En la guerra contra el virus, el lenguaje es otra víctima

En su último libro, el escritor armenio Karen Karslyan crea un vocablo a partir del horror observado en los campos de batalla y plantea así un conflicto histórico que regresó con el coronavirus: el del idioma controlado por el poder

Letras del alfabeto armenio quemándose: una imagen interior del libro de Karen Karslyan

Nos preguntan a los escritores si en este tiempo de confinamiento estamos produciendo. En los alrededores del día del escritor en Argentina, analizaré el aplanamiento que sufre la literatura como efecto de esta guerra contra el virus, observando aún en lo “asintomático” del lenguaje su declinación, su herida.

Cuando Günter Gaus, en una entrevista para la televisión alemana en el año 1964 interroga a Hannah Arendt acerca de lo que ella creía que quedaba del viejo mundo anterior a Hitler, ella responde: “Queda la lengua materna” (Was bleibt? Es bleibt die Muttersprache). Una lengua como resto. Una lengua de restos. Una lengua muerta es aquella donde no se puede establecer el lugar del sujeto. Lo decible se cierra de tal modo que ya está privado de exterioridad. Cuando se rompe la relación entre cierta anomia que provoca la novedad de un afuera y la gramática, la lengua muere.

La lengua materna a que hace referencia Arendt, no sólo es la lengua nativa (en su caso, el alemán) sino la lengua del balbuceo, la lengua anterior al combate, antes del choque con el poder.

Henri Meschonnic expresa que el lenguaje es la guerra. Dicha frase es una traspolación de aquello que decía Mandelshtam: “en la poesía es siempre la guerra”. Contra la normalización de la sintaxis, contra la censura que imprimen los discursos del poder (político, religioso, médico, jurídico) el poeta guerrea.

Sin embargo, en la guerra, el lenguaje es la primera víctima porque el poder toma el lenguaje, de modo que éste deja de enfrentarse y se asimila a su imperio. El lenguaje de la guerra termina siendo la muerte de la lengua, su ahogo, su arrasamiento sin restos.

Karen Karslyan (inknagir)

En el año 2018, la Universidad de Coimbra organizó un ciclo de conferencias bajo el título: El lenguaje como la primera víctima de la guerra. Allí presentó su libro Aterazma el escritor armenio Karen Karslyan, que reside en Estados Unidos, y quien además es doctor en literatura, traductor y artista visual. El poeta subtitula su libro-intervención: “una película tipográfica” ya que el texto se erige como una performance dentro de la lengua armenia, según ciertas técnicas estéticas en su interior. En un variado compendio de anagramas, el autor deshace el término “paderazm”.

Luego de la guerra del mes de abril del año 2016 entre Armenia y Azerbaiyán, Karslyan observa con estupor el corredor de cuerpos de soldados muertos, de uno y otro lado del frente. Así nace Aterazma palabra inexistente en la lengua que hace referencia al odio, a la guerra. Un título intraducible para un libro intraducible. Libro como trinchera, como primera línea de fuego, como fosa común, un libro de mutilados.

Karen Karslyan trabaja la tipografía que se enraíza en la tradición caligráfica, práctica establecida en Armenia desde el Medioevo. El primer manuscrito armenio data del año 981 realizado por el obispo Davit y su hijo, el calígrafo Gukas. El alfabeto, creación inspirada/ iluminada, por el Santo Mesrop Mashtots en el año 405 consolidó de tal modo la identidad lingüística que devino una amalgama para la identidad política. El biógrafo de Mashtots no utiliza la palabra ni invención, ni creación para referirse a la acción del santo sino que hace referencia a una “traducción”. El alfabeto aparece como una visión divina que inspira a su “traductor” Mashtots. De tal modo que el libro de Karslyan se adentra en el nudo mismo de la lengua. Un libro intraducible para una lengua que nace como traducción.

