El 3 de diciembre de 1817, el general Manuel Belgrano le escribía al entonces gobernador de Salta, Martín Miguel de Güemes:
“Mi corazón es franco y no puede ocultar sus sentimientos: amo además la sinceridad y no podría vivir en medio de la trapacería que sería precisa para conservar un engaño; sólo a las pobres mujeres he mentido diciéndoles que las quiero, no habiendo entregado a ninguna, jamás, mi corazón”.
A la hora de hacer esa confesión, Belgrano tenía 47 años, leguas de viajes, de política y guerras, grandes derrotas y altas victorias, textos escritos y publicados, proyectos incumplidos, sueños hechos realidad, viejos amores clandestinos, un hijo no reconocido, una hija que ni siquiera había sido engendrada y un cúmulo de enfermedades que el 20 de junio de 1820, a diecisiete días de haber cumplido los 50 años, lo llevarían a la tumba, en medio de la pobreza y la falta de reconocimiento.
Para la época, Belgrano fue un bicho raro en amores: nunca se casó. Sería errado aplicar conceptos actuales para leer esa “resistencia al matrimonio” y esa incapacidad confesa de entregar el corazón: podríamos caer en la trampa de pensar que Belgrano estaba en contra del matrimonio como institución o que valorizaba a las mujeres con parámetros fuera de caja para el momento histórico que vivió, aunque sí haya sido un precursor en la defensa de la educación formal y el trabajo remunerado como derechos inalienables de lo que consideraba el “sexo débil” o el “bello sexo”.
Todos estos aspectos, y las frases de Belgrano sobre la educación de las mujeres pueden leerse en completa biografía de Felipe Pigna: Manuel Belgrano. Vida y pensamiento de un revolucionario (Planeta, 2020), o recorrerse con un clic en el micrositio de Pigna y equipo: https://www.elhistoriador.com.ar/belgrano/, así como en el breve artículo de su chozno nieto en https://www.cultura.gob.ar/la-educacion-la-economia-el-rol-del-docente-y-el-rol-social-de-la-mujer-pilares-en-las-ideas-de-manuel-belgrano_7796/
En 1790, un joven Manuel le escribía a su padre desde España:
“Me han servido de gran placer las noticias de bodas y partos de mis hermanas, a quienes, como a sus parientes y mis hermanos, deseo felicidades, y que propaguen el nombre de Belgrano, bien que, desde los romanos, como usted no ignora, se acaba en la familia en la mujer”.
Un año y medio antes de escribir esa carta, Belgrano había conocido a la que sería su última mujer y amante: la tucumana María Dolores Helguero Liendo. Fue el 9 de julio, en un baile en el que se celebraba la Declaración de la Independencia. Belgrano quedó prendado de la joven. Y ella, de él. Él tenía 46 años; ella, 18. Pero Manuel y Dolores nunca legalizaron el matrimonio: Victoriano Helguero, padre de la joven, de una familia de la aristocracia tucumana, la había casado con un tal Rivas, que terminó abandonándola. El 4 de mayo de 1819 nacería Manuela Mónica del Corazón de Jesús. Belgrano recién conoció a su hija en septiembre, cuando pidió licencia militar por la avanzada hidropesía que le generaba tremendos dolores en las piernas.
