Tamara Kamenszain: “La poesía trabaja más con el objeto ausente que con la presencia”

La ensayista y poeta argentina dialogó sobre su última obra, “Libros chiquitos”, donde reflexiona sobre su encuentro con publicaciones que la impulsaron a escribir, clases que le mostraron nuevas formas de lectura y colegas que la ayudaron a ampliar los sentidos de su oficio como periodista o bibliotecaria en distintos momentos de su vida

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Ensayista y poeta, Tamara Kamenszain despliega en Libros chiquitos su encuentro con obras que la impulsaron a escribir, clases que le mostraron nuevas formas de lectura y colegas que la ayudaron a ampliar los sentidos de su oficio como periodista o bibliotecaria en distintos momentos de su vida.

Se trata de un trabajo que forma parte de la colección Lectores de la editorial Ampersand en el que Kamenszain trabaja con lo mínimo como parte de una apuesta por abordar la lectura como forma de vincularse con sus amigas, amigos, parejas, hijos o nietos.

En las páginas ordenadas por títulos como “Ver hacer”, “Leer por dinero” y “Una coda”, Kamenszain cuenta su entrevista a William S. Burroughs en la que el autor estadounidense le dice que “no se puede escribir sin ser interrumpido por la vida” o la pasión por las lecturas de los libros de Roland Barthes, cuyas nuevas publicaciones siempre esperó con ansias.

"Libros chiquitos" (Ampersand), de Tamara
"Libros chiquitos" (Ampersand), de Tamara Kamenszain

-En las primeras páginas contás cómo la lectura de “Ensayo de vuelo” de Paloma Vidal, funcionó como motivación para empezar a escribir este libro y decís que siempre hay una cadena de libros que impulsan la escritura de otros ¿Cómo llegó la propuesta de escribir éste? ¿Habías leído los que componen la colección?

-La propuesta me la hizo Graciela Batticuore, directora de la colección. Para ese entonces ya empezaba a seguirla: me habían gustado mucho el de Daniel Link, el de Alan Pauls y el de Sylvia Molloy. De todos modos, cuando me llegó la propuesta, dudé mucho. El encargo suele ser un arma de doble filo: por un lado es genial porque te obliga a escribir motivada por el hecho de saber que alguien está interesado en que lo hacés pero, por otro, por lo menos a mí me suele pasar que le pongo tal carga de presión al hecho de que me hayan encargado algo con, encima, un deadline para entregar, que me paralizo. Además no estaba dentro de mis planes escribir un libro con esas características y sobre ese tema, con lo cual me costó bastante encontrar una voz propia y un punto de vista con los que me sintiera cómoda. Cuando me pareció que los había encontrado, empecé a disfrutar del proyecto y a hacerlo mío, recién ahí me lo pude encargar a mí misma.

-Decís que la poesía puede hacer algo con las rupturas y las muertes porque enfocándose en lo más nimio puede quizás calmar la desesperación ante lo irreparable.

- Sí, me acuerdo que en mi adolescencia cuando terminaba con algún noviecito alternativamente descubría algún nuevo libro que me consolaba con sus poemas llorones de amor. Eso me hace pensar que la poesía trabaja más con el objeto ausente que con la presencia. La gente en general suele acercarse a leer poesía cuando tiene que digerir alguna situación límite, si no, le suelen huir y dicen que no la entienden. Lo mismo para quien escribe poesía: se dice que los mejores poemas suelen tener que ver con muertes cercanas, grandes pérdidas, como si uno encontrara en el reservorio del género algo más directo para decir. Ahí las metáforas caen, dejan de ser artificios y se pliegan a lo real.

-Las clases, las que diste, las que organizaste, las que presenciaste son un eje del libro y contás que durante un tiempo criticabas la posibilidad de enseñar a escribir. ¿Cómo creés que se construye una buena clase? ¿Se enseña a escribir o se enseña a leer?

-Ahora me doy cuenta de que en este libro casi no me detuve en mi trabajo de dar clases en universidades (cosa que hago desde hace años) y sí más en la enseñanza de la escritura. Tal vez porque fue mi actividad más constante desde muy joven. Cuando empecé a armar talleres lo hice bajo protesta, pensando que tenía que vivir de algo pero que en realidad no creía que se podía enseñar a escribir. Después de cuarenta años de práctica sigo pensando que es cierto, que eso no se puede hacer, pero entendí que sí se puede enseñar a leerse y que eso de algún modo es lo mismo que aprender a escribir. No hay técnicas que valgan, no hay reglamentos, no hay manuales, pero está la posibilidad de ayudar al que escribe a que detenga la máquina de producir indiscriminadamente y se ponga por fin a leer lo que escribió. Recién ahí empieza algo que yo provisoriamente suelo llamar “un libro”. Cuando uso esa palabra los alumnos se asustan mucho, pero hay que entender que ya hay libro cuando se empieza a distanciarse y a leerse con sentido crítico, no sólo para encontrar la frase bien o mal escrita o la coma bien o mal puesta sino sobre todo para empezar a adivinar o a imaginar la estructura que se está armando ahí adentro.

-Te detenés en trabajos de distintas etapas de tu vida: el la biblioteca de la Sociedad Hebraica Argentina y seguido a ese, el de periodista. ¿Qué te aportaron en tu forma de leer y escribir?

