La pintura tiene dimensiones importantes, colores vibrantes y está llena de flores, sin embargo lo que destaca es la misma cara de la tristeza. Hermoso y distante, una figura de largas piernas cruzadas está sentada sobre un escritorio. Un naranja desteñido en su pelo, un velo turquesa irregular, la boca apretada y la mirada perdida en la melancolía. Hay un revólver en su mano izquierda.
En 1989, la argentina Marcia Schvartz le propuso al performer Batato Barea, artista de culto del under porteño, hacer un retrato de tamaño grande, dentro de una serie para la que ya había realizado obras similares con Gustavo Marrone (Gustavo Marrone en su atelier, 1988) y con su propia hermana (Kiki Laplume entre las flores, 1986). Los retratos incluían objetos de la vida cotidiana que la pintora pedía a sus modelos que llevaran especialmente a las sesiones.
La pintura de Batato fue realizada en el taller de Schvartz y ahí quedaron plasmados para siempre los anillos y collares que él mismo confeccionaba, una estola de piel, la pistola de plástico, un payaso y un osito de juguete, una piraña de utilería y un vaso telescópico de plástico, todos objetos que utilizaba en sus actuaciones. Las piernas cruzadas son una pose habitual de los personajes retratados por esta artista.
Batato Barea nació como Walter Salvador Barea en Junín, 30 de abril de 1961 y murió de sida en Buenos Aires el 6 de diciembre de 1991. Como escribió Cristina Civale, se fue convirtiendo en una estrella ya en el recordado trío que conformó junto a Alejandro Urdapilleta y Humberto Tortonese, “con quienes animaban las trasnoches del Parakultural, o en sus representaciones en solitario en incontables performances en las cuales desplegaba su histrionismo andrógino a través de palabras ajenas o propias”.
Así describe la obra la la curadora y ensayista Andrea Giunta en la página del MALBA, el museo que alberga la pieza: "Más allá del velo, el collar, las pieles y las ropas femeninas que envuelven su cuerpo, el cuello, la barbilla, las manos y los pies (a pesar de las uñas pintadas) denotan un cuerpo masculino. Schvartz lo representa con un payaso, un osito de juguete y un revólver en la mano izquierda. Todo pierde peso, o expresa una condición transformista, cuando las inmensas rosas se despegan de la pared y avanzan en el espacio. El retrato remite al café Einstein, al Parakultural o a Cemento, espacios en los que transcurre una escena under que pronto va a filtrar a la de las artes visuales”.
Celebrada y premiada, Marcia Schvartz (Buenos Aires, 1955) es una de las figuras clave de la pintura argentina de los años 80. Estudió en la Escuela Nacional de Bellas Artes “Manuel Belgrano” y luego pasó por los talleres de grabado con Aída Carballo, serigrafía con Jorge Demirjian y pintura con Luis Felipe Noé. Militante de la Juventud Peronista, durante la última dictadura se exilió en Barcelona. obra creció en el marco del regreso de la democracia. La suya es una obra sumamente personal en la que al tiempo que abreva en ciertas formas de la tradición pictórica del siglo XX, con algo de Berni en sus personajes y temas locales, es posible rastrear influencias de Egon Schiele y la Nueva Objetividad alemana.
La obra se presentó en 1990 en el Museo de arte Moderno y fue en realidad una instalación / presentación. En la performance, realizada en el marco de la muestra colectiva “Los 80 en el MAM”, Batato estaba vestido igual que el cuadro que lo representa. Sentado junto con Nené Bache, su madre, tomaba el té delante del cuadro de Marcia Schvartz. A propósito de su Batato, dijo en una entrevista de 2007: “Yo creo que todo ese tiempo que él estuvo posando y yo pintando y hubo una onda muy fuerte entre nosotros, todas esas horas están ahí. La pintura es como tiempo congelado pero también es una ventana hacia otra dimensión”.
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