Saramago, el obrero que llegó al Nobel: una literatura de compromiso, poesía, crítica y esperanza

El Premio Nobel de Literatura portugués desarrolló un estilo literario único e irrepetible y a lo largo de sus libros jamás claudicó en su mensaje de la necesidad de un cambio social. A 10 años de su muerte, un recorrido por su pensamiento e intereses, a través de sus novelas esenciales

Durante sus últimos años, los más fructíferos quizá, José Saramago habitó un paisaje lunar, despojado, una isla donde los volcanes habían borrado tiempo atrás todo atisbo de vida rural, a la que llamaba “el callejón del viento”, donde podía deambular tranquilo, lejos de los ruidos, lejos de las luces, y escribir. Y lo hizo de manera furiosa, reflexiva, creando enormes alegorías y metáforas, con textos con una potencia simbólica inaudita, que una vez comenzados eran máquinas que nunca se detenían, de las que no se puede bajar tampoco.

Saramago fue un autor que creyó en el rol del artista como cronista comprometido de su época, un pesimista contradictorio que creía en la capacidad de los humanos, un “comunista hormonal”, un ateo, un intelectual que desafiaba las formas, que no temía enfrentar a la iglesia o los sistemas políticos con la pluma a través de una lógica precisa y cruel, que aseguraba que el sistema educativo actual “más que formar abogados o ingenieros...” debería tener como gran tarea”formar personas”, y lamentaba que sus colegas hacían una literatura “que ni siquiera rea light“, que no tenía”nada adentro”.

A la española isla de Lanzarote -que se encuentra más cercana a Africa, que a Europa- llegó luego de que en 1991, su novela El Evangelio según Jesucristo no pudo participar en un concurso literario europeo, tras un complot del gobierno portugués, su patria, ya que la obra “ofendía las creencias del pueblo”.

Paisaje de Lanzarote (Shutterstock)

Y se fue junto a su tercera esposa, Pilar del Río, a esta mancha rocosa y oscura donde los turistas británicos y alemanes, sobre todo, deambulaban por sus playas. Y salió de esa isla para presentar obras como Ensayo sobre la ceguera (1995); Todos los nombres (1997); La caverna (2000); El hombre duplicado (2002); Ensayo sobre la lucidez (2004); Las intermitencias de la muerte (2005); El viaje del elefante (2008) y Caín (2009). Por supuesto, también para recibir, entre otros honores, el Premio Nobel de Literatura de 1998.

En el primer aniversario de su muerte, ocurrida hace hoy una década, sus cenizas partieron hacia Lisboa, donde fueron esparcidas a los pies de un olivo centenario, traído de su pueblo natal, Azinhaga, en el Campo das Cebolas frente a su fundación.

Y Saramago fue en sí una isla. Leerlo es recorrer los límites de nuestro entendimiento, visibilizar las costas de bella apariencia pero que pueden ahogarnos, que se presentan apacibles en la rutina y que bajo su manto, en realidad, protegen misterios y peligros que se nos escapan.

El escritor portugués y Nobel de Literatura participó de múltiples eventos en favor de la paz. En este caso, con la lectura de un manifiesto contra la guerra en Irak (EFE/EMILIO NARANJO)

Hijo de campesinos iletrados, cursó algunos años en un colegio industrial, pero no terminó, menos fue a la universidad. Fue un trabajador de fábricas, un peón en el andamiaje, un rostro más entre los millones que nada podían hacer por su futuro más que rogar no ser despedidos para poder seguir teniendo techo y comida. Ese bagaje, es parte de su obra.

En 1947 publicó su primera novela, Tierra de pecado, que pasa desapercibida, luego escribe Claraboya -que se publica póstuma- y recién 30 años después un título vuelve a salir con letras de molde: Manual de pintura y caligrafía. “Sencillamente no tenía algo que decir y cuando no se tiene algo que decir lo mejor es callar”, repetía en entrevistas sobre esta pausa, en la que fue administrativo, periodista, traductor y editor.

Y cuando tuvo algo para decir, lo hizo. Y a raudales. En Levantado del suelo (1980) encuentra esa voz tan singularmente poética, inconfundible e imposible de replicar, y comienza el desarrollo de una estética sintáctica donde los puntos que separan oraciones comienzan a difuminarse hasta desaparecer casi totalmente, reemplazados por las comas que le otorgan a sus párrafos eternos una vorágine maniática, que juega con la respiración del lector y lo sumergen en las aguas de esa isla que ya de mansa nada tiene.

Si Manual de pintura y caligrafía fue una presentación intelectual de intenciones, donde desarrolla lo que significa ser artista, en Levantado del suelo devela una de las facetas más importantes de su carrera, la del compromiso con la causa humana a través de la crítica social. Para eso relata la historia de varias generaciones de campesinos, de manos ajadas y piel dura como la de sus padres, analfabetos la mayoría, a través de sus penurias y el despertar de la esperanza simbolizada en la portuguesa Revolución de los Claveles de 1974.

