La primera vez que fui a La Paz, a pesar de ser muy joven, me afectó la altura. Sentía la cabeza como si tuviese una sopa espesa adentro. No es una sensación muy desagradable pero es rara, es como si uno se volviera otro. Como si hubiera entrado en otra dimensión. Además, debía caminar despacio porque las calles de La Paz suben y bajan y uno se cansa. Veía pasar a mi lado a personas llevando fardos de pasto, barras de hielo, bolsas con leña que los hacían caminar inclinados y muchos eran jóvenes y ya tenían la espalda doblada de cargar tantas cosas en la espalda que mi apunamiento pasaba a segundo plano. Pensaba, ¿por qué no podrán llevar todo en un carrito? Yo ya había imaginado uno para ellos, todo de madera, las ruedas también. Al día siguiente visité la catedral y junto a la pila bautismal había un cartel: “Prohibido tirar mistura y papel picado dentro del templo”. Como yo en ese entonces no sabía nada sobre religiosidad popular, ni sobre mezcla de rituales, pensaba: “¿A quién se le ocurre tirar papel picado en la iglesia?”. Y dudaba pensando en cómo podía ser que tiraran eso, o sería que los curas de La Paz estaban chiflados.
Pero lo que sí era indudable es que había muchas personas pidiendo limosna, o con las piernitas deformadas por falta de alimentación, y aquí también inventé un dispositivo para que se alimentaran: debía ser con una ceremonia religiosa, un ritual. Un elegido, preferentemente vestido de blanco subiría a un cerro y de allí emergería para bendecir los alimentos y después ordenaría: “¡Debemos tomar leche! ¡Debemos tomar miel! ¡Comamos el pan!”.
También observé que la gente no miraba a los ojos, tenían la cabeza baja o miraban más allá, como atravesando al otro y pensé: “Deben tener alguna forma de mirar”. Me compré un diccionario quechua-español, donde la expresión “mirar de soslayo” tenía más de veinte sinónimos.
Después fuimos a Tiahuanaco, lugar sagrado, y a la vuelta, supongo que habremos perdido el micro, volvimos en la parte de atrás de un camión con dos campesinos. Ellos no hablaban castellano. Les ofrecimos unas pocas naranjas y ellos nos dieron una manta, porque hacía un frío de morirse. Y así, sin hablar, con sonrisas nomás, nos entendimos. Y aprendí que no se necesita hablar para entenderse. Otro día, tampoco recuerdo cómo llegamos hasta allí y cómo conectamos con esa gente, fuimos a unas oficinas en medio de un desierto, nos llevó en auto una pareja, él boliviano y ella norteamericana, y esa oficina era, supuestamente, para ayuda de los indígenas.
Nos invitaron a comer en el centro de ayuda; él era ingeniero, un mestizo hermoso, ella, que llevaba la voz cantante, era una rubia llovida, y en su tierra debía haber sido una secretaria de cuarta, pero ahí mandaba con el vigor de un piojo resucitado. Él se sometía. Ella habló pestes de los indios, recuerdo que dijo, que a pesar de que les habían enseñado a comer con cubiertos, no bien ellos se iban, comían con las manos. Pensé que yo haría lo mismo si estuviera acostumbrada a comer con las manos, pero no había lugar para disentir o argumentar. Él asentía a todo lo que ella decía. Eran todas quejas sobre la conducta de los indios. Es muy difícil intervenir en un discurso sin fisuras.
La segunda vez que fui a La Paz, joven, de unos treinta años, ya con lecturas hechas sobre política y otras yerbas, también me apuné. Ya en el aeropuerto me asusté un poco: había una especie de sala de primeros auxilios con gente atendiéndose. Pregunté qué era eso y me dijeron que era para los asmáticos y los cardíacos. Me apuné, con esa sensación de sopa espesa en la cabeza, pero eso ya era conocido por mí. Igual, pasé tirada en la cama los dos primeros días. En cierto modo es una dolencia benigna, porque no es que uno esté acostado y no se aguante estar en la cama; es un estado en el que no se desea nada. A los tres días visité a Soria, libretista de Sangre de cóndor del excelente cineasta Sanjinés. (A propósito de Sanjinés, vi una película sobre Evo Morales donde se cuenta de modo impresionante cómo Evo no fue ningún milagro: lo precedieron innumerables luchas campesinas; en una de ellas, a fines del siglo XIX, la gente, en vez de escaparse ante el tiroteo del ejército, le ponía el pecho a las balas, seguían matando y ellos seguían marchando.)
Soria se prestó inmediatamente a tener un encuentro. Grandote, oscuro y sonriente me fue contando cómo tuvieron que recurrir a actores improvisados porque en Bolivia había pocos actores, los mismos que eran de teatro eran de cine, y no pasaban de diez o doce. En la película se cuenta un proyecto norteamericano donde se ayudaba a parir a las mujeres, pero los esposos descubren que cada vez que las mujeres van a tener hijos allí, los hijos mueren. O si no, las esterilizaban sin previo aviso. También contó que pasaban esa película en muchas comunidades del interior, a veces la veía gente que nunca había pisado un cine en su vida. Entonces, como la película tenía raccontos, para hacerla más comprensible, la volvieron lineal en el tiempo. Soria se luxó un tobillo durante una filmación en la sierra, y lo curaron en la comunidad, cuando llegó a La Paz, se hizo atender. Él usaba las dos medicinas, la de la sierra y la de la ciudad. Todo esto lo contaba con humildad, paciencia y sonriendo.
