Sylvia Iparraguirre: “En los 80 y los 90 las mujeres no éramos competencia para los escritores varones”

La reconocida autora argentina habla de su libro “La vida invisible”, en el que narra su camino como lectora y anticipa su próxima novela, “Antes que desaparezca”. Además, cuenta cómo era publicar cuando el mundo literario tenía protagonistas masculinos y recuerda amorosamente a Abelardo Castillo, su compañero durante 47 años. “De Abelardo extraño todo”, dijo en esta charla que, por momentos, emociona en su desborde de literatura y pasión

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Ya desde muy chiquita, en la vida invisible de Sylvia Iparraguirre la lectura dominaba la escena: “En ella convivían ballenas blancas, castillos de Escocia, momias y pirámides, los caballeros del rey Arturo, un hombre naufragado en una isla desierta”. De esta alianza indestructible con mundos de ficción creados por otros habla Iparraguirre en el comienzo de La vida invisible (Ampersand), un libro delicioso en el que repasa su formación como lectora mientras, necesariamente, repasa su autobiografía: su infancia cuidada en Junín, su llegada a Buenos Aires, a un pensionado de monjas, su ingreso a Filosofía y Letras, su experiencia como alumna de Borges y su encuentro temprano, crucial y para siempre con Abelardo Castillo (1935-2017) uno de los mayores narradores de la literatura argentina y gran maestro de escritores, bastante mayor que ella y quien, como cuenta en esta charla, le dio el gran impulso para saltar desde la lectura a la escritura.

Sylvia acaba de terminar una nueva novela cuyo título es Antes que desaparezca y esta novedad se nota en el entusiasmo con que diversos episodios de ese texto que aún no vio la luz se cuelan en sus palabras durante el diálogo, un entusiasmo que vibra en su voz al otro lado del teléfono. Es domingo a la noche y la charla sale al aire en Vidas prestadas, programa de Radio Nacional. Se la escucha serena y vital, pura actividad, reflexión y memoria. Hoy ser mujer y escritora tiene otra respuesta en la industria editorial: ella recuerda muy bien los tiempos de menosprecio en los que, con cierta condescendencia, se buscaba confinar a las autoras a los temas vinculados a “los pájaros, las flores y los niños”. “No éramos competencia para los varones. Era una época en la que se discutía si había una literatura femenina; constantemente había mesas acerca de si existía o no una literatura femenina, y existía el absurdo de ver si había diferencias de lenguaje entre la literatura escrita por hombres y la escrita por mujeres”.

¿Y cómo recuerda hoy la autora de la premiada novela La tierra del fuego a su compañero de vida y pensamiento durante casi cinco décadas, tres años después de su muerte? Así: “De Abelardo extraño todo. Todo. Extraño el abrazo. El estar sentados de la mano mirando una película. Extraño las conversaciones delirantes sobre literatura a cualquier hora (...) Nos divertíamos como locos. Mirá, ha sido el hombre que más me ha hecho reír en mi vida”.

Lo que sigue es la reproducción de una charla de cuarentena que por momentos emociona en su desborde de literatura y pasión.

— ¿Cómo estás Sylvia? ¿Cómo estás llevando este tiempo tan raro?

— Bueno, digamos, de puertas adentro de mi casa muy bien. Escribiendo, leyendo, dando clases vía Zoom. Muy bien dentro de lo que sucede, ¿no? Que es terrible, global, es mundial, que nos pone frente a algo tan inédito para la especie te diría. Terminando una novela, ya está terminada, bah, corrigiendo, y leyendo muchísimo en el silencio que hay ahora, que es una maravilla. Pero ya te digo, siempre en el contexto cerrado de mi casa. Qué quiero decir con esto, que soy consciente del privilegio de poder tener una casa donde puedo caminar, donde tengo casi 7.000 libros, donde miro series, donde escribo, leo. Es decir, soy una privilegiada realmente.

