Newsletter del día: “Un caos propio”

Todo lo que tenés que saber sobre literatura, música, artes visuales, cine, teatro e ideas en un mundo cada vez más incierto

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(Pixabay)
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Hola, ahí.

No sé cuántos libros tengo, nunca fui buena para las matemáticas. No tengo idea; sé que tengo libros prácticamente en cada ambiente en el que me muevo. En esta familia somos lectores y, además, trabajo con libros: nunca están ordenados. Hay pilas, pilitas, pilazas. Torres y torres de libros arriba de las mesas y en el piso, contra las paredes; libros que no siempre tienen algo en común salvo que terminaron unidos en ese destino casual, tal vez porque llegaron a casa al mismo tiempo; tal vez porque los usé para un mismo artículo. Vivo rodeada de libros y de bibliotecas que no alcanzan.

Es por este agobio excitante (“vivo rodeada de libros y de bibliotecas que no alcanzan”) que el otro día me dispuse muy entusiasmada a leer y editar una nota maravillosa sobre el tema, escrita por Gabriela Mayer, quien se contactó con varios autores y expertos en promoción de la lectura para preguntarles cómo organizaban sus bibliotecas y cómo ponían orden en ese caos que es, a la vez, marca de autor.

Gabriela también les preguntó si se deshacían de libros o si eso les costaba y también les consultó si prestaban libros. Las respuestas fueron variadísimas, diferentes y todas interesantes. María Teresa Andruetto tenía todo fresco porque justo terminó de ordenar su biblioteca deconstruida (en el estilo de mis libros, los suyos recorren en estantes diferentes ambientes de su casa) y dijo que para ella todo libro tenía valor, por lo cual no se desprendía de ninguno y que cada tanto pegaba un llamado a algún amigo demorado con el préstamo de uno de sus ejemplares. Revisar la biblioteca propia es una manera de mirar viejos álbumes de fotos. La tarea de acomodar y poner orden significó para ella “una revisión de lecturas y una revisión de mi vida también. Tengo 66 años, estoy justo en un momento en que uno empieza la vejez”, se explicó.

Para Alberto Manguel, prestar libros es convocar al delito. Asegura que cuando un libro le gusta tanto como para que alguien querido lo lea, compra otro ejemplar o eventualmente regala el suyo, pero no lo presta porque sabe que no se lo van a devolver. Manguel no se desprende de los libros.”Todo libro que llega a mi biblioteca es como esos huérfanos que depositaban en la puerta de la iglesia: los recibo”, dice el ex director de la Biblioteca Nacional. En la misma nota contó que solo una vez tiró un libro a la basura: American Psycho, de Bret Easton Ellis. “Me parece un libro infecto en el sentido concreto de la palabra”, dijo, por lo que no hubo que pedirle más precisiones.

Sergio Ramírez contó que una vez convocó a una experta para que ordenara su super biblioteca y que al regresar de viaje encontró que “la señora había hecho un lindo trabajo, tenía unos ficheros de madera muy bonitos. Pero cuando volví a ver alrededor no sabía dónde estaban los libros. Se habían perdido”. Es decir, no encontraba ninguno de sus libros, algo que sí ocurría antes y que volvió a ocurrir cuando desarmó el “lindo” trabajo de la especialista.Cerca de mi raza como lectora, Juan Villoro se reconoce perteneciente al grupo de los bibliómanos desordenados, “que nunca acaban de poner realmente sus libros en la clasificación adecuada”. Villoro, quien parece saber que cada creación llega con su accidente, como diría el francés Paul Virilio, está convencido de que así como es imposible mantener un orden, es imposible conservar todos los libros aunque de vez en cuando “viene bien una pequeña purga”, dice. “Una de las cosas más angustiantes es que buena parte de los libros que he leído no están conmigo. No sé en qué momento los presté o alguien se los robó o se perdieron en una mudanza”, se lamentó. Por estos días, su preocupación era el ejemplar de La broma de Milan Kundera, un libro que extraña y que no sabe si lo prestó, se lo robaron o se perdió en alguna mudanza.

