Qué pasó después.
Apuntes sobre la nueva edición
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Luego de una larga agonía, de desempolvar impresiones personales registradas en ajados cuadernos, gestado en infinitas noches de insomnio y en desesperantes cavilaciones en el diván de un psicoanalista, El día que maté a mi padre fue tomando un formato que aún hoy me cuesta explicar. Nunca me había propuesto escribir un libro de ficción y mucho menos insolentarme ante un género sofisticado como el teatro (aclaro, por si hiciera falta, que sólo tomé prestado algunos giros del Monólogo porque no se me ocurrió nada mejor: espero que los talentosos de las tablas sepan perdonarme).
La primera edición, que salió de imprenta en diciembre de 2006, tuvo una repercusión impensada. Unas semanas después costaba encontrar ejemplares en las librerías.
Para entonces, la legión de los ex comunistas había crecido de manera exponencial. La desintegración de la URSS y del “campo socialista”, el curioso giro guevarista del PC argentino luego del apoyo crítico a la dictadura (una anomalía contra natura), fueron nutriendo la diáspora de los huérfanos de esa fe.
Mi libro hablaba de ellos. Se podía sentir identificación o rechazo ante esas confesiones íntimas, pero difícilmente indiferencia.
Recibí de inmediato centenares de correos, unas pocas amenazas y muchísimos pedidos de entrevistas personales. También me reencontré con antiguos camaradas a los que no veía desde hacía más de veinte años. Todos querían confirmar que Julio César [el personaje central del libro] fuera quien suponían que era, trataban de convalidar sospechas sobre tal o cual personaje, pero sobre todo necesitaban contar sus propias experiencias a la intemperie. Incluso hubo quienes me solicitaron los datos de Mario, el psicoanalista de la novela: buscaban cicatrizar sus profundas heridas.
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La escritura o la vida. La única certeza que me guio a través del agónico registro de esas intimidades fue que yo debía volcar esa historia antes de que la historia me devorara a mí. Mucho antes de ser texto, El día que… fue dolor, desencanto, tristeza infinita. Y es posible que, de no haberse convertido en letra escrita, hubiera derivado en frustración, veneno para el alma o cárcel definitiva. Conozco mucha buena gente que murió sin atreverse a empujar las compuertas de la opresión: simplemente se disolvió ante el implacable mandato de los dogmas. Prefirió el silencio cómplice a la traición.
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Un comunista es, sin dudas, él y sus circunstancias. Un ex comunista, mucho más.
“Has perdido la cosmovisión marxista del desarrollo social”, le reprocha Julio César a mi homónimo de la narración. Es una advertencia, un ultimátum. El mandamás de los templarios sabe muy bien lo que está diciendo. Habla del sentido de pertenencia. Del vacío existencial que acompañará de ahí en más al futuro desertor. Es un tiro directo al corazón del rebelde.
En las estructuras blindadas, aquel que intenta vivir fuera del rebaño, representa un peligro. No importan las intenciones, la honestidad o deshonestidad del migrante, sino el riesgo que representa para el espíritu de cuerpo de los cruzados. La amenaza de Julio César tiene por lo tanto sólidos fundamentos: estaba cuidando sus propios intereses.
A su vez, los procesos de ruptura con núcleos de pertenencia tan fuertes, generan en el díscolo una pesada sensación de culpa. No está en juego tan sólo una filiación partidaria sino los pilares de su identidad. La culpa lo carcome, le erosiona el alma. Teme al abandono, a la soledad. Los vínculos sociales, un sistema moral, una concepción ética, los placeres cotidianos, los libros que solía leer, la música que escuchaba: todo entra en una gran subasta. Está a la deriva.
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Dos pasos atrás. Durante la segunda presidencia de Cristina Fernández, pero sobre todo a partir de la muerte de Néstor Kirchner, el 27 de octubre de 2010, comenzó a percibirse un proceso de ebullición en la legión de mis ex camaradas. Más allá de la decisión que ya habían adoptado los dos o tres minúsculos grupos a los que había quedado reducido el PC -alineados con renovado entusiasmo junto a los barones justicialistas-, el torrente inarticulado del viejo tronco progresista comenzó a recuperar el pulso: se kirchnerizó. La persistente labor de Fidel Castro -a quien se le atribuye haber dicho: “a la izquierda de los Kirchner sólo está la pared”-, la política oficial de apropiación de los derechos humanos, la ola populista en expansión por América Latina, sumado al culto a la personalidad del ex presidente fallecido -la necrofilia fue históricamente un gran estímulo de las emociones revolucionarias-, obraron como disparadores de un curioso fenómeno. El duelo por la desaparición del socialismo “real” pareció interrumpirse y una nueva ola de melancolía se abrió paso entre los escombros del viejo sistema. La fe mueve montañas.
También se iniciaba otra etapa para mí. Muchos de aquellos ex camaradas con los que había atravesado la desolación, entusiastas lectores del libro, daban por finalizado el período de la revisión autocrítica y se sumaban al reverdecer de los flamantes vientos de cambio en las costas insurreccionales. Se reiniciaron las hostilidades. Volvieron a surgir las sospechas. Había que optar: de un lado o del otro.
Fue un proceso penoso, cargado de viejos y amargos sabores. No se trataba -otra vez- de discrepancias políticas sino de una nueva Guerra Santa. El Bien de un lado. El Mal del otro. Valores absolutos en los que volvía a subyacer la fantasía -tan humana, tan nefasta- de eliminar al que piensa diferente. Renacía un fanatismo líquido, acorde a la incipiente primavera tercermundista.