— En La vida invisible, entre las cosas que contás está tu afición a la ciencia ficción, sobre todo en determinado momento de tu vida. Habías empezado por Bradbury, tuviste la oportunidad luego de conocerlo. Fuiste gran lectora de ciencia ficción. Y estamos hablando de algo tan inesperado como es esta pandemia, como es este virus, como es esto que nos está pasando a nivel global, en donde la ciencia ficción aparece todo el tiempo como un referente.

— Bueno, mirá, precisamente el curso que estoy dando de manera particular es acerca de la novela distópica. La novela que se cruza con la ciencia ficción pero que es la utopía al revés. O sea, distopía quiere decir en griego mal lugar, lugar desagradable. Lugar malo para habitar. Y a partir de principios del siglo XX, con una novela que pocos conocen que se llama Nosotros, de Zamiatin, Yevgueni Zamiatin, un ruso…

— Una novela que nombrás en tu libro.

— Sí, a mí me encanta. Además es inaugural. Es del año 1920,1921. Y de la cual toma Orwell todo, él lo dice por otro lado para 1984, que junto con Fahrenheit 451 de Bradbury y Un mundo feliz de Huxley hacen la trilogía de las distopías más famosas del siglo XX. Pero toda la estructura de la novela, los personajes, todo lo de 1984 Orwell lo toma de Zamiatin, es casi exacto.

— Según contás en tu libro, en la novela de Zamiatin aparece todo lo que tiene que ver con el totalitarismo que se iba viendo venir después de la esperanza de la revolución rusa.

— Exacto. Lo que es curioso es que Zamiatin, como Anna Ajmátova, como Marina Tsvetáyeva, eran de esa generación que se entusiasmó, no, entusiasmarse es un verbo frívolo al lado de lo que pasaba.

— Sí, entiendo, se comprometió.

— Se comprometió con la revolución rusa porque la situación era insostenible. Vos pensá que en Rusia el 90 por ciento de los campesinos eran analfabetos, no comían, no tenían nada, nada de nada. Acá ni siquiera podemos imaginar esa situación porque era tipo medieval. O sea que la revolución es recibida por estos intelectuales con alegría. Y Zamiatin escribe esta cosa visionaria antes incluso de la muerte de Lenin, porque Lenin en su testamento había advertido que no le dejaran la Secretaria del Partido Comunista a Stalin, porque él ya sabía cómo era Stalin. Y bueno, Stalin igual tomó el poder y al poco tiempo se supo lo que era Stalin. Pero Zamiatin estaba por la revolución. Y fue esa generación, como la de Pasternak, que se sintió muy frustrada. Y él muere después en París. Nosotros solo se publicó en francés.

— ¿Esta novela se consigue en castellano?

— Sí, sí, totalmente. Hay una edición relativamente nueva incluso ahora con un excelente prólogo de Pablo Capanna (N. de la R.: publicada por editorial Miluno). Esta novela es inaugural de las distopías autoritarias del siglo XX. Se vio venir algo que realmente lo palpitó. Pero además de eso está el panóptico, porque en Nosotros los edificios son de cristal, a la gente se la ve las 24 horas del día. La gente no tiene nombre sino número. Pero aparte tuvo una astucia literaria mucho mayor, que a veces ocurre con la ciencia ficción que se pone muy cerca el futuro. Por ejemplo, Orwell lo situó en 1984, y 1984 es ya. Ridley Scott en una de mis películas favoritas sino la más, en Blade Runner, pone Los Ángeles 2019. Y ya el futuro pasó por arriba. Esto no invalida nada. Pero Zamiatin lo pone alrededor del año 3.000.

— Ah, mirá vos. Bastante más lejos.

— Sí. Así que bueno, yo creo que justamente lo que nos está pasando tiene como un aura distópica.

— Ahora, sos lectora, crítica, docente y trabajás con este género, ¿pero escribiste ciencia ficción?

