Leopoldo Marechal nació el 11 de junio de 1900 y murió el 26 de junio de 1970 en la misma ciudad, cuyo nombre forma parte del título de su novela -una de las más importantes de la literatura argentina- Adán Buenosayres, obra que cinco intelectuales destacan en este recuerdo del escritor a 120 años de su nacimiento y a 50 de su deceso.
Para entender la vida (y la muerte) de Marechal, como en el “viaje a la semilla”, se puede empezar por las pocas personas que participaron en el velatorio en la SADE, como recuerdan Mario Goloboff y Vicente Battista, dos de los no “más de veinte” que estuvieron presentes aquella mañana del 27 de junio de 1970, en Liniers.
Goloboff (Carlos Casares, 1939) señala que “todavía sus amigos de Martín Fierro, de la vanguardia, de la elite, no le habían perdonado su participación en los gobiernos de Juan Domingo Perón”.
Pero además, muchos escritores lo creyeron muerto desde antes o viviendo en Europa, luego del 55. Sin embargo, Marechal había elegido el destierro en medio de su patria: “Elbia y yo tomamos una decisión tan heroica como alegre; encerrarnos en nuestra casa y practicar un ‘robinsonismo’ amoroso, literario y metafísico”, decía el escritor.
En Argentina, el narrador se había vinculado a los grupos Proa y Martín Fierro y a partir de 1926 en Europa se relacionó en España con La Gaceta Literaria y Revista de Occidente, en Francia con los pintores y escultores del llamado Grupo de París: Antonio Berni, José Fioravanti y Lino Eneas Spilimbergo, entre otros. En 1928, ya de vuelta a Argentina, fue redactor en los comienzos del diario El Mundo.
Marechal, además de haber sido poeta, dramaturgo, novelista y ensayista, fue también maestro, bibliotecario y profesor de enseñanza secundaria. Visitaba con frecuencia el campo de su tío en Maipú, donde era llamado por los lugareños “Buenosaires”.
Cuenta el crítico y novelista Noé Jitrik (Rivera, 1928) que recién leyó el Adán Buenosayres seis años después de su publicación, cuando Contorno dio un paso adelante en la crítica de la narrativa argentina, y que lo inquietó la ubicación itinerante en la calle Gurruchaga.
“Yo la conocía bastante bien y de alguna manera Adán, al caminar desde Monte Dinero hacia Corrientes, reproducía mis propios pasos por esa calle”, relata Jitrik y se sorprende: “Pero lo que yo no vi lo vio ese poeta y le extrajo un misterio a lo que estaba ahí, cotidiano y elemental, con melancólicos restos de un pasado criollo, todavía, en la data de esos paseos, cerca de un Arroyo Maldonado que alguno de sus contemporáneos había visto como la residencia de un mítico malevaje”.
“A la estatua que coronaba la modesta iglesia la llamó ‘El Cristo de la Mano Rota’, que era como darle una jerarquía que a Samuel Tesler le podía inspirar vagos apuntes teológicos. Me fascinó ese vagabundeo, ese despertar de una ciudad en apariencia dormida, no entré en las claves alusivas, fue simplemente un deslumbramiento que las divagaciones a lo místico apagaban sin piedad. Tanto que me puse a escribir un texto del que me arrepentí años después y se lo dije cuando parecía que podríamos iniciar una conversación que se denomina ‘Amistad’ y que la muerte interrumpió,” evoca el crítico.
“Marechal esperó muchos años para que se reivindicara Adán Buenosayres -señala el sociólogo y profesor de Teoría Estética Horacio González-. Tuvo gran popularidad Megafón o la guerra más de dos décadas después. El espíritu burlesco, alegórico y pantagruélico estaba en las dos obras, pero la primera era un balance generacional de las vanguardias de los años veinte y la segunda un roce con el nervio oculto de las vanguardias políticas de los setenta. En ambas vibraba un espíritu utópico, un cristianismo primordial y una metáfora de las catacumbas dolientes de la historia de un país”, resume el ex director de la Biblioteca Nacional.
En 1929, Marechal, durante su segundo viaje a Europa había publicado Odas para el hombre y la mujer, y escrito los capítulos iniciales de Adán Buenosayres. En su retorno a la Argentina en 1936, conoció a su primera esposa, María Zoraida Barreiro a quien le dedica Laberinto de amor. En 1939 publica su poética En Descenso y ascenso del alma por la belleza. Enviudó en 1947 y en 1950 conoció a Elbia Rosbaco, musa de sus nuevos poemas.
El filósofo y escritor José Pablo Feinmann (Buenos Aires, 1943), además de recordar que la mirada estética y filosófica de Marechal se encuentra condensada en su poemario Cuaderno de navegación (1966), recuerda el impacto íntimo que le causó la lectura de la novela.
“Me faltaba una sola materia para terminar la carrera de Filosofía. Había una optativa que me interesaba: Historia de la Literatura Argentina. Di el examen final sobre Adán Buenosayres. Antes de darlo leí -por supuesto- muy bien la novela. Me recostaba en un sillón viejo, ponía las piernas sobre una pequeña mesa, una lámpara cerca y leía apasionadamente. Es que la novela me resultaba apasionante”.
“Disfruté con las disquisiciones de Samuel Tesler, con el viaje a Saavedra y con el lenguaje ampuloso de Marechal. Cuando llegué al final casi reviento de risa. Decía: ‘Solemne como pedo de inglés’. Era el año 1968. Rendí la materia, me saqué una buena nota y me recibí. Desde ahí quiero a Marechal”.
Por su parte, otros de los escritores que tuvo una amistad hasta el final de la vida del escritor fue Vicente Battista (Buenos Aires, 1940), quien recuerda las reuniones en el departamento del escritor, en Rivadavia al 2300, los jueves a partir de las diez de la noche. “Ahí llegábamos los que entonces éramos los jóvenes de El Escarabajo de Oro y ahí estaba él esperándonos junto a Elbiamor, su musa y compañera”.
“No es poca cosa: se trataba de uno de nuestros mayores poetas y era nada menos que el hombre que con su novela Adán buenosayres había puesto patas arribas a la literatura argentina, señalando nuevos caminos para la narrativa en este rincón del mundo. Una vez por semana entrar a ese departamento era como entrar a nuestro Parnaso, que no se situaba sobre un monte griego sino a pocas cuadras de Plaza Once”, recuerda el autor de Siroco.
“Mientras cargaba meticulosamente su pipa, Marechal sugería un tema para discutir y a partir de ahí, pasábamos horas y horas hablando de teatro, de cuento, de novela, incluso nos atrevíamos a ingresar por los meandros de la filosofía y de la teología y también, claro está, proponíamos fórmulas para arreglar las injusticias de este mundo”.
“Confieso que esas noches fueron una de mis mejores escuelas, no en vano tuve el privilegio de escuchar las palabras de un hombre sabio, porque eso era Marechal, un hombre sabio y generoso, al que bien describen aquellos versos de Machado: ‘más que un hombre al uso que sabe su doctrina, era, en el buen sentido de la palabra, bueno’”, concluye Batista.
Fuente: Télam.
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