Decir que la escritura tiene propiedades mágicas y curativas no resulta a esta altura tan descabellado. Como Sherezade en Las mil y una noches, yo también quería burlar a la muerte con mi relato cuando comencé a escribir Una mujer en pedazos en marzo de 2012, justo un año después de haber recibido el demoledor diagnóstico de un cáncer de mama. Necesitaba realizar mi propio conjuro, mi propio hechizo de protección, si no contra la posibilidad rotunda de morir joven, al menos para librarme del pánico de los otros.
Es que, tras el shock inicial por la mala noticia, descubrí que no sólo debía lidiar con la enfermedad y su feroz tratamiento sino con el discurso de los demás. Con la ayuda de Luis, mi psicólogo, logré aceptar rápidamente esta suerte que me había caído por la cabeza. Ya no me preguntaba por qué a mí; no me llevaba a ningún lado más que a la angustia. Pero lo que se me hacía difícil era sentirme viva en medio de una situación que para los demás era espanto y muerte.
Cada vez que alguien se acercaba a saludarme y le contaba lo que me pasaba, enseguida me veían con lástima, como si ya estuviera en la tumba. Otros directamente cerraban los ojos. “Me he convertido en un espejo en el que nadie se quiere mirar”, pensaba. Los peores eran los que se ponían muy serios o, mejor dicho, se enojaban, sí, se enojaban conmigo por amargarles el día.
Había momentos en los que esas miradas distantes y temerosas lograban derribarme por completo. No tanto por ese estigma de incurabilidad que aún tiene el cáncer como por la culpa que, de manera inconsciente, siempre se le imputa al enfermo. Se había convertido en un clásico: si tenía cáncer era porque algo había hecho mal.
Durante esos días escuché todo tipo de comentarios disparatados. Hubo quien sentenció que me enfermé por ser alta y tetona y, por ende, tener mayor cantidad de células. Pero eso no fue lo peor. Gran parte de mis interlocutores creía que tenía cáncer de mama porque me había alimentado mal. Uno llegó incluso a recomendarme la ingesta de un jugo de pasto horroroso y acudir a un nutricionista experto en cáncer para mejorar mis hábitos. “¿Existe esa especialidad?”, me preguntó mi oncólogo Jorge Puyol asombrado, la tarde en que se lo comenté.
Lo más irritante, y no por eso menos doloroso, era cuando me daban a entender que lo mío había aparecido como consecuencia del sufrimiento por los amores contrariados o por acumulación de estrés. Como si el cáncer fuera un castigo merecido que nos llega por no saber manejar nuestras vidas. Si fuera así, si el dolor y el estrés provocaran la enfermedad, los hospitales no tendrían bebés o niños con cáncer.
La realidad es que nadie puede explicar aún con certeza por qué una célula enloquece, crece de manera silenciosa y se niega a morir. De ahí, el pánico colectivo, ese espanto tremendo a lo desconocido.
El miedo se ve incluso en muchos periodistas que, pese a tener la misión de dar la información precisa, ni siquiera pueden pronunciar la palabra cáncer. “Se murió tras sufrir una larga enfermedad”, dicen o escriben como si el cáncer fuera contagioso. ¿Cómo ayudar a la toma de conciencia para prevenir el cáncer si se lo niega? ¿Cómo lograr, en el caso del cáncer de mama que las mujeres se hagan la mamografía una vez al año si se pretende que la enfermedad no exista?
Ese tabú también es alentado por aquellos libros de autoayuda escritos por mujeres que padecieron este mal y que, tras alcanzar la ‘sanación’, se colocan en un lugar iluminado para enseñar a vivir y no enfermar.
No es esa mi experiencia ni tampoco el eje del libro. Una mujer en pedazos retrata la dimensión social que tiene el cáncer con una mirada caleidoscópica, que pasa del dolor a la ironía y el humor sin pausa. Pero no es un libro de autoayuda; mucho menos una crónica de la enfermedad. Opté por transformar en literatura gran parte de los momentos vividos a través del formato de autoficción -un neologismo usado por el escritor Serge Doubrovsky en la contratapa de su novela Fils (Hijos) en 1977- que entrelaza dos formas de creación a simple vista antagónicas: la autobiografía y la ficción. Un cruce entre un hecho real de la vida del autor (que suele ser el narrador y utiliza su nombre) con sucesos, lugares y personajes ficticios.
Eso me permitió crear, salir de los límites de lo real, jugar a ser una diosa dueña de mis personajes. Aun así, puedo asegurar que es un relato brutalmente honesto.
*La autora es subeditora de El Cronista y columnista de política en el Canal de la Ciudad
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