En la Rusia zarista de fines del siglo XIX no había demasiado para hacer, entonces Kazimir Malevich estudió cinco años en la Escuela de Agricultura. Le gustaba el campo, el oficio, los animales, el paisaje. Le gustaba tanto que en los ratos libres se ponía a dibujar las llanuras interminables, algunos relieves al fondo, la textura de los árboles y a retratar a los campesinos.
Un día, a partir de reproducciones, conoció el trabajo de Iván Shishkin e Iliá Repin, dos pintores naturalistas pertenecientes a un grupo conocido como Los Ambulantes. Cuando entendió que el arte se había convertido en algo más que una afición, insistió en estudiar pintura y, para los años noventa, consiguió ser admitido en la Academia de Kiev.
Al principio de su obra sigue su instinto y busca representar la naturaleza lo más objetivamente posible, pero de a poco se hace cada vez más impresionista. Con las influencias del fauvismo y el expresionismo comienza la transformación. Cuando en la década del diez toma elementos contundentes del cubismo, ya no hay restos de esa objetividad inicial. En 1912 pinta El afilador de cuchillos, donde combina sus método ya personal con los del futurismo.
Y en 1915 crea ese ícono religioso para cualquier artista moderno, la representación absoluta del color y la forma, de la muerte y el vacío: Cuadrado negro. Esta obra marca el nacimiento del suprematismo. O mejor dicho el movimiento suprematista nace con la muestra titulada Última Exposición Futurista: 0,10 donde Malevich cuelga treinta y nueve obras abstractas y las presenta como el nuevo realismo pictórico. Esto es un giro copernicano, no sólo en su obra, sino en toda la pintura moderna.
Con el advenimiento de la Revolución Bolchevique y el desarrollo de la Unión Soviética, el suprematismo dejó de ser de interés para el stalinismo, que prefería al realismo socialista como la manera oficial de expresar la creatividad artística y de representar el espíritu comunista: trabajadores en el campo y en las fábricas, debatiendo en asambleas y en sóviets, organizados colectivamente y formando esa patria que soñaron Lenin y Trotsky, aunque estaba lejos de serlo.
Por el contrario, lo que Malevich planteaba era una idea de arte en permanente tensión con las convenciones de la época. Un arte que se atreva a mirarse a sí misma y a problematizar sobre las nociones estéticas preconcebidas. Basta con mirar sus obras que, además de romper con la tradición artística más clásica, desliza algunas cuestiones crudamente filosóficas.
En el otoño de 1930, el NKVD lo interrogó en Leningrado y dijo que su nacionalidad era ucraniana y se lo acusó de espionaje polaco. Pasó tres meses en la cárcel. Al salir, siguió pintando. Una de las obras de aquella época es Tres chicas, de 1932, que forma parte de su última etapa donde reaparecen las figuras humanas como cuerpos sin rostro o rostros sin alma.
Murió en 1935 de cáncer, a los 57 años, en Leningrado. Una vez muerto, sus obras pasaron a reposar en los depósitos del museo estatal hasta su reivindicación, hacia fines de los ochenta, en plena Perestroika. Tres chicas está en el Museo Estatal Ruso de San Petesburgo.
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