En Allegro, la nueva novela de Ariel Dorfman, se entrecruzan las biografías reales de personajes, fundamentalmente las vidas de músicos como Mozart, Handel, uno de los hijos de Bach y K.F. Abel junto a la del “cirujano de ojos” John Taylor, para componer una ingeniosa trama en la que el escritor argentino saca provecho de la porosidad de las historias personales y de los grandes huecos que deja el relato del siglo XVIII.
En esta novela policial publicada por el Fondo de Cultura Económica, donde el detective es el pequeño Mozart, aparece magistralmente trabajada la interrelación de la música y la literatura, un cruce de dos semiosis que Dorfman ya ha elaborado en varias de sus obras, especialmente en su pieza La muerte y la doncella, la historia de una víctima y su torturador donde resulta clave la música de Franz Schubert. En Allegro esto llega a un punto altísimo, incluso con una sorpresa final y reveladora a partir del pliego que le entrega una de las hijas de Bach a Mozart.
El lector se convierte también en un detective, ya que tiene que seguir las huellas de los datos de la música y los hechos históricos que en este caso Mozart -el narrador- menciona o le toca vivir, y que sin duda el escritor ha investigado con profundidad y sembrado astutamente durante el relato, para que el lector pueda hacer su propia pesquisa y cotejarla con el caso resuelto al final de la novela.
Allegro es una obra refinada, escrita por Dorfman (Buenos Aires, 1942), dramaturgo y novelista, quien vivió en Chile, llegando a ser colaborador del gobierno de Salvador Allende, y luego del golpe de Pinochet se debió exiliar en EEUU, donde hoy reside. Su obra es muy amplia, pero se destaca el libro Para leer al Pato Donald (1971), escrita junto a Armand Mattelart, en la que se analiza las historietas cómicas publicadas por Walt Disney. Moros en la costa (1973), La última aventura del Llanero solitario (1982), Máscaras (1988) y Konfidentz (1995) son algunos de sus libros fundamentales.
- ¿Cómo surgió la idea de convertir al pequeño Mozart en un detective?
- Me encanta el género policial y siempre estoy atento a situaciones que me permitan que algún personaje que me ronda tenga que resolver un misterio. Así, en mi libro Viudas, aparecen cadáveres en un río sin saber de dónde vienen ni con qué intenciones. En Konfidenz una mujer ha sido convocada a París por su prometido, un hombre que no concurre a la cita, forzándola a rastrear las razones de su desaparición. En La Nana y el Iceberg, alguien está amenazando con volar el iceberg que el gobierno chileno he decidido llevar a Sevilla en 1992 para demostrar (¡qué delirio!) cuán modernos y “cool” son y un joven debe desentrañar quién está detrás de esa conspiración si quiere perder la virginidad.
En mi próxima novela, Apariciones, que también sale este año, las fotos de un adolescente son invadidas por el rostro de alguien que proviene de un pueblo originario. Encontrar la identidad de ese invasor es cosa de vida o muerte. ¿Y Mozart? Cuando me topé con la historia del doctor charlatán John Taylor, que fue acusado de cegar a Bach y a Haendel, me acordé de que el pequeño Wolfgang había pasado un buen tiempo en Londres, donde nada más natural que el hijo de ese Taylor se le acercara para pedirle que limpiara el nombre de su padre, especialmente debido a que el imberbe Mozart era discípulo y amigo de Johan Christian Bach, hijo del compositor de las Variaciones Goldberg. Deliciosamente incestuoso.
- ¿El lector de Allegro -sobre todo el no melómano- se convierte también en un detective?
- Todo lector sabio es un detective literario, tanto en novelas cultas o en aquellas que carecen de referencias manifiestas a fenómenos artísticos o históricos, porque siempre hay guiños hacia la tradición estética en que esas obras están insertas. Claro que hay novelas como Allegro que incitan particularmente a los lectores para que sigan las huellas que el autor fue trazando, a preguntarse cuánto hay de fehaciente y documental en lo que escribe y cuánto ha inventado. Me pone feliz, por ejemplo, que aparezcan en Allegro el insigne músico Abel así como Susana Bach, y que se conozca y celebre la presencia de estos dos personajes reales, injustamente ninguneados por la posteridad. Tal vez por eso conjeturé entre ellos una relación erótica pasajera que es clave para el desenlace de la obra, una revelación que va a salvar a Mozart y ayudarle a desentrañar la maraña de los decesos de Bach y Haendel. Le toca al lector ahondar en los archivos y la bibliografía (como lo hice yo) para adivinar cómo esa escena, y tantas otras, deriva de la historia documentada a la vez que de mi imaginación febril.
