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Santiago M. Lugones había salido temprano de Buenos Aires. Se dirigía a su Santiago del Estero natal cuando, ante la inminente lluvia, decidieron frenar en Villa de María, una localidad que para mediados del siglo XIX era disputada entre Córdoba y Santiago del Estero. Allí conoció a Custodia Argüello y, por cosas del amor, se casaron enseguida. Al primogénito le pusieron Leopoldo y lo criaron en el catolicismo. A medida que la familia se agrandaba, ocurrían las mudanzas: Santiago del Estero capital, Ojo de Agua y finalmente Córdoba.
Por entonces, política y literatura eran parte de lo mismo. O mejor dicho: nadie osaba separarlas. Lugones empezó como periodista en El Pensamiento Libre, una publicación atea y anarquista, y fue uno de los fundadores del primer centro socialista de Córdoba. Por entonces, a sus poemas los publicaba con el seudónimo de Gil Paz. A los 22 años —otra vez: las cosas del amor— se casó con Juana Agudelo, por civil, como buen ateo reconvertido. Ya había coqueteado con Buenos Aires, conocía sus virtudes y sus tragedias. Decidió irse definitivamente.
Llegó con muy poco dinero y una carta firmada por el poeta Carlos Romagosa. Estaba dirigida a Mariano Vedia, director del diario roquista La Tribuna. Era una recomendación laboral. La carta decía: “Lugones es liberal rojo, exaltadísimo en todas sus pasiones y en todos sus propósitos: exaltación muy propia de su falta de experiencia”. Para aquellos hombres de negocios, el joven Lugones era un socialista que ya “se irá templando paulatinamente con los años y con los desengaños”. No se equivocaban.
2
Había fuego en la mirada de Lugones. Sin embargo, muchos insistían en que ese brillo era momentáneo. Incluso los que lo presenciaron. En su paso por Buenos Aires, Rubén Darío lo escucha en el Ateneo recitar su poesía. Queda maravillado; aunque quizás esa no es la palabra exacta. Le dedica un artículo en El Tiempo titulado “Un poeta socialista”. Escribe: “Es un fanático, es decir, un convencido inconquistable, al menos por ahora, que está en su sangre ardiente en su estación de entusiasmo y de sueños”.
Continúa así: “He leído sus versos y sus prosas. ¿Qué decir de ellos? Que tienen el pecado original de los árboles jóvenes. Hay exceso de savia en su producción. No ha llegado el tiempo de la poda. Cuando llegue, ¡qué otoño después de esta primavera!” Pero su literatura, su estética, no amaina. Al contrario, se erige en un modernismo cada vez más sólido. Sin embargo, lo que está en el centro de su obra —la ideología— y en los bordes —su vida política— empiezan a mutar. O quizás no: simplemente siguen el curso natural de las cosas.
Abandona las reuniones con los dirigentes socialistas y empieza a trabajar como periodista profesional en, ahora sí, La Tribuna. Con el segundo gobierno de Julio Argentino Roca, adquiere un puesto en el Ministerio de Educación y se consolida como figura clave para el trabajo de campo: viaja por el país, pero también va a Francia y a Suecia para analizar el estado de la educación allá, en el primer mundo, en el viejo continente. Vuelve a la Argentina con hojas llenas de anotaciones y con su cabeza colmada de ideas literarias.
Después de su muerte, pero también en vida, su obra fue muy influyente entre los escritores argentinos; Borges, por ejemplo. En el libro biográfico que escribió junto a Betina Edelberg titulado Leopoldo Lugones y publicado en 1955, se lee: “Decir que ha muerto el primer escritor de nuestra República, decir que ha muerto el escritor de nuestro idioma, es decir la estricta verdad y es decir muy poco”. Hay algo más que un nombre, algo más que una buena prosa o un cúmulo de ideas. En él conviven las contradicciones inexplicables de esta humanidad.
3
En diciembre de 1924, Lima era un horno. Leopoldo Lugones subió al escenario a paso firme, de plomo, sin titubear. Se acomodó los anteojos redondeados que llevaba puestos y pronunció un discurso emblemático. Ya era un escritor consagrado: meses antes había recibido el Premio Nacional de Literatura. Ahora, era el invitado de honor en la celebración del centenario de la Batalla de Ayacucho —enfrentamiento que significó el fin del dominio administrativo español en América del Sur— y no sólo Perú, todo el continente estaba de fiesta.