El poeta escribe/ filma su película impresa desde aquello que para nosotros pueden ser anagramas y que, para la lengua armenia, tiene una consonancia más interna ya que la lengua está conformada por muchas palabras- caja (palabras compuestas) dando la posibilidad de “jugar” en la composición infinita de palabras nuevas. Aterazma, dijimos, es odio/ guerra. El libro comienza con la palabra guerra que, al desarmarla, aparecen dentro de ella las palabras: pared, sueño, juicio, cabellos, madre, dinero, raíz, señor, danza. Es en este desarmado donde Karslyan redobla la apuesta y se desliza hasta los dichos populares hasta hacerlos estallar.

Si la guerra es la puesta en riesgo de una soberanía, si la traslación de la palabra guerra en inglés: war según Kovacsics adviene ware, mercancía; Karslyan hace de los dichos populares pura materialidad. Así la frase que reza “finalmente nosotros escuchamos ya no el discurso del enemigo sino el silencio de nuestros amigos” se transforma en “finalmente es el silencio”. El lenguaje como modo de socialización ha fallado, eso también viene a demostrarnos la guerra.

Encerrados, confinados, aislados, los sujetos que fuesen los probables alojadores del enemigo se convierten en sospechosos, pero también en traidores (REUTERS/Lucas Jackson)

Ahora bien, la crisis sanitaria que padece el globo ha declarado su imperium bajo la fórmula de “guerra” contra un enemigo invisible, el virus. El imperium biomédico en la era cibernética ejerce su dictum desde una tecnología del gobierno de los cuerpos. En el capitalismo informacional el enemigo invisible manda sobre el ritmo (el tiempo) de las personas; su poética. Encerrados, confinados, aislados, los sujetos que fuesen los probables alojadores del enemigo se convierten en sospechosos, pero también en traidores. De allí, la facultad de los gobiernos de someter a la población fomentando la delación, bajo el modo de cuidar al resto de la sociedad.

La primera víctima de una guerra es el lenguaje. En los principios de la nueva lengua o la Newspeak, George Orwell advertía su permeabilidad en la literatura que, basada en traducciones desde esta lengua harían ilegibles las obras del régimen anterior.

Intraducible, el libro de Karen Karslyan alerta desde la repetición del desecho sobre los muros: “cuando una tierra o una persona debe encerrarse entre paredes para obtener su fuerza, esa tierra o esa persona es vencida”. Lo escribe en armenio y luego en azerí (idioma de Azerbaiyán). Lo escribe en contraposición a una página donde se lee pad (en armenio: pared) y divar (en azerí: pared). El libro finaliza con un troquelado de una figura humana en el anverso y reverso de una hoja. De un lado la palabra pared en armenio dibuja la forma humana, y del otro la misma palabra en azerí; de modo que si seguimos el corte del troquel nos queda una figura humana inscripta con la palabra pared de un lado y el otro en las dos lenguas. La pared se incrusta en la persona. La persona es la pared.

El perfil de un hombre sobre la palabra pared: otra fotografía interior de la obra de Karslyan

Si la representación es la puesta en presencia de una realidad, cómo representar en palabras, con palabras que traigan a la realidad eso que puede estallar. Las palabras son peligrosas porque en el campo de guerra se las ha vaciado de su posibilidad de representación, es decir, se las ha vaciado de su posibilidad de sentido convirtiéndolas en una presencia amurallada. Una palabra sofocada. Los soldados hacen un movimiento doble de posesión de la tierra y de desposesión del cuerpo propio. Por eso observamos una renuncia a verbalizar. Llenar al lenguaje de cuerpo es cargarlo de experiencia.

Sprachgitter escribe Blanchot citando a Paul Celan, “rejilla de lenguaje” o lenguaje tras las rejas. No leas- ¡mira!. No leas, mira.

En la guerra, vaciados de cuerpo, nos queda mirar el estallido, no leer. Y lo sabe bien Karslyan cuando escribe su libro filmándolo, haciendo de las palabras puras imágenes no verbales.

“En el silencio adormecido de la nieve, resuena una detonación. No estoy muerto” anuncia Bataille. La imaginación tiene sus límites: los de una realidad excesiva. Imaginar es la audacia de una palabra al borde del universo. Entre paredes, con la audacia amurallada, escuchamos las detonaciones.

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