Perdí algunos amigos en las nuevas purgas. Con otros, pude establecer reglas de convivencia, pero a costa de evitar “temas urticantes”, o sea bajándole el volumen a nuestra fraternidad. Otra muralla se anteponía entre nosotros.
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Agente enemigo. Me llevó mucho trabajo personal comprender que traicionar es, en determinadas circunstancias, un acto ineludible para alcanzar la libertad. Quizá fue ese el peor desafío que debí enfrentar. ¿Cuáles son los límites de la lealtad? ¿Hasta dónde uno se debe a los demás? La traición espanta. Real o imaginaria, se trata de una acusación que invierte la carga de la prueba: el imputado es culpable hasta que demuestre lo contrario. La mirada de los otros se clava en la nuca, se arrastra como una pesada carga.
Dice Amos Oz: “Sólo el que ama puede convertirse en traidor. Traición no es lo contrario de amor; es una de sus opciones. Traidor es quien cambia a ojos de aquellos que no pueden cambiar y no cambiarán, aquellos que odian cambiar y no pueden concebir el cambio, a pesar de que siempre quieran cambiarle a uno. En otras palabras, traidor, a ojos del fanático, es cualquiera que cambia. Y es dura la elección entre convertirse en un fanático o en un traidor”.
Cuando, en 2015, me convocaron para ser secretario de Medios Públicos del gobierno que desplazó al peronismo del poder se desató la ira de los dioses. Varias de las personas que, en 1976, habían creído honestamente que Videla era un general democrático, se enfurecían ahora porque “uno de los nuestros” se había pasado a “territorio enemigo”.
Hay al menos dos paradojas que encierra esa afirmación. Treinta años después de mi emigración de aquella fuerza sectaria y fanática, algunos seguían midiendo mis acciones como si nada hubiera ocurrido en el medio. Yo era otro, pero, para los custodios del Bien -una masa propietaria de ciertos valores intangibles- debía ser el mismo. Hay “límites” que no debían pasarse. Podría haberme convertido en corrupto o en asesino serial; en cuyo caso es probable que hubiera merecido alguna exclamación de asombro; quizá de pesar. De hecho, varios millonarios inescrupulosos, dueños de fortunas inexplicables y políticos saltimbanquis, no sufrieron a lo largo de las últimas tres décadas censura alguna por parte de la gendarmería de lo políticamente correcto. Pero, integrar un gobierno considerado como la perdición en estado puro era imperdonable. Yo había cruzado la línea.
En las redes sociales quedaron registros de algunas envenenadas sentencias. Una de ellas -que llamó mi atención por su virulencia y porque provenía de alguien a quien ni siquiera recordaba- pedía lisa y llanamente mi ajusticiamiento: “propongo que quien lo encuentre -refiriéndose a este modesto servidor- ‘lo cague a trompadas’ (sic)”. Otro, un ex burócrata gris y de escasos recursos intelectuales -al menos hasta dónde logro memorizarlo- había descubierto, súbitamente, que, en verdad, mis “desvíos” podían percibirse ya en los oscuros tiempos del Proceso, cuando -según sus pruebas, incontrastables- el que suscribe había sido en verdad un temeroso al borde del desquicio. El miedo es, para quienes poseen alta estima por sus propias leyendas, un valor altamente negativo. El cobarde no merece piedad. Debe ser ejecutado. En mi caso, retroactivamente. ¡Treinta años después!
La segunda paradoja es que -según se desprende de esta concepción- los códigos de la supuesta ética militante están sostenidos sobre un montículo de valores fungibles, que sólo pueden cambiarse por otros -sin perder su esencia- si así los acepta la moda o el status quo vigente. Existe un tribunal inorgánico (un consenso tácito), que basa sus decisiones sobre reglas de carácter consuetudinario, que va fijando los sentidos y la gradación de esas faltas, trasgresiones y delitos. Se establecen así, los crímenes considerados perdonables y los que no lo son; las desviaciones olvidables de las que no prescriben jamás; los prejuicios justificables y los pecados inadmisibles. Si el Che Guevara fue homofóbico lo fue en determinado contexto histórico. Los crímenes de Stalin no son equiparables a los de Hitler. Si el PC apoyó a la dictadura fue “un error”. Que Perón era nazi y anti comunista es materia discutible.
Es el reino de la subjetividad sin atenuantes.
Acepté ser funcionario de un gobierno elegido por la voluntad popular. Mantuve un comportamiento ético, intenté ser fiel a mis convicciones, no hice seguidismo. No me pidieron que “me convierta”, ni me convertí. Pero, al momento de aceptar el cargo, el comité de los probos determinó que me había transformado en un miserable traidor al servicio de espurios intereses. “La última vez que lo vi andaba con problemas económicos”, escribió en Facebook una señora de buen pasar que había compartido conmigo las visitas a los cuarteles para saludar a “los militares patriotas” que acababan de ocupar las Islas Malvinas en 1982. “Antes lo solía encontrar en colectivos y subtes; se nota que le fue bien porque ahora no lo veo más”, disparó a su vez -dueño de un asombroso dominio del sarcasmo- el líder de una pequeña facción supérstite de la Tercera Internacional. La presunción de codicia es otra de las acusaciones preferidas de los justicieros del Bien. Con esa coartada se evita surcar el incómodo territorio de las ideas y se acorrala al disidente en un lodazal. Otra antigua confusión de los elegidos: no se puede ser “reaccionario” y honesto al mismo tiempo. Pero sí -vale la pena recordarlo- deshonesto y progre.
Ante los prejuicios no hay defensa posible. Se trata de un mecanismo de auto protección. De nuevo: creencia mata razón.
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