Frente a un enorme auditorio, Lugones dijo: “Señores: dejadme procurar que esta hora de emoción no sea inútil. Yo quiero arriesgar también algo que cuesta mucho decir en estos tiempos de paradoja libertaria y de fracasada, bien que audaz ideología”. El tono ya no era monocorde ni esquemático. Ya había tensión en sus cuerdas vocales. Los aplausos del público le otorgaban pausas para volver a la carga con el dramatismo. Con la mirada llena de fuego, dijo: “¡Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada!”
Es un discurso realmente emblemático donde dice, además, que la “consecuencia natural” de la democracia “fatalmente derivada” es “hacia la demagogia o el socialismo". La hora de la espada significa darle poder al ejército. En 1930, Hipólito Yrigoyen, el primer presidente elegido democráticamente —una democracia todavía en pañales—, sería derrocado por un grupo de militares encabezado por el teniente general José Félix Uriburu.
Según argumenta Horacio Sanguinetti en Leopoldo Lugones y la hora de la espada, el poeta argentino “teme a la democracia plebeya de Yrigoyen, a la clase política, que supone voraz y corrupta. La Semana Trágica lo desquicia por completo. Única salvación, le parece, es el ejército, donde existen disciplina, moral y jerarquía. Supone que lo único grande y heroico en nuestra historia ha sido la epopeya de la independencia, y sus autores no fueron los políticos sino los militares”. Su análisis era ése: el ejército debe encarrilar la vía patriótica.
El año anterior da un discurso en esa línea. Es una conferencia en el Teatro Coliseo de Buenos Aires donde habla de “la doble amenaza”. Por un lado, la amenaza externa: la siempre posible invasión de un país extranjero. Por el otro, la interna: los inmigrantes o, como dirá más tarde, “una masa extranjera disconforme y hostil, que sirve en gran parte de elemento al electoralismo desenfrenado”. Ese discurso recibió aplausos pero también el repudio de diversos dirigentes políticos. Alfredo Palacios, su amigo, no duda en calificarlo de chauvinista.
4
En una pensión del recreo del delta, en la confluencia entre el Paraná de las Palmas y el Canal de la Serna, el 18 de febrero de 1938, Lugones pidió una habitación. La número nueve le dieron, al final de la galería. Pidió también que lo llamaran a las diez de la noche para comer. ¿Habrá sido una coartada o realmente habrá pensado que quizás, tal vez, cuando la angustia mermara podía degustar algún plato ribereño, mirar el horizonte y planear una vida mejor? No, desde luego que no, eso era imposible. Esa noche se quitaría la vida.
La angustia que le carcomía los huesos nada tenía que ver con las catacumbas de la política, mucho menos con cuestiones ideológicas o partidarias o nacionales. Lugones se había enamorado y ese amor había sido impugnado. Conoció a Emilia Cadelago un día de 1926, cuando trabajaba en la Biblioteca Nacional de Maestros. Ella tenía 25 y él 52. Un amor furtivo que relampagueaba en un departamento de Retiro. Estaba casado y su hijo, “Polo” Lugones, no podía aceptar tal traición a su madre. Era un improperio.
“Polo” no era un simple hijo enojado. Había sido nombrado por el mismo Uriburu como Comisario Inspector de la Policía y fue quien introdujo la picana eléctrica como método de tortura. Su hija, Susana “Pirí” Lugones, teminaría detenida y desaparecida en diciembre de 1978 por el terrorismo de Estado de la última dictadura. “Soy la nieta del poeta y la hija del torturador”, solía presentarse “Pirí” quien —así son los reveses de la historia— fue torturada con el invento de su padre. Ése era “Polo” y así vivía la deshonra de su padre.
Con el Estado de su lado, los extorsionó. Primero habló con la familia Cadelago: Emilia terminó en Montevideo. Leopoldo Lugones no tuvo otra opción que aceptarlo. Pero no pudo. Intentó escribir. Estaba trabajando en una biografía de Julio Argentino Roca que jamás concluyó. Quizás sintió que su vida ya no tenía sentido. Se fue al delta, a San Fernando, y decidió terminar con todo. Antes de tomar la pastilla de cianuro sumergida en un vaso de whisky, escribió una carta profundamente política: “El único responsable soy yo de todos mis actos”.
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