Milan Kundera
Milan Kundera

En mi caso, suelo saber donde están los libros más viejos, los que más conozco, pero también los más nuevos, porque acabo de verlos. Soy ordenada por espasmos: acumulo, ordeno y desordeno, por lo que las bibliotecas de mi casa -que son varias- actúan como postales de mi desorden crónico. Sufro cuando no encuentro un libro pero pocas cosas me tientan más que ir tras las huellas de uno. “Poseo un don natural para el registro de lomos, colores, tamaños y tipografías, de modo que ir detrás de un libro para chequear una cita puede convertirse en una aventura tan fascinante como salir a cazar a Moby Dick”, escribí una vez. Sigo sintiendo lo mismo.

Me encantan las casualidades en el universo de mis libros, esos libros que quedaron juntos y dialogan entre sí, esos otros que aparecen cada vez que revuelvo estantes, insistentes, como pidiendo atención. Los que reaparecen luego de años de buscarlos y no encontrarlos y asoman con una especie de: estaba acá y no me viste. Los que compré con deseo demencial, las ediciones antiguas de las que me enamoré en su momento, los que pagué en cuotas (En busca del tiempo perdido de Proust en papel biblia, a los 18 años, cuando atendía al público en el mostrador de una empresa de seguros médicos o, mucho más cerca en el tiempo, El fin del homo sovieticus de Svetlana Alexievich, una edición cara de Acantilado que compré mientras escribía la reedición de mi libro sobre Putin), los que me regalaron con amor en una dedicatoria o los que preservo por la dedicatoria ajena, como un libro de cocina idishe que mi mamá y sus hermanos le regalaron a su madre.

A veces los imagino vivos, cual Soldadito de plomo de Andersen, hablándose entre ellos por las noches, contándose historias: intercambiando experiencias con los relatos que albergan en su interior y también chusmeando sobre su relación con nosotros, sus lectores.También pienso en todas las historias que acumularon a lo largo de los años viviendo conmigo y en qué pasará con ellos cuando ya no estemos.

No hay modo de adivinar lo que sigue. Nunca imaginamos que íbamos a estar donde estamos, meses enteros guardados y más globalizados que nunca en el terror al contagio. En muchos países los espacios dedicados al arte y a la lectura funcionan a la manera de hospitales de campaña, montados en la emergencia. Los muros que habitualmente contienen pinturas y libros por estos meses son escenarios del teatro inesperado de la enfermedad.

En estos días leía a Natalia Porta López, directora del Plan Nacional de Lectura y una de las grandes hacedoras del Foro de lectura Mempo Giardinelli, en el Chaco, quien con dolor mostraba en su FB una imagen del salón donde este año debería celebrarse en agosto el 25 aniversario del foro y que fue provisoriamente convertido en uno de los cinco lugares destinados al aislamiento de pacientes leves de Covid-19 en la capital del Chaco, una de las provincias más afectadas.

Instalación de Guillermo Kuitca
Instalación de Guillermo Kuitca

Vi la foto y pensé al toque en las camitas de Kuitca, un motivo central de su obra. Pensaba en especial en sus camitas mapa, instalaciones que hoy concentran en su forma y contenido tanto de lo que vemos a cada hora en las noticias pero también de lo que pasa por nuestras cabezas, ese universo silencioso de angustias y temores pero también de anhelos. Todos estamos esperando que se abran nuevamente las puertas de nuestras vidas.

El arte, esa literatura de anticipación.

Hay un cielo cubierto en Buenos Aires y hace frío. Ya casi no barro hojas en mi terraza, las ramas peladas de los tilos extrañan la tibieza de un aroma.Que descansen, que lo pasen muy bien y feliz día del padre para todas las familias. Hasta la próxima.

Guillermo Kuitca (1993)
Guillermo Kuitca (1993)

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