— ¿Yo escribir ciencia ficción? No, no, no. Yo soy feliz lectora de ciencia ficción (risas). No, no podría. Podría haberlo hecho como ejercicio, pero soy tan feliz lectora que no, me quedo en mi lugar, el que me corresponde. Lo leí siempre. Siempre he disfrutado, hay maestros como Arthur Clarke, como Stanislaw Lem, Solaris, que para mí es un monstruo. Como, bueno, Philip Dick, que es más ciencia ficción. Philip Dick lo que pasa es que tiene ideas extraordinarias, después las novelas, como aquella en la que está basada Blade Runner (N. de la R: ¿Acaso los androides sueñan con ovejas eléctricas?), no son tan extraordinarias, la película la hizo extraordinaria.

— ¿Y Ursula K. Le Guin te gusta?

— También, muchísimo. Uno de los acápites de mi nueva novela es de ella, que dice: “La verdad nace de la imaginación”. Y es de La mano izquierda de la oscuridad.

— Sos autora de grandes libros de cuentos, siempre recuerdo Probables lluvias por la noche. Tu primera novela es El parque, ¿la última es Encuentro con Munch?

— Sí, Encuentro con Munch es la última novela. Pero esta que estoy terminando viene a cerrar una trilogía de novelas que empezó con El muchacho de los senos de goma. Después vino La orfandad. En el medio, dos libros. Y ahora esta tercera que se llama Antes que desaparezca y que es la que cierra esa trilogía que empezó en el 2007.

— En 1998 se publicó tu novela La tierra del fuego, que hoy la rompería en las redes sociales. Fue una novela de la que todo el mundo hablaba, que cuenta la historia de Jemmy Button, este indio yámana que Fitz Roy se lleva a Londres. Y que fue una novela en la que empezabas a trabajar la idea de la crónica de viaje, que también está en Encuentro con Munch. ¿El viaje es un tema importante para vos y para tu narrativa, no?

— Sí, sí, absolutamente. Además soy lectora de libros de viajes. Pero La tierra del fuego fue un libro tan afortunado, que me llevó a tantas partes. Desde la Feria de Chicago, por ejemplo, de 2001, donde conocí a gente impresionante. Estuve en mesas con escritores como Joyce Carol Oates, y a Lawrence Ferlinghetti, en La vida invisible está la foto. Esa novela me llevó a Frankfurt, a Londres, a París. La última traducción fue al árabe. Está traducida al griego también, al hebreo. Pero es un libro que sigue adelante de una manera… Ese libro y El país del viento, que son también cuentos de la zona patagónica, y lleva quince ediciones.

— Impresionante.

— Yo me sorprendo.

— Estamos viendo en este momento una proliferación gigantesca de producción de literatura escrita por mujeres. Es como si las editoriales hubieran empezado a poner los ojos en esto a partir del tremendo movimiento de mujeres en el mundo. Por eso te quería preguntar cómo era ser mujer y escritora cuando no se publicaban libros de tantas autoras.

— Mirá, era una época donde se discutía si había una literatura femenina; constantemente había mesas acerca de si existía o no una literatura femenina, y existía el absurdo de ver si había diferencias de lenguaje entre la literatura escrita por hombres y la escrita por mujeres. Yo he escuchado decir a escritores de la vieja generación que no les interesaba la literatura escrita por mujeres, que seguían confinadas un poco a esa idea prejuiciosa de que las mujeres escribimos sobre las flores, los pájaros y los niños. No éramos competencia para los varones. La idea general era que los varones estaban entonces en búsquedas formales. Salía la novela de Fulano y todos estaban con eso de que Fulano había buscado una forma o una fórmula novedosa, o se esperaba la novela de tal o cual y las mujeres seguían por un camino paralelo. Con condescendencia pensaban todavía que las mujeres eran buenas en ese campo de las flores, los pájaros y los niños, como si nadie hubiera leído a Chejov, para quien no existían los temas menores sino cómo eran tratados. Ahora eso cambió de una manera radical. Ahora quieren sacar literatura escrita por mujeres y todos los intereses de las mujeres importan.

