Me pregunto si será la angustia lo que dispone tan fuertemente a la asertividad. La angustia o la arrogancia, que es a veces su complemento. La urgencia por saber y la pretensión de ya saber (urgencia de saber al menos algo, pretensión de ya saberlo todo) puede que se toquen en algún punto. O puede que se estimulen en un juego de mutua reproducción. En definitiva, por lo uno o por lo otro, y de una manera por demás notoria, los tonos rotundos de la asertividad imperan. Todo tiende a enunciarse en el registro firme de la aserción: los plazos, los pronósticos, los conteos, los datos, los métodos preventivos, los métodos evaluativos, los diagnósticos, lo que pasó (y sus motivos) o lo que pasará (y sus consecuencias), lo que hay que hacer (lavarse las manos) y lo que no hay que hacer (estornudar escupiendo). Algunos sacan a relucir al científico que quisieron ser o creen que son, otros sacan a relucir al policía que sin dudas llevaban dentro, otros se entregan fervorosos a la pasión de los sermones; y entre todos, en los medios o fuera de ellos, van componiendo, como efecto de conjunto, un coro de aserción generalizada: palabras categóricas, taxativas, imperiosas, concluyentes, palabras de alta resolución, palabras de alta definición.
Cosa extraña porque, si algo define el estado de situación en el que nos encontramos, es que, como nunca y más que nunca, no se sabe. Lo cual no sería algo inédito de por sí, porque desde Sócrates en adelante, y pasando sin ir más lejos por Descartes, asumir lo que no se sabe es el punto de partida (y más que eso, la condición de posibilidad) para alcanzar algún saber. Es lo primero que hay que saber: que no sabemos. Y así la duda pasa a ser lo único con lo que en principio contamos, tanto como para dotarla del carácter sostenido de un método. Pero en esas formas de dar lugar a lo que no se sabe, no deja de primar la firmeza de un saber: en definitiva hay un saber que funciona como anfitrión, de ahí que se pueda ser completamente hospitalario al alojar lo que no se sabe. Si sabemos lo que no sabemos (en qué consiste, qué alcances tiene), no hay motivos de inquietud. Saber lo que no se sabe, o no saber para poder así saber, son variantes que en verdad nos confirman.
Pero ahora, con la pandemia, nos sucede algo distinto: no sabemos ni lo que no se sabe. Ni de esto estamos pudiendo, hoy por hoy, sentirnos seguros; lo que sabemos y lo que no sabemos no guardan una relación estable, y no son pocas las cosas que creíamos que se sabían y que luego resultó que no: que los niños no se contagian, que el virus muere a 27°C, que los barbijos no sirven, que las bebidas calientes son un antídoto recomendable, que los animales tampoco se contagian, que el virus hasta acá no llega, etc., etc., etc. No es preciso sucumbir al oscurantismo irracional de los que reniegan de la ciencia; solo que la ciencia, en el exceso enceguecedor de un iluminismo a ultranza, produjo con el positivismo del XIX su propia oscuridad, su propio encandilamiento. De hecho, y no por nada, suele ser en los discursos de los científicos donde tienden a alojarse actualmente la vacilación, la incertidumbre, la zozobra, la posibilidad de la duda. Las certezas sólidamente establecidas provienen, no del apresuramiento asertivo, sino del permitirse dudar. Podría decirse que es por su propia vocación de saberes duros que ahora pueden permitirse, aunque no sin inquietud, esa precariedad conjetural que en otros casos no se soporta.
Porque en otros casos, visiblemente, no se soporta. Y se impone en consecuencia el impulso desesperado de fabricar certezas a cualquier costo, no importa qué tan volátiles puedan resultar esas certezas en realidad. No importa que caigan, a fuerza de inconsistencia, pues apenas caen se las reemplaza inmediatamente con otras certezas no menos enfáticas. Su contenido no es lo decisivo, y de hecho se las puede suplir sin mayor problema con alguna certeza de contenido inverso. Lo decisivo es el tono, lo decisivo es la forma; por eso lo asertivo se practica con tanta vehemencia. La afirmación tajante alivia, así diga que a un metro de distancia no hay contagio o así diga que el virus se pega a la ropa y puede entrar hasta por los ojos; así diga que el pico de muertes se alcanzará a mediados de mayo o así diga que la cuarentena es una maquinación de control gubernamental. Si lo asertivo consuela, es porque no hay evidencia mayor que la del estado general de incertidumbre. No sabemos. Como nunca, más que nunca: no sabemos. La Asociación del Fútbol Argentino anuncia reprogramaciones de ascensos y descensos y clasificaciones a las copas, para dar la impresión (y para hacerse la ilusión) de que se sabe. Pero la verdad es que no se sabe. La Universidad de Buenos Aires anuncia una modalidad de cursada semipresencial, con reinicio de clases en las aulas a partir del 1° de junio, para dar la impresión (y para hacerse la ilusión) de que se sabe. Pero la verdad es que no se sabe (elijo la AFA y elijo la UBA porque son las instituciones que mayor incidencia tienen en mi vida personal cotidiana). Unos cuantos pensadores de los más relevantes, a varios de los cuales ya leíamos y a algunos de los cuales incluso admiramos, echan mano con presteza (¿qué clase de presteza? Diría que la del reflejo defensivo) a sus categorías previamente patentadas, esas con las que venían pensando; recurren a lo ya pensado, es decir a lo que ya sabían, para dar la impresión (y para hacerse la ilusión) de que se sabe. Pero la verdad es que no se sabe.
