeres lo habían pasado tan pero tan bien esa tarde que, incluso, habían bailado sobre la mesa de mármol. Al menos Marilyn. Arthur Miller lo negó años más tarde. “No fue para tanto”, dijo.

Lo que no supe nunca es si ese ejemplar de La balada del café triste que la mujer más triste del mundo tenía en su casa lo obtuvo esa misma tarde. Tampoco sé si estaba firmado por su autora. Tal vez no lo tenía y Carson, enceguecida de amor de groupie, se lo entregó ese día. Tal vez fue así. Me quedo imaginando la escena mientras me despido hasta la semana que viene: que descansen mucho y bien.

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