Y hace poco yo tenía muchas ganas de volver a La Paz, para ver cómo les iba yendo con Evo Morales, pero tuve miedo de los cuatro mil metros de altura. Entonces pensé: “Hay tantas colectividades en Argentina, están en La Plata, Escobar, Liniers, en Morón. Voy a visitar alguna de aquicito nomás”. Y así hice. Un domingo, tomé un micro hasta Once, el tren hasta Morón, otro colectivo hacia la base aérea de Morón y caminé tres cuadras. El barrio era como tantos del conurbano, de calle asfaltada, la moto en el jardincito delantero de las casas. Algún auto, los perros despiertos y los dueños de la casa dormidos porque era temprano (yo siempre llego temprano a todos lados). No veía a la comunidad boliviana por ningún lado. Yo esperaba un barrio entero, y le pregunté al único vecino despierto dónde estaba la comunidad. Me dijo:
–Toque timbre, es enfrente, hay gente adentro.
No era un barrio, era una capilla donde se oficiaba misa el primer y tercer domingo del mes, seguida de almuerzo, y ahí convergía gente de la colectividad que venía de otros sitios. Mi contacto con la comunidad se llamaba Beba, pero yo no la conocía personalmente.
Me dijo por teléfono:
–¿Te quedás al almuerzo?
Sí, le dije con entusiasmo pensando en un montón de preguntas que había preparado, cómo se sintió al llegar a Argentina, qué extraña de allá, etc. Junto a la capilla había un local y me atendió una señora encargada que evidentemente pertenecía a la colectividad boliviana y le dije que esperaba a Beba. Me miró con profunda desconfianza y casi no me deja pasar, en realidad me colé porque entró el yerno de la señora guardiana a quien pregunté:
–¿Usted es de la colectividad?
–Yo no, mi suegra.
Antes de entrar yo había mirado los carteles pegados en la puerta de entrada. Arriba había una inscripción: “Colectividad de residentes bolivianos, virgen de Copacabana”. Debajo: “Prohibido entrar con bebidas al templo”. Y un tercero, de protección ante robos, extorsiones y cuentos del tío. El encabezado era: “¿Cómo contestar al teléfono ante llamadas extrañas?”. Había varias respuestas. Uno de los ítems era: “Lo tenemos vigilado”. Respuesta: “¿De qué color es mi camisa?”. Se ve que era gente precavida.
Cuando entré, pude mirar el local, amplio, para bailes y todo tipo de eventos, con unos bancos y mesas de madera, al final, los baños con el letrero en castellano y en quechua.
A un costado, la cocina. Le dije a la cocinera para qué había ido y tampoco conocía el nombre de Beba. Me dijo:
–Hable con la encargada, yo sólo le puedo contar un montón de pavadas.
Iban llegando autos, algunos importantes y abordé a un señor mayor que bajó con su señora y dos nietas. Le dije:
–Señor, ¿usted es de la colectividad?
–No, mi señora es.
La señora ya había entrado y me dejó pasar a la capilla, donde había una imagen chica pero muy linda de la virgen de Copacabana. También me dejó entrar a la sacristía donde había una vitrina con muchos trajes.
–¿Y estos vestidos?
–Son los vestidos de la virgen. Tiene más de treinta y cinco.
Pude ver algunos con bordados plateados, otro tenía en la manga el escudo argentino, mucho verde con dorado y en el estante de arriba había muchas coronas de la virgen que parecían de plata. La señora estaba con las nietas en la capilla y les dijo a las nietas:
–Hay que rezarle a la virgen.
Y para dar el ejemplo, rezó en voz alta:
–Virgen de Copacabana, dame fuerza y valor para luchar contra mis enemigos que me achatan y menoscaban. Salí de la capilla porque me sentía intrusa. Pensé: “La gente que tiene enemigos es o se considera importante, no me van a contestar nada”.
En la puerta, vi una señora de rasgos indígenas y me dijo:
–Entreviste a mi marido, ahí está.
Él se prestaba lo más contento, su señora desapareció, y mientras nos sentábamos en los bancos del salón, una señora nos seguía como si quisiera ser incluida. Tenía rasgos indígenas, su vestimenta era muy pulcra y urbana. Le dije:
–Señora, usted también.
Nos sentamos en el gran salón de actos y de baile y empiezo a preguntar. El hombre me dice:
–Ah, pero yo soy español, no soy originario.
En broma, le dije: “Entonces, no me sirve”.
Y a la otra señora que se había colado, que tenía rasgos indígenas le pregunté si era originaria. Me dijo:
–Yo, de ninguna manera.
Dijo que todos sus abuelos eran españoles. Entonces di por terminada la entrevista y me fui a la puerta, a esperar que llegara más gente. Abordé a una pareja, los dos evidentemente originarios, parecían de distintas etnias y les hice la consabida pregunta.
–No –dijo evidentemente fastidiada la mujer. El marido titubeó, como si quisiera demorarse un poco conmigo, pero ella le dijo “Vamos, vamos” y se lo llevó.
Ya vencida, fui a ver si estaba la famosa Beba, mi contacto. La encontré muy ocupada, porque estaba tildando gente en una planilla a medida que entraban, posiblemente para inscribirse a un futuro viaje a Tucumán, anunciado por un cartel en la puerta de la capilla.
Beba me dijo:
–Muchos son de pueblos originarios pero no te lo van a decir, no quieren ser confundidos con los campesinos, te van a decir que no son. ¿Te quedás al almuerzo?
–No, gracias, no ando bien de la panza.
Y me fui silbando bajito.
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