¿Cómo imaginar, entonces, ya que se trataría por ende de especular y de suponer, porque se trataría, en fin, de imaginar, el mundo que vendrá después de la pandemia? Las señales que hoy existen (se imagina necesariamente a partir de lo que se percibe; lo inexistente, a partir de lo que existe) habilitan las ilusiones no menos que los pesimismos, los sueños de un mundo mejor no menos que las pesadillas de algún apocalipsis. La situación singular que vivimos, la de estar “separados pero juntos”, promueve tanto la idea del fortalecimiento de ciertos lazos comunitarios de solidaridad, como la idea opuesta, la de su desintegración (la fórmula así se invertiría: “juntos pero separados”). Juntos estamos, en tanto que el poder unificador de la pandemia nos vincula de hecho, y nadie en ninguna parte del mundo está hoy por hoy fuera del asunto. Pero estamos a la vez muy separados, recluidos cada cual en su casa, metido cada uno en su adentro, desligados hasta de los afectos más próximos y de los compañeros de rutina más habituales. Lo mismo que nos conecta, que es el riesgo de contagio, es lo que a la vez nos distancia: a metro y medio uno de otro, sin tocarse ni arrimarse. Por eso es dable imaginar, para el después de la pandemia, tanto un mundo más cordial, más generoso, más de tener en cuenta a los otros, como un mundo de carácter opuesto, un mundo de malestar y recelos mutuos, un mundo de control y vigilancia generalizada, un mundo en el que los demás serán sentidos como una amenaza. Y es que esos rasgos en disyuntiva se advierten incluso hoy, durando todavía la pandemia. Hay discursos orientados al cuidado de los otros y a las prácticas de la solidaridad social; y hay discursos que, en su reivindicación del arrebato de salir como sea, disfrazan de liberalismo lo que no es sino el gusto individualista de cagarse en los demás (ahí donde salir, así sin más, porque se sienten ganas, implica no solamente el riesgo eventual de contagiarse, sino además el riesgo, bastante más problemático por cierto, de ser portador asintomático y contagiar eventualmente a otros). Esos dos imaginarios de futuro, por ende, tienen su sustento en el presente; se puede imaginar, desde lo actual, un mundo de generosidad o un mundo de egoísmos, un mundo como el de los enfermeros o un mundo como el de la señora que aprovechó que los demás no podían salir y se fue al parque a tomar su solcito, a ejercer esa “libertad” tan suya, que solo la privación de la de los otros hacía posible. La falacia de una libertad que “empieza” donde termina la de los demás, y solo porque la de los demás está en suspenso: un gesto más despótico que libertario.
Lo que es yo, no imagino nada. Me he propuesto dejar de hacerlo, y no es que no me cueste un esfuerzo. No imagino lo que vendrá después, he preferido abstenerme. Decidí mantenerme así, en este estado de incertidumbre; decidí no salir de la incógnita, como quien no sale de su casa, ni siquiera para suponer, para fantasear, para hipotetizar. Me incliné por esto otro: situarme en mi no saber y habitarlo por completo. Porque presiento que la imaginación actuaría para mí como un placebo. Y encuentro más interesante extremar esta experiencia, la de no saber, hasta un punto radical, tanto como me sea posible. ¿Cómo será el mundo después de la pandemia? Lo ignoro, no tengo idea. Me concentro en eso mismo, en cómo es esto de no saber. Porque pocas veces, o acaso nunca, tuvimos del no-saber una vivencia tan acabada.