Un derrotero similar había seguido la relación con la porteña María Josefa “Pepa” Ezcurra y Arguibel, hermana de María Encarnación, quien se casaría con Juan Manuel de Rosas. La había conocido en 1800, poco tiempo después de volver de España, recibido de abogado. Él tenía 30 años; ella, 15. Empezaron a estar juntos dos años después. Pero el padre de la adolescente la casó con su primo, el realista Juan Esteban Ezcurra, quien en 1810 volvió a España. La pareja reanudó su relación clandestina sin papeles y María Josefa lo siguió cuando se hizo cargo del Ejército del Norte, un par de años después. En su libro Belgrano. El gran patriota argentino (Sudamericana, 2020), Daniel Balmaceda señala: “Manuel y Josefa permanecieron juntos en el norte alrededor de ocho meses que, a su vez, serían los únicos. En el transcurso de esos meses de 1812 tuvieron lugar tres acontecimientos que quedaron grabados en los anales de la Patria: la bendición de la bandera argentina en San Salvador de Jujuy (el 25 de Mayo), el éxodo jujeño (iniciado el 23 de agosto) y la batalla de Tucumán (24 de septiembre)”. Y destaca el valor singular de Pepa con una pregunta: “¿Cuántas mujeres abandonarían la ciudad capital para dirigirse a la frontera, donde la guerra no era un comentario de tertulias sino un ejercicio cotidiano?” Aunque no sería la única mujer valiente en la historia privada y pública del héroe.
Al enterarse de que estaba embarazada, Pepa pegó la vuelta. Belgrano jamás reconoció a Pedro Pablo, el hijo que fue adoptado por Encarnación y Rosas y a quien la madre biológica crió como si fuera su tía. Una compleja trama que siguió con un hijo que, recién a los 24 años, muerto el padre, supo la verdad y pudo retomar el vínculo con su hermana Mónica, con quien llegaron a convivir.
Dos elementos que no hacían de Belgrano un “buen partido” a pesar de sus títulos y su condición de político: no era un aristócrata (aunque provenía de una familia de la burguesía comercial) y, sin duda, para esa élite, su ideología revolucionaria pesaba en contra. Y algo más, a la luz de su confesión a Güemes, quizás él no deseaba atarse a nadie que pusiera trabas en su misión independentista.
En su testamento, Belgrano se declaró soltero (cosa que era cierta) y sin hijos (acaso para salvar el “honor” de sus mujeres), aunque dejó indicaciones claras para que su hija Mónica recibiera una herencia. La niña fue criada por sus tías Juana Belgrano y Flora Ramos (esposa de su hermano Miguel Belgrano), y por su tío Joaquín.
Hubo un tercer romance prohibido. Fue con una francesa, Isabelle Pichegru, durante su viaje a Europa en 1814, enviado por el gobierno junto con Bernardino Rivadavia, en misión diplomática. Se conocieron en Londres, donde “La” Pichegru se hacía pasar por pariente de un general legendario de la Revolución francesa: Jean-Charles Pichegru. El tiempo demostró que se trataba de una estafadora. O, mirada al bies y en forma conjetural, pudieron ser las “tretas del sexo débil” las que la llevaron a fraguar un apellido y conquistar a un forastero deseable y seductor (aparentemente Belgrano siempre lo fue). La historia y las leyendas dicen que vivieron un amor breve y apasionado, aunque no exclusivo, ya que ella parecía ser una mujer bastante libre para la época.
Ya retornado al Río de la Plata, ella decidió seguirlo (¿le habrá mentido Belgrano diciéndole que la quería?) cruzó el océano (por entonces y con viento favorable la travesía duraba unos cuarenta días) y llegó a estas lejanas tierras dispuesta a todo. Pero el plan de la Pichegru fracasó. Belgrano ya no estaba en Buenos Aires. Ya hacia el final de su estadía en Londres, la insistencia de la mujer en establecer un vínculo más firme y duradero se había convertido en una carga para él. Así lo cuenta en clave de ficción Florencia Canale en su novela Amores prohibidos. Las relaciones secretas de Manuel Belgrano (Planeta, 2013), un libro que recorre la vida adulta del prócer a través de estos vínculos y en base al cual, según adelantó Infobae, la TV Pública producirá una miniserie. Allí Canale recrea una escena en la que la Pichegru acompaña a Belgrano al estudio del pintor François-Casimir Carbonnier, a quien se atribuye el célebre retrato que forma parte de la colección del Museo Nacional de Bellas Artes.
