Hola, ahí.
Cada vez que abro el placard pienso lo mismo: toda esa ropa ahí, para nada. Y, además, toda esa ropa de verano ahí, para nada. Trato de entusiasmarme en las mañanas a la hora de vestirme pero las ganas de estar cómoda, cierta flojedad de espíritu y la convicción de que sería una suerte de pantomima de normalidad vestirme como para salir pesan más que los consejos de autoayuda en tiempos de Covid-19, aquellos que recomiendan mantener el ritmo y los hábitos de los tiempos habituales. Mi ropa quedó en suspenso porque el mundo quedó en suspenso. Recién ayer, por ejemplo, advertí que tenía el pasaporte en mi cartera. Es una mochilita azul de cuero, con la que también viajo. Bueno, ahora en realidad es azul con manchas de alcohol, huellas de la temporada de pandemia pienso cada vez que la dejo sobre la bici de mi hija, cuando encaro el ritual de limpieza al volver de la calle. Bueno, en realidad ahora no viajo.
Regresé de viaje el 28 de febrero, fui a trabajar una semana, me autocuarentené otra semana por indicación médica, volví a trabajar de nuevo y desde el 20 de marzo estoy en casa, como vos, como todos. Salgo con cartera muy poquitas veces y casi no revuelvo en su interior del pánico que me da que entre el virus y se instale, así que todo este tiempo ese documento estuvo ahí adentro, inútil, como mi ropa en el placard. Sueño con viajar de nuevo y al rato me digo: ni loca. Me imagino reencontrándome con amigas en una cena y al toque me convenzo de que hasta que pueda volver a sentarme en algún lugar que no sea mi mesa va a pasar mucho tiempo.
Vivimos desesperados por salir y recuperar la libertad de movimientos pero, a la vez, sin ganas de hacerlo. Muchos empezaron a hablar del “síndrome de la cabaña”, esa fobia de resistencia a abandonar el lugar de arraigo que se manifiesta en taquicardia, sudoración y dificultad motora y toda clase de trastornos de ansiedad, depresión y estrés. En las ciudades que están volviendo a las calles, los especialistas aconsejan hacer todo paulatinamente y sin grandes exigencias. Finalmente, nadie debería sorprenderse de un ataque de pánico colectivo ante lo que estamos viviendo, ¿verdad?
Al mismo tiempo, hay quienes creen que en realidad no es pánico sino depresión por abandonar algo que finalmente no estaba tan mal. Algo de eso piensa el escritor español Isaac Rosa, que asegura que este parate general nos obligó a revisar prioridades y que, en realidad, no hay síndrome ni cabaña que nos perturben sino un razonable rechazo a volver a la vida ansiosa e hiperproductiva que llevábamos antes de que el coronavirus se convirtiera en el eje de nuestra existencia. Lo que nos pasa es en todo caso terror a tener que reincorporarnos a la línea infinita de montaje, digamos.
Con los cielos detenidos, y mientras comienzan a abrirse algunas fronteras, aparecieron números que dan la pauta del nivel delirante de acelere en el que estábamos sumidos. Contaba Rosa Montero en una nota sobre el tema que en 2014 se alcanzó por primera vez la media de 100.000 vuelos diarios en el mundo y cuatro años después, en 2018, la media de vuelos ya era de 120.000. El 25 de julio de 2019 se llegó al histórico récord de 230.000 vuelos en un día. “Íbamos embalados. Casi no quedaba cielo para tanto aparato”, escribió Rosa en su columna, en la que señalaba algo que hoy ya reconocemos todos y es que llevábamos años corriendo demencialmente como gallinas descabezadas. Bueno, ok, no se va a caer el capitalismo por esto, pero qué flor de cimbronazo.