—¿Tu nueva novela recupera algo de tu historia como escritora?

-Mi nueva novela es muy autobiográfica, en el sentido de que la historia es que estoy dando un curso en el MALBA y en el fondo veo a una ex compañera mía, amiguísima, de cuando teníamos 18 años y vinimos a estudiar a Buenos Aires, y estábamos en el mismo pensionado de monjas, a tres cuadras de donde yo vivo ahora, donde vivimos con Abelardo desde el 95, acá en Hipólito Yrigoyen. Y trata justamente de quiénes éramos nosotras en ese momento, ¿no? Estuve tratando de reconstruir a esas mujeres tan jóvenes y tan diferentes y venidas de ciudades del interior, entre comillas. Te voy a decir una cosa que tal vez es un poco individualista, pero yo no pensaba ser escritora, yo vine a hacer la facultad, Letras, la historia de la literatura, yo quería que me ubicaran los libros que había leído así, sin ton ni son, sin ningún marco.

— Que te dieran como un orden, una organización.

— Claro. Necesitaba eso. Bueno, lo que pasa es que lo conocí a Abelardo muy joven, a los 21 años, y él me animó. Yo escribía sí, secretamente y demás. Entonces la escritura empezó siendo una cuestión muy personal. No tuve dificultades. Es decir, siempre me consideré, y ahora que lo soy, ya puedo decirlo con cierta libertad, siempre fui una mujer libre. Considero que la libertad es fundamentalmente mental, que uno tiene que trabajar su propia libertad desde adentro, no con slogans, no es hacia afuera, aunque respeto todo, me parece fabuloso lo que está pasando, francamente es imponente, irreversible, es una especie de tsunami mundial que sacudió todo, pateó el tablero pero de manera imponente, y acá en la Argentina en los últimos 5, 6 años, fue impresionante. Acá empezó todo con una cosa muy sólida de Ni Una Menos y después siguió y he aprendido muchísimo de las chicas ahora. Yo recuerdo que cuando publiqué mi primer libro hubo alguien, no era un varón precisamente, que insinuó que Abelardo me escribía o qué sé yo.

— Estuviste casada con Abelardo Castillo durante muchos años.

— 47 años nada menos.

Sylvia Iparraguirre y Abelardo Castillo
Sylvia Iparraguirre y Abelardo Castillo vivieron juntos 47 años: compañeros en la vida y en la literatura.

— Entonces decías que alguien sugirió…

— Algo como que a mí me ayudaba Abelardo, o que me lo escribía. Es decir, nunca me molestó que me dijeran “la mujer de Abelardo”. Yo estaba orgullosísima, estaba enamoradísima. Jamás me importó que me dijeran que era la pareja de, o que era la mujer de, o que estaba opacada por, jamás fue así. Nunca. Nunca hubiéramos podido lograr una pareja tan larga si hubiera sido así.

— ¿Pero sentís que terminaste siendo escritora porque estuviste en pareja con Abelardo Castillo?

— No, Abelardo me dio un impulso impresionante. Me instó a escribir. Me deshizo noblemente los tics de la facultad. Era un tipo que había leído infinitamente, entonces yo tenía muchos clichés de la facultad, mucho fetichismo del libro. Él me hacía pensar, me los bombardeaba. Vos pensá que de los 22 a los 35 hay una distancia.

— Claro, que era la edad que ustedes se conocieron. Él era mucho más grande.

— En aquel momento, en el ambiente, y cuando vos circulabas, los tipos te decían cosas; siempre hemos pasado las mujeres por las mismas situaciones. Lo que pasa es que había una impunidad total en ese sentido. Pero, digamos, yo particularmente siempre lo manejé al tema. No te digo que no me hayan pasado cosas desagradables como a todas las mujeres, pero era un momento en que por supuesto en el campo de la literatura, yo le decía a Abelardo y le decía a mis amigos escritores varones, “ustedes cuando sale un libro de una mujer no compiten, no es competencia, compiten entre ustedes”. Es decir, suponete, en los 80, en los 90, estaba todo el mundo muy preocupado de que alguien sacara un libro si era un autor varón, no éramos competencia las mujeres. Me acuerdo de que tanto en los jurados como en las comisiones, como en las instituciones de literatura y qué sé yo estaban todos preguntando “¿che, a quién ponemos para el cupo?”, ¿viste? Era una cosa obligatoria.