Encontrar el estilo, la voz, fue producto de la casualidad, dijo que fue la experiencia de armar esta historia recolectando testimonios lo que lo llevó inevitablemente hacia allí. En el lenguaje “hay que obedecer normas que son muy rígidas. Incluso, eso pasa en el instituto o en la universidad. Que el profesor te dijera ‘eso está errado, usted se equivocó, está mal’. Sin embargo, cuando hablo nadie me está diciendo que está errado. Y puede que sí, que la sintaxis sufra, en un sentido que no es el propio de determinados términos, pero de todas formas aun con eso la comunicación se realiza. Es lo que me lleva a decir que hablar es más creativo que escribir”.

“Es como si yo, después de haber vivido con ellos (los campesinos) todo este tiempo, y por lo tanto recogido sus declaraciones y sus memorias y sus recuerdos, a la hora de escribir el libro los hubiera llamado: ‘Sentaos ahora vosotros, que yo os voy a contar vuestras vidas’. Cuando se publicó este libro comenzó a producir lo que podríamos llamar un cierto desconcierto, porque la verdad es que el discurso directo introducido y mezclado con el escrito, las descripciones integradas al diálogo, todo eso está ahí, no más que con comas y puntos”, dijo en una entrevista con Le Monde.

Su funeral se realizó en Lisboa (AP)

Contaba entonces, que incluso amigos lo llamaron para decirle que no entendían nada y que recomendó leer varias páginas en voz alta y funcionó (y funciona). “El lector tiene que escuchar en su cabeza la voz que le está diciendo algo, dar más atención a una voz, que es la suya, que está diciendo lo que está leyendo su propia imaginación, que está mirando palabras. Y si lo hace, si no recibe solamente la imagen gráfica de las palabras escritas, con todas las señales y signos de interrogación, conexión, guión, todo eso, que no es más que una convención, si él no se preocupa por eso y está escuchando en su cabeza la voz que está repitiendo, se simplifica todo”.

Luego siguió Memorial del convento (1982), una bellísima novela que tiene mucho de realismo mágico, con personajes dotados de habilidades extraordinarias, alineados detrás de un objetivo que no les es propio, como la construcción del convento de Mafra, una obra gigantesca y monumental de la arquitectura portuguesa, erigida para agradecer que la reina, luego de centenares de intentos, finalmente había quedado embarazada.

La obra, escrita en tercera persona -otro sello del autor a lo largo de su carrera-, puede actuar como extensión hacia toda aquellas grandes construcciones de la historia, motivadas por razones egoístas, ególatras, encubiertas en la fe.

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En El año de la muerte de Ricardo Reis (1984) realiza un homenaje a la literatura de Fernando Pessoa. El personaje principal -no es otra cosa que uno de los heterónimos del también portugués Pessoa- regresa a Lisboa al enterarse de la muerte temprana del célebre autor y deambula por una ciudad con un espíritu apagado, algo ha cambiado, aunque la vida siga.

En La balsa de piedra (1986), Saramago realiza su primera gran crítica al estado de las cosas en Europa. En la novela, la península ibérica se separa del resto del continente y navega hacia la deriva, al mismo tiempo que un grupo de personas comienza una búsqueda espiritual a partir de vivir situaciones extraordinarias, mágicas algunas. Allí se exponen los intereses camuflados, las miserias, los miedos, los deseos y también los sueños.

En Historia del cerco de Lisboa (1989) regresa a la historia de su país para demostrar como muchos acontecimientos que creemos ciertos no son más que un relato de conveniencias de su época. Eso que se dice de que la historia la escriben los que ganan, pero elevado a un nivel que nos lleva a dudar de los relatos, incluso, cotidianos. En la obra, un revisor coloca simplemente un ‘No’ en un evento del medioevo, por lo que todo lo que se conocía de allí para adelante puede ser puesto en duda porque ¿qué es la historia sino una mirada parcial?

Para el ’91 llega El Evangelio según Jesucristo, que devino en su mudanza a Lanzarote. Esta obra “blasfema” relata la vida del Rey de los Judíos, pero con una mirada humana, y con un Dios que es el del Antiguo Testamento; o sea, cruel.

“Es verdaderamente interesante que el Dios del Antiguo Testamento ha llegado hasta nuestros días cambiando su personalidad a lo largo de los siglos, para acercarse más y más y más a la imagen del Hijo. Y, en ese sentido, el Hijo se convirtió en el padre del Padre. Lo que tengo ahí es un Dios que quiere ampliar, ensanchar su poder. Y, como bien sabemos, no hay nada mejor para ensanchar la propia influencia que crear un mártir”.