-Bueno, el haber trabajado en una biblioteca en la edad justa en que era muy útil hacerlo, cuando todavía no había leído casi nada y todo era pura novedad, fue genial. Además, con mucho descaro, cuando me tocó atender al público, hasta recomendaba libros. Espero no haber formado lectores demasiado desorientados porque yo por esa época oscilaba, por ejemplo, entre Beauvoir y Henry Miller. O peor, entre Artaud y Neruda. El periodismo, por su parte, fue y todavía sigue siendo para mí una verdadera escuela de escritura. El hecho de tener que pensar en un lector definido y no poder delirarse con cualquier libertinaje estético o gramatical, o el hecho de estar obligado a un poder de síntesis, son herramientas invalorables para después poner en práctica cuando uno escribe. Un jefe mío en el diario La Opinión siempre decía “hay que ir a los bifes” y eso es una premisa que me repito permanentemente cuando escribo.

En la obra se destacan sus intercambios con amigas como Ana Amado y Josefina Ludmer o recomendaciones de su hijo Mauro Libertella, quienes son solo algunos de los lectores que asoman en el entramado de voces que componen este ensayo.

-Ana Amado y Josefina Ludmer, a quienes les dedicás El libro de Tamar, están muy presentes en “Libros chiquitos”. Por ejemplo, de Ludmer rescatás esa diferencia que marca entre que un libro te guste o te inspire.

- Cuando nos sentábamos en el bar La Paz a charlar con nuestro grupo de amigos y nos recomendábamos libros, Josefina solía decir “Déjense de joder con el me gusta-no me gusta”. Ahora entiendo que el que un libro “me guste” puede ser reemplazado por algo así como que “me inspira” (o, si quiero actualizar el anacronismo romántico por un concepto duro, diría que “me genera productividad”). Me refiero a que me interesa un libro cuando me provoca ganas, ya sea de salir corriendo a escribir mis propias cosas o, mejor todavía, cuando me da ganas de escribir sobre ese libro. Respecto del “no me gusta”, el sinónimo más directo que encuentro para reemplazarlo es “creo haberlo leído pero ya me lo olvidé”, eso quiere decir que no me inspiró para nada.

"El libro de Tamar"
"El libro de Tamar"

-Te detenés en las “novelitas” que decís que “rozan la ficción” como “Formas de volver a casa” de Alejandro Zambra o “El nervio óptico” de María Gainza. ¿Cómo definirías ese movimiento? ¿Qué es lo que te interesa de esa posibilidad de narrar lo ligado a lo autobiográfico?

-De hecho el libro se me ocurrió mientras leía Ensaio de voo (Ensayo de vuelo), de Paloma Vidal -que por cierto pronto va a salir traducido acá- una ultra mini novelita de unas 22 páginas, escrita en el bloc de notas del celular durante un vuelo entre Sao Paulo y Buenos Aires. Leer ese librito me dio la clave del título y al mismo tiempo me hizo reflexionar acerca de mi gusto por leer chiquito, es decir, leer al sesgo, sin pretensiones de totalidad, sin esperar un gran relato. Pero no es un tema de número de páginas: hay libros como La novela luminosa de Levrero que para mí son chiquitos a pesar de las 500 páginas. Se podría decir que efectivamente rozan la ficción, coquetean con ella sin casarse, son libros medio histéricos, tampoco se casan con ningún género (como El nervio óptico o Conjunto vacío de Verónica Gerber). Y en algunos libros que se están escribiendo hoy también encuentro ese ingrediente. No me gusta llamarlos “literaturas el yo”, esa etiqueta que usa el mercado para lo que se escribe en primera persona con pretensiones de autobiografía. Tampoco me convence llamarlo ficción autobiográfica. Es más bien un trabajo que se sitúa entre la intimidad y la extimidad. Volver a casa desde afuera para estar siempre yéndose, es un movimiento que abandona al yo pero lo recupera a cada paso dejando al sujeto que escribe más acá y más allá del personaje de ficción. No hay engaño posible, no se trata de preguntarse si lo que escribió le pasó o no, porque la intensidad de la experiencia está despojada de pretensiones, es chiquita, débil y eso la hace verdadera.

-Rescatás los trabajos de Batato Barea, Alejandro Urdapilleta, Humberto Tortonese, Fernando Noy en el Rojas. Los definís como una verdadera máquina de leer poesía. ¿Qué es lo que les permitió construir un canon propio?

-Diría que esos primeros performers surgidos en el Rojas eran verdaderos lectores paradójicamente eruditos. Lo defino como erudición porque me sorprendió mucho comprobar que esos jóvenes casi adolescentes, aparentemente iletrados que no venían de la academia, y tal vez ni siquiera de haber terminado el secundario, leían poesía de una manera voraz. Storni, Ibarbourou, Pizarnik, Darío, Marosa di Giorgio, entre muchos otros, aparecían en los espectáculos formando una especie de improvisada biblioteca actuada que le aportó al Rojas un canon propio, diferente al de la carrera de Letras. Trajeron a un centro que nucleaba las actividades extracurriculares de la UBA una cultura heterodoxa, una especie de mezcolanza tipo puré, no por nada el inolvidable espectáculo que armó Batato con poemas de Pizarnik se llamó “Puré de Alejandra”.

*Con información de Télam

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