- ¿Allegro es tu gran homenaje a la música del siglo XVIII?
- Desde que tengo uso de razón -y por ahí antes- quise ser músico. Cuando me di cuenta de que no tenía dedos para ese piano (ni para ningún otro instrumento parecido), me dediqué a musicalizar palabras y contar historias, tratando de que las cadencias de mi prosa y versos aproximaran las notas de un quinteto, una sinfonía, una sonata. Siempre, sin embargo, me quedó el bichito de la música como vocación y tuve la suerte de colaborar con una serie de compositores, en dos libretos de ópera, una cantata y también una musical (con Eric Woolfson, del Alan Parsons Project). ¡Tal vez preparándome para hacer dupla con un compositor muerto como Mozart! Mi entusiasmo por la música no significa que no entienda que sus efectos pueden, a veces, ser negativos. Los himnos y marchas se usan para espolear a la gente a la guerra, por ejemplo. Ya Thomas Mann, en el Doctor Faustus observaba la relación entre la música y la muerte, la música y lo demoníaco. Y ahí está el cuarteto de Schubert que tocaba algún doctor para atormentar y seducir a una mujer prisionera que estaba a su merced. Concebí Allegro, en gran medida, para redimir a la música como algo que nos acerca a la divinidad (pese a ser ateo), aquello que nos recuerda y anticipa el paraíso que entre todos podríamos forjar si nos pusiéramos a vivir con la belleza que el arte encarna y promete. “Todo es canto”, en efecto, o podría serlo.
- La fuerza de “todo es canto” es tan intensa como la shakesperiana “el resto es silencio” ¿Esta frase es la clave de toda la novela?
- Creo que sí. Cuando uno escribe, nunca sabe qué descubrimientos irán apareciendo por el camino, sorpresas que deparan los personajes, modalidades en el lenguaje, frases determinadas que resumen todo el trayecto anterior. Y como yo mismo no sé lo que vendrá, espero que esa sensación de ir excavando el futuro a medida que se va develando ayude al lector a que participe, que pierda el aliento junto conmigo o se maraville de que todo pueda ser canto: lectores, Mozart y este Ariel unidos en busca de un sentido. Esa frase, “todo es canto”, alcanza mayor resonancia por tratarse de músicos ante la muerte y también de una sociedad que se derrumba ante las injusticias.
¿Tuviste algunas lecturas que te facilitaron el registro de la voz de Mozart en tu novela?
- Reconozco que fue un desafío encontrar el lenguaje adecuado. La mayoría de las lecturas para preparar la novela se hicieron en inglés (las memorias del médico Taylor, la correspondencia de Mozart, biografías de los compositores, análisis de las obras, historias de Francia e Inglaterra), aunque algo en francés e italiano. Además, he leído extensamente a novelistas, periodistas y memorialistas ingleses del siglo XVIII, y los tengo internalizados. Y también, aunque menos, a los franceses y alemanes, mientras que me he saltado casi toda la fastidiosa literatura española dieciochesca (no así el Siglo de Oro, especialmente Cervantes, “mi hermano mayor”, protagonista de una novela, Cautivos, que acaba de salir en inglés en los Estados Unidos).
Mozart hubiera escrito las experiencias de Allegro en su alemán natal, pujante y vital, así que transcribirlo en el castellano atildado y decadente de su época significó un escollo mayor. Pero he disfrutado algunas lecturas de ese tiempo (Jovellanos y Moratín, por ejemplo), las suficientes para disponer de una retahíla de vocablos y giros que facilitaron recrear la atmósfera del período. La voz de Mozart que finalmente me llegó desde quién sabe qué cielo, sin la cual no podría haber avanzado, no pretende ser absolutamente fiel al modo en que se hablaba y escribía en esos tiempos. Esa voz la siento inevitable y gozosamente contemporánea.
-¿Cómo trabajaste el tema de la vista y la ceguera para llegar a ese final de las vidas de Händel y Bach?
- La ceguera siempre me ha fascinado. De hecho, tengo una obra teatral todavía no estrenada, Ojos que no ven, que coloca la historia de Edipo en el contexto de las dictaduras y plagas latinoamericanas de nuestro tiempo. Y la idea de que las fotos pueden revelar lo que la vista desconoce (como en Las Babas del Diablo de Julio Cortázar o en mi propia novela, Máscara). Pero en este caso fue la historia la que me exigió adentrarme en ese tema, puesto que se trataba de un oculista que intervino, desastrosamente, en la salud de los dos genios musicales alemanes, de manera que se me hizo imperioso tratar el asunto a fondo.