— Sí, pero eso recién cuando empezó a haber cupo, Sylvia (risas).

— Cuando empezó, obvio.

— Porque antes ni siquiera eso.

— Antes no, absolutamente. Y desde ya, había una impunidad en el trato, en decirte cosas, en, justamente hay una parte de la novela en la que me divierto mucho, perdón la referencia a esto.

— Me encanta.

— Sí, sí, sí, me meto de cabeza. Hay una parte en la que hablo de la protagonista y digo que, bueno, el campo de experiencia con los varones se extendió en la facultad. Te estoy hablando de la facultad de fines de los 60, en el 68. Y que enseguida ella entendió que había dos fuerzas tremendas que iban parejas, que eran el sexo y la política, la militancia. Y bueno, entonces me divierto mucho haciendo una pequeña lista de todo lo que los varones me decían y me enseñaban y me indicaban. Desde brutalidades hasta “te voy a explicar", “te voy a decir”, “vos no entendés”, “no te das cuenta”, “no leés”, o “leés bastante bien para tu edad”, o "flaca, vos sos loca viviendo con las monjas”. Todo tipo de cosas, ¿no? Pero igual rescato que yo tuve grandes compañeros de facultad. Siempre me gustó el sentido del humor de los varones, que se pueden reír de sí mismos. Se ríen de sus defectos.

— Algunos.

— Algunos, no todos, no todos.

La vida invisible es un libro autobiográfico, pero también es un libro de crítica, es un libro en el que aparecen muchos textos y muchas ideas directamente pensadas a partir de esas lecturas porque además sos una profesional de la lectura. En un momento contás que, cuando se cumplió el primer aniversario del asesinato del Che Guevara, hubo una toma de la facultad. Y decís que fue algo que te tocó mucho pero que no es momento para hablar de eso. Pero yo soy periodista, quiero que me cuentes qué pasó ahí.

— Qué perspicaz. Porque lo puse porque era imposible no ponerlo pero al mismo tiempo no era el lugar para… Ese lugar es este nuevo libro, justamente. Hacía muy poco, hacía un año que estaba en la facultad. Así que fue una noche… Es decir, hay que retrotraerse mucho, era la dictadura de Onganía, que clausuró los sindicatos, los partidos políticos, la facultad. Yo me acuerdo que había que entregar la libreta a un tipo de la Federal para poder entrar a la facultad, allá en Independencia. Y bueno, bajábamos de un práctico de Latín, yo acá pongo que era de Griego pero era Latín creo, con una amiga y había tomas clandestinas, el centro de estudiantes era clandestino. No podía haber centro de estudiantes. Ese aniversario de la muerte del Che se toma la facultad. Era todo relámpago en aquellas épocas, hasta las volanteadas. Me acuerdo que había una táctica para que hablara un orador, un alumno ponele en una asamblea, que era hacer una espiral grande alrededor de él, grande, grande, cosa de que cuando la policía empezaba a tratar de atraparlo desde afuera, pudiera decir todo antes de escapar, digamos.

(Gentileza: Sylvia Iparraguirre)
(Gentileza: Sylvia Iparraguirre)

— Claro.

— Ahora, yo era muy joven y no tenía una participación política porque venía de Junín, no tenía formación política en el sentido de lo que yo percibía en la facultad, o sea, era todo ojo y oído. Bueno, el hecho es que se toma la facultad clandestinamente, se cierra la puerta, se la tranca, era de hierro y vidrio, la policía igual rompió y tiró las granadas de gases lacrimógenos. Nosotros estábamos bajando en ese momento de un práctico que terminaba a las ocho de la noche, que era un horario muy concurrido de la facultad, hablo de Filosofía y Letras.