Saramago siempre se llamó ateo. En una columna de opinión publicada en España, llamada Factor Dios, enfatiza en que usar la idea de un ser supremo para cosas que “no tienen nada que ver con la religión” como matar en su nombre convierte a los credos en un motivo de división, más que de unión. En ese sentido, sostiene que el concepto de Verdad no existe: “La verdad es siempre la verdad de algunos, que aceptan que los otros tengan su propia verdad o, al contrario, imponen su verdad a la verdad de los otros”.

El tríptico que refleja la visión del mundo de Saramago

En su siguiente novela, Ensayo sobre la ceguera, una extraña pandemia deja ciego al mundo. Lo que a priori parece una historia sobre supervivencia, a partir de una serie de personajes que generan empatía, es en realidad una cruda y por momentos asfixiante metáfora de la vida moderna. Para Saramago la ceguera es la de la razón, la de un mundo que colapsa y no lo ve, que ante una situación límite debe dejar salir sus instintos y lo hace a través de la tortura, la explotación, la crueldad como sistema de supervivencia, donde la caída de la idolatría por lo visual desnuda lo peor y lo mejor, en menos de medida, de las personas.

“Plantee qué es lo que ocurre cuando el hombre, que además de no ser -como yo creo que no lo es- un ser racional en el sentido completo del término, se encuentra en una situación límite en que la poca razón que tiene ya no tiene lugar. Eso es lo que ocurre, por ejemplo, en un campo de concentración. Y en el fondo es eso: es el mundo convertido en un campo de concentración”.

¿Qué sucede cuando la información personal es manejada por personas sin escrúpulos? Antes de los bancos de datos de internet, de la venta de identidades digitales, Saramago propone en Todos los nombres la historia de un burócrata kafkiano que colecciona fichas de datos de personas famosas pero que se cruza, por un error del sistema, con la información de una desconocida de la que siquiera conoce el rostro. El administrativo solitario crea su propia ficción, se enamora y comienza una búsqueda obsesionada.

Con La caverna reflota el mito platónico de las personas que miran las sombras en una pared, engrilladas, sin conocer la realidad más allá, para traerla a estos tiempos de manera magistral a través de la historia de un alfarero que ve cómo su oficio muere en favor de una industria que reproduce en serie, sin arte ni encanto, para satisfacer los deseos inagotables de una sociedad consumista que, engrillada a las luces de un shopping, no pueden salir a ver de qué se trata la vida.

“La novela ha sido escrita para que la gente salga de la caverna”, dijo entonces. La Caverna es la última entrega del tríptico -junto Ensayo sobre la ceguera y Todos los nombres— en la que el autor refleja su visión del mundo.

Otro de sus títulos esenciales es Ensayo sobre la lucidez, una obra profundamente crítica con el sistema democrático, como con la pasividad del compromiso social de las personas. Un libro incómodo, una vez más, que expone, entre otras cosas, que la creencia que el voto en blanco no sirve no es más que un discurso del poder político -el perro guardián del económico- para afianzar su hegemonía y continuar en un ciclo de bucle constante, en general, enraizado en el bipartidismo.

En una entrevista de 2002, comentó: “Yo creo que hoy se está necesitando un debate mundial sobre la democracia, y quizá si lo hiciéramos nos daríamos cuenta de que esto que estamos viviendo y que llamamos democracia, no lo es. Es una pura falacia, es una falsedad, nada de lo que está pasando hoy en el mundo, en los países que se declaran democráticos, tiene que ver con la auténtica democracia. Se ha vuelto evidente que el poder real es el poder económico”.

“El problema central es que el poder se escapó de las manos de los ciudadanos. No se escapó, se lo quitaron. Lo hicieron al organizar el mundo de forma tal que la economía debilita la capacidad política de los ciudadanos de intervenir en la sociedad que es la suya, de las que ellos son parte”.

“Lo que pasa en el mundo, la publicidad, el discurso político, el mensaje, todo trabaja para que ganen ellos y nos movilicemos sólo para comprar un coche. Pienso en cómo el sistema canaliza la energía de un ser humano, su imaginación, su capacidad creadora para convertirlo en un comprador. Cuántas transformaciones llegarían si toda esa energía se concentrara en mejorar el mundo…”

Saramago se hizo de la nada. Creció en un ambiente totalmente adverso y construyó una obra profunda, donde se dejó la piel para alertar sobre la necesidad de un cambio. Fue un intelectual poético, honesto, incluso cuando no tenía nada para decir. Una isla literaria, que como su balsa de piedra, creó a la deriva. Y que, a pesar de considerarse un pesimista nunca perdió la fe: “Los pesimistas son los únicos que tienen motivos para querer cambiar el mundo”.

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