Pienso cosas, claro que pienso. Pero no son exactamente ejercicios imaginarios de lo que puede llegar a pasar en el porvenir, sino expectativas (o más aún, exigencias) de carácter político formuladas desde la situación actual. Entiendo que esta pandemia acarreó circunstancias nuevas, incluso inéditas, realmente sin parangón. Pero advierto que también potenció calamidades que existían previamente, que las agravó pero por eso mismo las expuso con más evidencia. Sabíamos que el mero maquillamiento de las villas miseria, tan superficial como cambiarles el nombre por “barrio”, no alteraba en lo sustancial las condiciones de hacinamiento y precariedad sanitaria. El virus prosperó con más daño en esos “barrios” porque son, siguen siendo, villas miseria. Las cárceles sirven para la venganza, más que para la reclusión o la rehabilitación; y de hecho hay incluso dirigentes y comunicadores que hablan de “pudrirse en la cárcel”, como si no fuera una aberración jurídica eso que con tanto desparpajo pronuncian. El virus se filtró en las celdas para exponerlas como lo que son: verdaderos pudrideros humanos y no sitios de privación de la libertad por medio de la justicia. En cuanto al ámbito de la cultura, bien sabemos del destrato que ha estado padeciendo; desde el desaliento riguroso de los planes de lectura y las bibliotecas populares, aplicado por años, hasta el asfixiamiento impiadoso de la industria editorial, pasando por la discontinuación o la efectivización errática de los premios nacionales o municipales o los subsidios para el cine y otras artes. No por nada un ministerio se contrajo a secretaría. Con la pandemia, por supuesto, el panorama empeoró. Daños agregados y daños agravados presumo que requerirán una misma disposición a ampliar y fortalecer, en vez de reducir y desalentar.
La altísima contagiosidad del coronavirus puso en riesgo de colapso los sistemas de salud en todas partes, porque el ritmo de su escalada es desbordante. Pero al hacerlo, dejó de manifiesto hasta qué punto en muchísimos países se vienen largamente debilitando, perforando o directamente vaciando las políticas de salud pública (en muchísimos países, y en el nuestro también, con otro rebajamiento alarmante de ministerio a secretaría). ¿Aplaudir cada noche, antes de empezar la cena, a los médicos y a los enfermeros que trabajan en condiciones tan precarias, en lugar de preguntarse en concreto el porqué de esas condiciones tan precarias? ¿Aplaudir su sacerdocio, en lugar de preguntarse en concreto qué abandono de la salud por parte de las políticas públicas los condenó al sacerdocio?
Me pregunto, porque no sé, si algo de todo esto podrá cambiar en el después de la pandemia. He leído algunos enfoques que de hecho van en sentido contrario, posturas que desestiman la importancia de las políticas públicas y dirigen en cambio sus esperanzas hacia la filantropía de los ricos, con la idea de que ellos, porque son buenos, nos salvarán. Yo no tengo tan buena opinión de los ricos. Y no lo digo por Bill Gates, que también me resulta macanudo. Yo voy más en la línea de Evita: los ricos no ayudan motu proprio, no les surge, no les nace, antes se fijan si hay conveniencia, son renuentes si no la hay. Por lo pronto, mientras tales gentilezas se encomendaban a los millonarios bienhechores, aquí mismo los partidos conservadores, guardianes por convicción de los intereses de los verdugos, cerraban filas compactamente para velar por el bolsillo inclaudicable de los magnates: de ahí no caería un centavo, ni a manera de excepción (¿excepción? ¡No se admite ninguna excepción! Tan solo los impuestos de siempre, de los que son, por otra parte, expertos consumados para evadir).
Por eso, de todo lo que se ha dicho y se dice, de tanto que se ha dicho y se dice, habría quizá que detenerse en las declaraciones formuladas a fines de abril por la buena de Carolyn Goodman, la alcaldesa de Las Vegas. Con fondo de miles de muertos y enterradores trabajando a destajo, Carolyn Goodman declaró: “Abramos los casinos y dejemos que el libre mercado decida quién vive o muere” (Clarín, viernes 24 de abril, página 19, sección “Temas del día”). Conocemos, por extendido, este recurso a la personificación del mercado; que no tarda en derivar, potenciado, en un endiosamiento. Lo interesante en este caso es la superposición expresa de libre mercado y casinos, ¿o acaso no se habla de la “timba financiera”? “La libre competencia”, especificó Goodman, “va a destruir el comercio en donde se haga evidente que circula el virus. Es así de simple”. El virus corre entonces por la sociedad así como corre la bola en la ruleta. Donde caiga, cuando caiga, habrá vida o habrá muerte. “Así de simple” (las burlas cada vez más frecuentes a la expresión “es más complejo” indican la tendencia a suponer que en efecto las cosas son siempre simples, es decir, elementales, y que la complejidad es una trampa de quien la invoca).
Que abran los casinos, que corran el dinero y el virus, que reinen el azar y el mercado, y los que mueran, que se mueran. La alcaldesa es de Las Vegas, y responde a Donald Trump. La ruleta que propone, sin embargo, es claramente una ruleta rusa.
* "Porvenir. La cultura en la post pandemia” podrá descargarse de forma gratuita a partir del 30 de mayo en Cultura en Casa y Fundación Medifé.
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