— Sí.

— Y bueno, los chicos del centro de estudiantes quemaron el quiosco de Eudeba para contrarrestar el gas lacrimógeno. Éramos muchísimos en el hall que bajábamos por las escaleras sin saber lo que pasaba y subía otro gritando que la Federal estaba rodeando todo. Entonces, lo voy a hacer sintético, corrió la bolilla de que había que correr hacia el fondo, la facultad tenía una entrada principal por Independencia, y hacía una L y salía por un gran corredor a la trasversal, a Urquiza. Entonces se empezó a correr la bolilla, todo muy frenético, con el gas y con las llamas, porque además después vinieron los bomberos ya casi en el acto y entraron a tirar agua a través de la puerta, no podían entrar todavía. Entonces todos en masa corrimos para salir por Urquiza cuando vino una especie de contra ola y dijeron que no saliéramos porque en Urquiza había un celular de la policía o del ejército, abierto de par en par de culata y porque a los que salían los agarraban y los metían ahí. Y bueno, corrimos con mi amiga, íbamos de la mano, y cuando pasa esto los chicos, los varones, subían por el techo. Nosotras cuando se dijo eso corrimos con unos veinte o treinta entre chicas y chicos a refugiarnos en la biblioteca porque, digamos, al menos el decano podría haber hecho el gesto de decir, vos sabés que el ámbito universitario es un territorio al que no puede entrar la Policía.

— Porque la UBA es autónoma, sí.

— Es autónoma, es un territorio autónomo.

— Bueno, pero estábamos en dictadura, ¿no?

— Estábamos en dictadura pero además nadie se quedó en la facultad. Ni los bedeles, ni el decano, ni los profesores ni nadie. Los únicos que se quedaron en la facultad esa noche fueron los bibliotecarios. Y nosotras corrimos, subimos al primer piso, nos refugiamos entre los anaqueles. Me acuerdo que estábamos ahí desorbitadas. Yo estaba un poco como en la montaña rusa, como en un peligro que me parecía irreal porque nunca me había pasado nada; mi hermana y yo fuimos chicas muy cuidadas, viste.

— ¿De esto vas a hablar en tu próxima novela?

— Sí, es un capítulo, es un capítulo. Te estoy dando un anticipo.

— Maravilloso. ¿Y Borges también va a estar? Fue tu profesor.

— Sí, está, está de manera lateral pero está también la mención porque Ma Mère, en francés, la monja donde yo estaba, la directora digamos, tenía locura con Borges. Era una época en la que todas las señoras que tenían una tertulia, un salón, una cosa culturosa, lo querían agarrar a Borges y sentarlo en una silla.

— Claro, claro, y tenerlo para ellas, para que les charle (risas).

— Sí. El pobre Borges hacía esas concesiones. Yo lo conocí bastante y te digo que estaba indefenso.

— A mí me contaron una vez que Silvina Bullrich lo retaba porque él no cobraba por esas actividades.

— Bueno, la Bullrich era tremenda. No la conocí, pero sé que era bravísima. Él estaba enamorado de ella y ella le decía brutalidades. Él le decía cosas románticas como que “anoche pasé por tu balcón, por tu ventana”, y ella le decía “ay, estaba con mi amante, no sé qué”. Era una bestia.

(Risas). Sí, es así, es así.

— Y tomaba mucho whisky, según me dijeron. Pero bueno, Ma Mère era fanática de tenerlo a Borges. Yo lo había leído con devoción en el colegio…

— Desde Fervor de Buenos Aires, que según contás en tu libro fue lo primero que leíste, sus poemas.

— Exacto. No me acuerdo de nada, solo de él, de verlo, porque era una cosa que me había trastornado verlo. Bueno, ella estaba tan fascinada que yo le di un alegrón porque después de las vacaciones de julio me fui a anotar a la facultad y cuando veo la oferta de materias para ese cuatrimestre no lo podía creer, así que salí volando a anotarme, y fue el último año que dio clases.