Mirá ese cuadro con el que arrancamos y decime si no es hermoso. Si no es increíble esa figura, esos colores, ese velo desvencijado, ese gesto de melancolía cerrada. Decime si ese Batato de Marcia Schvartz no es la cara misma de la tristeza. Prometete ir a verlo cuando se abran las puertas de nuestra vida: está en el Malba. Mientras tanto, podés recordar a ese genio y podés leer sobre él y también sobre una de las más grandes artistas argentinas, pura potencia y estilo. Prometete también soñar con ir a París y visitar en el Pompidou este cuadro maravilloso de la excéntrica Tamara Lampicka, en el que se ve a su hija Kizette -a la que llegó a presentar como su hermana menor- en el balcón.
Esta semana se cumplieron 15 años de la muerte de Juan José Saer, un autor capital por el peso de su obra, la calidad de su prosa y la capacidad que tuvo de correrse de las tradiciones que aplastan: sus novelas, sus personajes, su estilo narrativo no se parece a nada de nuestra literatura.
Soy fan de El entenado, lo leí mucho, lo estudié con mi maestro Nicolás Rosa, pero mi novela favorita siempre será El limonero real y ese comienzo, único, inolvidable, con el “Amanece y ya está con los ojos abiertos”.
Lo entrevisté cuatro veces, una de ellas en público, durante una Feria del libro. De aquella vez no tengo más registro que un pequeño artículo en un diario que da cuenta del encuentro y destaca que la charla fue intimista, que Saer dijo que siempre quiso ser poeta y que el primer libro que leyó fue una versión para niños de Moby Dick. Me quiero matar cada vez que veo eso, me quiero matar, sí, cada vez que pienso cómo no anoté, como no guardé ese tesoro, cómo no me daba cuenta entonces de que alguna vez iba a querer recordar cada detalle y, al no tener documentada esa charla, no iba a poder decir más que: estuve con Saer.
Afortunadamente, otra de las entrevistas fue recuperada por Martín Prieto para un libro precioso que se llama Una forma más real que la del mundo y en la que hay una serie de conversaciones con el autor de Nadie, nada, nunca que hicimos periodistas y críticos a lo largo de los años. Es un panorama amplio en tiempo y temas y cuyo valor es indecible para todo lector de Saer. En la entrevista que le hice ese 4 de marzo de 1993, sobre el final, como una gran atrevida de poco más de 30 le pregunté:
-La verdad, Saer: ¿qué espera de sus libros?
-Que gusten, que duren, que queden. Me gustaría ocupar un lugar, pequeño aunque sea, en la literatura argentina. Me gustaría formar parte de la literatura argentina.
La misma atrevida, ahora de 59 le dice: deseo cumplido, Saer.
Todo documentado y ultradocumentado tenemos ahora los periodistas. Todo se graba, todo se registra, todo queda. En algunos casos es una maravilla eso, como en esta charla que tuvimos con con Martín Kohan días atrás en el programa de radio Vidas Prestadas. Hablamos sobre Me acuerdo, el nuevo libro que acaba de publicar Godot. Conversamos un buen rato entre otras cosas sobre el registro de la infancia, la diferencia entre autobiografía y lista de recuerdos, la figura del intelectual, el escritor como trabajador, la identidad judía en el barrio y me di un gustito personal: hablamos de Philip Roth.
Ah, otro gustito: a Martín también le gustaban los Sugus confitados. Es lo único que importa.
Antes de irme, y ya que hablamos del valor supremo de la ultraproductividad y del forever young: estoy terminando de leer Baño de damas, una preciosa novela de Natalia Rozenblum publicada por Tusquets que cuenta la historia de un grupo de amigas jubiladas que hacen vida de club por años, cada una con sus memorias del placer y el dolor a cuestas. “Estiró un párpado y pensó en los años en que la piel se sostenía sola y las manos se usaban para otra cosa”, dice la novela en un momento, como para que puedas espiar el tono de la narración.
En el presente a las amigas las reúne la pileta y las mantiene juntas una historia en común, pero algunas todavía tienen además proyectos sólidos y sueños vibrantes. La novela de Rozenblum es una ficción con cuerpos reales y deseos reales que se pregunta hasta qué edad nos merecemos disfrutar y te hace pensar en si el placer es un destino para el que a cierta edad nos quedamos sin pasaporte.
Que tengan todos un muy buen fin de semana largo, disfruten mucho, disfruten todo.
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