Pero además de los amores y de esa hija que no guardó ningún recuerdo del padre en vida, hubo otras mujeres que tuvieron un verdadero peso en la historia de Belgrano.
Empezando por su madre, María Josefa González, la principal impulsora de que el hijo recibiera una buena educación y se graduara en Leyes en España. Sobre Manuel pesó el síndrome nacional de m’hijo el dotor. Su padre, Domingo Belgrano y Peri, era un inmigrante genovés de una familia exiliada en España, que vino a hacer la América, fue un activo hombre vinculado a la Iglesia, pero fue acusado y preso como cómplice de la quiebra de un funcionario de la Aduana. María Josefa no solo sostuvo a su familia numerosa en esos años sin padre, sino que hizo lo imposible para que liberaran a su marido. Cuando lo declararon libre de culpa y cargo, era tarde: la fortuna familiar se había desvanecido.
En su libro El enigma Belgrano, Un héroe de nuestro tiempo (Siglo XXI, 2014), el historiador Tulio Halperín Donghi plantea y fundamenta la hipótesis de que fue la gran carga paterna (y materna), esa sobrexigencia sobre el hijo pródigo, lo que generó en Belgrano una permanente sensación de fracaso, una autopercepción de “falta de competencia para la gran epopeya revolucionaria para la cual ha sido designado”.
Fue el cuarto de dieciséis hermanos, y en esa multitud tuvo que destacarse. Tres de ellos murieron de niños.
Sus nombres fueron: María Florencia (1758-1777), Carlos José (1761-1814), José Gregorio (1762-1823), María Josefa Anastasia (1767-1834), Domingo José Estanislao (1768-1826), Francisco José María (1771-1833), Joaquín Cayetano Lorenzo (1773-1848), María del Rosario (1775-1816), Juana María (1776- 1815), Miguel José Félix (1777-1825), Juana Francisca Josefa (1779-1835) y Augustín Leoncio José (1781-1810).
Los varones tuvieron cargos militares, eclesiásticos, uno de ellos siguió los pasos del padre y otro, Miguel, llegó a ser rector del Colegio de Ciencias Morales.
De las hermanas se sabe que fueron amas de casa, esposas y madres, como correspondía a la época (y a tantas épocas), profesiones no reconocidas y trabajos invisibles de aquellas mujeres a quienes, hace dos semanas, la historiadora Araceli Bellotta, en el curso online Las mujeres en la historia argentina, caracterizó como “las verdaderas heroínas de la independencia”.
Es sabido que, en su rol de esposas, las mujeres servían para establecer lazos políticos entre familias: para 1816, año de la Independencia, María del Carmen Ramos y Belgrano, hija su hermana Juana, estaba casada con el Director Supremo Ignacio Álvarez Thomas.
Años antes, su hermana María Josefa lo había albergado en su casa de España, mientras cursaba Derecho, una carrera que comenzó en Salamanca y terminó en Valladolid, y de donde volvió con una infección de transmisión sexual (se presume blenorragia) y el germen de una idea que luego plasmaría en proyecto independentista: establecer una monarquía constitucional con sede en Cusco y un rey inca en el trono. Así como abogaba por la educación de las mujeres, Belgrano fue un defensor de los derechos de los pueblos originarios y un precursor de la ecología.