(Gentileza: Sylvia Iparraguirre)
(Gentileza: Sylvia Iparraguirre)

— Estuvimos hablando un poco de Abelardo, de lo que significó el cambio en tu modo de leer, de lo que significó él como gran impulso a la hora de escribir, y te quiero preguntar algo que es triste. ¿Qué es lo que más extrañas de él?

— Bueno, de Abelardo extraño todo. Todo. Extraño el abrazo. El estar sentados de la mano mirando una película. Extraño las conversaciones delirantes sobre literatura a cualquier hora. Nosotros, qué sé yo, él estaba con su libro y yo con el mío pero él empezaba “escuchá esto, escuchá esto”, y yo decía “no, dejá que yo estoy en la mía, estoy leyendo otra cosa”. Y él me leía, y yo le leía, o a veces cuando estaba muy cansado o había jugado mucho al ajedrez con la máquina yo le leía en voz alta. Eso nos encantaba. Extraño todo de Abelardo, extraño todo. Está su escritorio... el otro día fueron los tres años (N. de la R.: de su muerte) pero te puedo garantizar que, no sé, éramos tremendamente compañeros, discutíamos mucho sobre literatura. Era un gran lector de filosofía. Yo siempre quise que me enseñara a jugar al ajedrez, bueno, jugábamos pero… Nos divertíamos como locos. Mirá, ha sido el hombre que más me ha hecho reír en mi vida, porque tenía unas ocurrencias, lo puede certificar la gente del taller, porque eran carcajadas tipo rabelesiano… No era jerárquico, para nada. Cómo te diré, les mandaba papelitos a sus propios alumnos viste, como en el colegio. Con algún comentario, no sé. Era un hombre absolutamente extraordinario, lo digo con objetividad.

— Luego de tantos talleres dictados por Abelardo y tantos cursos dictados por vos, digamos, si de pronto alguien te preguntara qué es lo que no me puede faltar si quiero escribir, ¿qué dirías?

— Bueno, te digo algo primero, nunca di taller de escritura. Yo doy grupos de lectura, más allá de la facultad, que doy siempre seminarios de posgrado, pero los grupos que yo hago, como éste que te digo de novela distópica, son de lectura. A mí me fascina iniciar a la gente en la lectura, eso sí que me gusta. Enseñar a escribir, o lo que hacía Abelardo es tremendo porque es meterse en la cabeza de cada uno a ver hacia dónde va, no es escuchar un cuento, simplemente. Bueno, ¿qué no le puede faltar a alguien que quiere escribir?

— Sí, esa sería la pregunta.

— No le puede faltar lectura. Porque es como decirle a un pintor usted qué le diría a alguien que quiere pintar. “Y, que vea pintura”. Porque como decía Abelardo, si no vas a creer que descubriste la pólvora, algo que ya se hizo hace cien años en literatura. No creo en el arte espontáneo, el espontaneismo no existe en ningún arte. Entonces, si vos querés ser pintor tenés que saber la historia, no la historia libresca, sino que tenés que haber visto mucha pintura para poder acercarte. Si querés hacer cine, tenés que haber visto mucho cine, muchos directores, muchas formas de hacer cine. Si querés escribir tenés que empezar por leer. A mí me ha asombrado a veces la falta, el hueco que hay de literatura argentina por ejemplo en la gente que quiere escribir.

— Absolutamente, sí.

— Viste. Ni hablemos del siglo XIX, que hay unas hilachas que te quedaron de la escuela, del colegio. Leé a Sarmiento, leé el Martín Fierro, leé a Mansilla, leé a Eduarda Mansilla, leé a las mujeres del siglo XIX, a las anarquistas.

— “Y te vas a sorprender de cuánto de lo que vos pensabas que estás inventando ya se inventó en el siglo XIX”.