El escritor que también nacionalidad chilena y estadounidense es, además, un reconocido activista de los derechos humanos y en sus novelas nunca descuida la historia, las reivindicaciones, ni la actualidad del mundo, en este caso de Estados Unidos, el país donde reside junto a su esposa: así, la política del presidente Donald Trump, el homicidio de George Floyd y las revueltas posteriores también dialogan con su literatura.
- ¿Tu ficción surge de esos espacios donde las biografías y la historia son porosas?
- Siempre me ha fascinado lo que no se cuenta, los vacíos y olvidos de la historia. Mi obra literaria surge a menudo del intento de rescatar lo que las versiones oficiales, las biografías, los obituarios, dejan de lado. Mis personajes, al rebelarse contra lo que el poder quiere ocultar, buscan gestar otro tipo de autoridad y “autoría”, la validez de una realidad paralela (tal como ocurre en mis cuentos infantiles o en mis poemas).
Esta estrategia es más fácil cuando se trata de personajes enteramente ficticios. Cuando estoy elaborando seres que tienen una existencia y peso histórico, que han dejado una marca, digamos, en el recuerdo colectivo, he debido tener un cuidado especial de que los huecos y entresijos que voy descubriendo quepan escrupulosamente dentro de una facticidad objetiva. Hago un esfuerzo descomunal para que los recovecos y trastiendas de las vidas narradas sean verosímiles.
- ¿Sentís que Allegro en este caso te permite varias reivindicaciones, sobre todo la de los padres, ya que todos son hijos de...?
- Tenía una deuda pendiente con Mozart, tan maltratado en Amadeus (aunque me gusta mucho el personaje de Salieri), de manera que esa es, en efecto, la primera reivindicación. Fue un placer desplegar a un Mozart inteligente, compasivo, abierto a los demás, sumamente observador, desamparado, muy trabajador. Y con respecto a la reparación entre generaciones, aunque recién me doy cuenta de ello a raíz de la pregunta: veo que los hijos de... no pueden enfrentar sus propios temores, y especialmente la muerte, sin haber llevado a cabo un encuentro con esos antecesores. Y ya que hablamos de familias, hago notar que uno de los temas principales del libro es la hermandad. La amistad de Mozart tanto con el hijo de Taylor y el hijo y la hija de Bach es de las cosas que más me gustan en la novela, como si todos ellos fueran mis propios hermanos, amigos ya muertos a los que rindo homenaje resucitándolos.
- En el final del libro transcurre el comienzo de la Revolución Francesa ¿Cómo ves lo que sucede en EEUU hoy?
- Mozart tuvo que crecer en una edad pre-revolucionaria, donde el siglo está a punto de generar revueltas y guillotinas. Y él mismo se encuentra en un momento crucial de transición para las artes, que intentan librarse de los aristócratas que, aunque sustentan a los creadores, a la vez les restringen su libertad. La novela abre en un salón de conciertos en Londres establecido por Bach hijo y su socio Abel que les permite ganarse la vida gracias a “suscriptores”, es decir, gracias al mercado y no a la merced de un mecenas. Y Allegro sigue más tarde en París, donde a Mozart lo desprecian y menoscaban los mismos que, dentro de poco, van a ser perseguidos y ejecutados por la Revolución Francesa. Como en El Siglo de las Luces de Carpentier, quise hacer paralelos con nuestra época. Por cierto, que no anticipé que mi novela saldría en América Latina en un tiempo de estallidos sociales como los que ha estado viviendo Chile y ahora, no tan sorprendentemente, los Estados Unidos.
En el tiempo de Mozart los “lores” y marqueses se sentían impunes y creo que lo mismo sucede con Trump, Bolsonaro, Orban, Putin, y tantos otros especímenes monstruosos que gobiernan demasiados países. Se creen sobre la ley. En el caso de Trump no cabe duda de que tal actitud -y su racismo, sus políticas anti-migratorias, su matonaje incesante, su admiración por la fuerza bruta y su odio a la ciencia y la inteligencia- han exacerbado la violencia ejercida por muchos policías que tampoco creen que tendrán que rendir cuentas.
Es muy alentador ver que el pueblo norteamericano está exigiendo responsabilidad de parte de las autoridades y que hay cada vez más esperanzas de que a Trump se le va a propinar una paliza colosal en las próximas elecciones de noviembre 2020, lo que, por cierto, es un alivio para mí y mi mujer Angélica, que vivimos aquí casi todo el año y hemos debido sufrir el trauma y pesadilla de su miserable reinado. Una lástima que tenga que morir George Floyd y tantos otros en este camino hacia la liberación.
Fuente: Télam
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