Después de la Revolución de 1810, Belgrano y otros juntistas, entre ellos su primo Juan José Castelli, coincidieron en la estrategia de proponer a la infanta Carlota Joaquina de Borbón, integrante de la corte portuguesa que se había “mudado” al Brasil tras la invasión napoleónica a la península en 1808, como candidata a la corona. Se trataba de una cobertura para las verdaderas aspiraciones independentistas de los hombres de Mayo: Carlota era hermana de Fernando VII, el rey “deseado” y depuesto, quien volvería al trono con un marcado sesgo absolutista en 1814. Carlota traicionó los planes (aunque la historia no es tan simple y las traiciones políticas, desde Judas en adelante, también merecen un análisis). Aquel resultó el primer proyecto monárquico alternativo, que también fracasó porque el modelo que se impuso fue, naturalmente, la República, sinónimo de independencia. La ponderación política de Carlota y las complejidades de su figura y de su historia están desarrolladas en el libro de Marcela Ternavasio: Candidata a la corona. La infanta Carlota Joaquina en el laberinto de las revoluciones hispanoamericanas (Siglo XXI, 2015)
Hubo guerreras anónimas que acompañaron a sus parejas, ayudaron a cuidar heridos o incluso pelearon en las batallas, como las “Heroínas de Coronilla” o las “Niñas de Ayohuma”. Y si bien Belgrano no era muy amigo de que hubiera mujeres (ni negros) en sus tropas, fue él mismo quien jerarquizó con grado militar a tres de ellas.
Una es la célebre “flor del Alto Perú”, Juana Azurduy (Potosí, 1780- Sucre,1862), quien luchó junto a su marido Manuel Padilla y perdió cuatro hijos en las guerras independentistas. Fue su capitana y obtuvo el grado de “teniente coronel” a instancias de Belgrano. En 2015 fue ascendida a generala del Ejército Argentino. Su estatua reemplazó a la de Cristóbal Colón detrás de la Casa Rosada durante el gobierno de Cristina Kirchner y, luego de mucha polémica, terminó emplazada frente al Centro Cultural Kirchner.
Otra capitana fue María Remedios del Valle (1767-1847), una oficial negra que perdió a su marido y a sus dos hijos en el campo de batalla. Entre 1812 y 1814, participó en las victorias de Tucumán y Salta y en las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma. El general Gregorio Aráoz de Lamadrid la bautizó con un título simbólico pero mayor: “Madre de la patria”. Un completo estudio de su trayectoria figura en el artículo de Florencia Guzmán “María Remedios del Valle. ‘La Capitana’, ‘Madre de la Patria’ y ‘Niña de Ayohuma’. Historiografía, memoria y representaciones en torno a esta figura singular”, y puede consultarse en (http://journals.openedition.org/nuevomundo/69871). Allí, la autora hace notar que las únicas “pruebas” de su valentía que la historia recoge son “seis cicatrices feroces de bala y sable. Su caro esposo, un hijo y un entenado que han expirado en las filas de los libres”, además de haber sido azotada en público durante nueve días y haber estado siete veces en capilla: “Las marcas en el cuerpo (tal como sucedía con los/as esclavizados/as que demandaban a sus amos y que nos muestran los expedientes judiciales tanto coloniales como poscoloniales) constituyen su único capital y la materialidad conservada de su participación patriótica y guerrera”. En honor a Remedios del Valle, en 2013 se declaró el 8 de noviembre como “Día de las/los afoargentinos y de la cultura afro”. Dora Barrancos la menciona en su libro Mujeres en la Sociedad Argentina. Una historia de cinco siglos (Sudamericana, 2007).
La tercera fue Martina Silva de Gurruchaga (Salta, 1790-1874), cuyas donaciones fueron decisivas en la victoria de la batalla de Salta. Como reconocimiento, Belgrano la nombró capitana. Las donaciones y aportes de las damas de la alta sociedad fueron otra de las formas con la que las mujeres participaron en la epopeya de la independencia.
Las mujeres en la vida de Belgrano fueron no solo sus parejas y amantes, aquellas a quienes “les mintió” por sus propias limitaciones o las que la época y sus circunstancias le impusieron en el terreno del amor. Fueron las heroínas calladas de su familia. Las políticas. Las guerreras. En el año del General Manuel Belgrano, así dispuesto por decreto del gobierno argentino, a 250 años del nacimiento y 200 de la muerte del político, militar, periodista, escritor, diplomático, defensor de minorías y de los excluidos de la historia, creador de la bandera nacional, es justo recordar sus nombres. Ellas fueron parte esencial, cada cual a su manera, de la gesta independentista.
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