— Exactamente, pero tal cual. Mira, siempre hay un ejemplo que es como el lugar común, pero el Tristram Shandy de Sterne, que es de fines del siglo XVIII, 1790 y pico, es de una originalidad en términos de, ponele, una novela. El prólogo está en el capítulo 17, de repente dice “Se hizo la oscuridad”, y hay una manito y hay una página negra, o sea, toda negra. Nunca empieza la novela porque cada vez que va a contar algo va al pasado… Y tiene un humor desaforado. Y vos decís: la literatura ha hecho muchísimo. Si vos sos ignorante de eso o si no te gusta leer, entonces intentá otra cosa, porque no estás obligado a escribir. A veces la gente se iba de acá en manada cuando se daba cuenta de que la cosa iba en serio, te hablo del taller de Abelardo. Que no era un hobby, que aunque se mataban de risa, era algo en serio. Una vez me acuerdo que le dijo a un chico que estaba desesperado por leer, siempre quería leer lo que escribía y Abelardo le dijo “mirá, hay otros primero que llegaron, bla, bla”. Y entonces le preguntó: “¿Vos leíste a Borges? No. ¿Leíste a Cortázar? No. ¿Vos no leíste a Cortázar y querés que nosotros te leamos a vos?”.

(Gentileza: Sylvia Iparraguirre)
(Gentileza: Sylvia Iparraguirre)

— Estudiaste Letras, sos docente y sos una gran lectora y crítica: ¿cuál te parece que es la mejor obra de Abelardo Castillo?

— Bueno, Abelardo para mí, también lo decía él, es un cuentista, fue un cuentista, es un cuentista nato. Y te quiero decir esto porque él cuando venía acá gente primeriza -que yo a veces le decía “qué paciencia infinita tenés”-, porque gente que recién empezaba, con un esbozo de algo, y él prestaba atención, y tenía una cosa gestáltica, ¿no? Tenía enseguida no el cierre de cuento cerrado sino hacia dónde iba ese esbozo de alguien que le decía “mirá, tengo la idea de un cuento, una cosa todavía en pañales, qué sé yo”, y él enseguida le encontraba la vuelta. O sea, un cuentista nato. Pero también un novelista a mi criterio admirable, porque El que tiene sed... Yo le dije una vez: “Mirá, este texto tiene un barril de pólvora adentro”. Lo que pasa es que, la verdad, la vez que lo vi más feliz -si cabe la palabra porque era un tipo tan crítico de sí mismo, tan de tener que corregir que no es que saltaba felicísimo cuando salía un libro-, pero cuando salió El que tiene sed Abelardo estaba contento, estaba feliz. Y yo sé por qué, porque me lo dijo y lo hablamos: él sintió que los trece años de alcoholismo habían encontrado un sentido, viste, que no había perdido el tiempo, porque a él siempre le parecieron terribles esos años. Lo que tomó, las cosas que hizo, en fin.

— Pero terminó siendo literatura.

— Pero terminó siendo literatura. Es decir, fue a parar a un libro. Y eso lo llenaba como de una especie de felicidad. Porque ese libro nunca puede ser tomado como una exaltación del alcohol sino al contrario. El que le escribió un par de cartas fue el Indio Solari; el otro día me pasaron un audio, hay una parte de El que tiene sed que lee el Indio Solari. Y, después, Crónica de un iniciado creo que es una apuesta. Porque para mí Abelardo forma parte de esa rara especie arltiana, porque era hijo dilecto de Arlt, pero a la vez con la pasión formal de Borges, una especie de cruce, la literatura de riesgo. Fue un hombre que puso todo en su literatura, no le importó cómo se veía, nada de nada, puso absolutamente todo en su literatura. Y la idea que hay en Crónica de un iniciado, que es el supuesto pacto con el diablo, es un tipo que quiere ser escritor y que siente que el precio no es el alma como en Fausto sino que el precio es la soledad. O sea, entregás todo a lo que vas a hacer.

— Claro.

— Y tiene un nivel místico y de sabiduría y de referencias de libros, que, bueno, es una cosa impresionante.

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