Sale el sol detrás de las sierras chicas y el roble del jardín del vecino se enciende como una brasa. Afuera, los chincheros y los pájaros carpinteros de cuello amarillo recorren el césped buscando el desayuno. Todo está en silencio, las ventanas empañadas porque anoche cayó la primera helada.
Llegamos a la casa de mis padres el día antes de que empezara la cuarentena obligatoria, y desde entonces casi no salimos. Estamos en una “zona blanca” pero para ir al pueblo a comprar hace falta ir en coche, tomar la ruta.
Veo en el teléfono un video que me manda un amigo desde su ventana en Estocolmo: está nevando. “Esto es una gran porquería de primavera sueca”, me dice. Los árboles pelados, el pasto quemado por los fríos del invierno y el cielo gris que se ven en la pantalla le dan la razón.
En Suecia cuentan las estaciones a mes entero, y la primavera dura de marzo a mayo. A esta altura, el año pasado, las temperaturas alcanzaban un máximo histórico y la gente se metía en los lagos y andaba por la ciudad en sandalias, perpleja pero feliz. Hoy, mayo de 2020, el panorama es muy distinto. El invierno sueco se prolonga dolorosamente y de ese invierno, que además contuvo mi puerperio, nos escapamos para venir a Argentina.
Los primeros casos de coronavirus llegaron a Suecia en febrero, lo trajeron los que fueron a esquiar al norte de Italia en las vacaciones de invierno. Tres meses después, y ya instalada la pandemia (y la controversia), no hay cuarentena obligatoria ni barbijos ni aislamiento, salvo para los viejos en los geriátricos. Los cafés siguen abiertos aunque con más espacio entre las mesas. El distanciamiento social es optativo. Leo en los comentarios a una foto de un café al que voy a veces y que, como muchos, exhibe sus productos sobre mesas descubiertas: “Me encanta el lugar, pero ¿no deberían tapar los sándwiches y los kanelbullar?” Es cierto, sin embargo, que no todo sigue como siempre y que es muy difícil saber qué consecuencias tendrá la estrategia sueca a largo o mediano plazo. Los restaurantes y negocios están vacíos y el desempleo es un fantasma cada vez más real. Y aunque a la gente le está permitido salir, el tiempo no acompaña. Hace unas semanas las temperaturas engañaron, subieron unos grados y los amigos nos cuentan que las calles se llenaron de viejitos: nadie, ni un virus mortífero, les iba a robar a los abuelos suecos los primeros rayos del sol de primavera.
Dejamos Estocolmo a principios de marzo, después de una pequeña odisea para conseguir el pasaporte argentino de nuestro hijo, que nació allá. Hubo un período tenso en que pensamos que tendríamos que cambiar el pasaje para mediados de mes. En ese momento no lo sabíamos, pero el virus nos pisaba los talones. Ahora entiendo que nos desplazamos con la urgencia de los animales que presienten el peligro. Si hubiésemos pospuesto la visita unas semanas, no habríamos podido viajar hasta quién sabe cuándo. Leo que otros argentinos quedaron varados en este limbo, como nosotros, cuando vinieron de visita. Algunos están lejos de sus hijos, de sus parejas, de sus trabajos. Lo que yo llamo suerte para otro puede ser una desgracia.
En esos días en que no sabíamos si podríamos viajar a ver a la familia y los amigos, tuve por primera vez una consciencia real de la distancia que separa nuestros continentes. Nadie dice que es fácil, pero si uno quisiera podría caminar de Asia a Europa, o cruzar el mediterráneo en barco, como hicieron muchos de los refugiados que llegaron a Suecia en las últimas décadas desde lugares tan distintos como Eritrea, Siria, Irak o Somalía. El Oceáno Atlántico se me apareció entonces como lo que es: una masa de agua salvaje, imposible de atravesar.
En Estocolmo vivimos en un barrio de inmigrantes. Llegamos ahí después de seis mudanzas en dos años y medio. Antes vivimos en barrios históricos, como Östermalm, y modernos, como Norra Djurgårdsstaden, donde todos parecen salidos de una revista de modas. La clase de barrios ricos donde, si hay extranjeros, nunca dirán de sí mismos que son inmigrantes sino “expats”.
El barrio nuevo nos gustó porque tiene un gran mercado de verduras y mucha vida en la calle, algo poco común en las periferias de la capital. Algunos locales que dan a la plaza de Skärholmen: alfombras Shahriar; dulces Al Shami; supermercado Munir. En las calles se escucha poco sueco y mucho árabe, turco y otras lenguas que no sé identificar. Las familias de Skärholmen pasean por el centro comercial con tres o cuatro niños de la mano, y a veces no compran nada. Muchos no pueden ni desean regresar a sus países.
En ese barrio nació nuestro hijo.
Cuando hablo con alguna de esas mujeres en el grupo de mamás con bebés, empieza a tomar forma una pregunta importante que supongo que se habrán hecho todos los que viven lejos de su lugar de origen.
La noche antes de que se decretara la cuarentena total, el mismo impulso/instinto nos llevó a Retiro a tomar el último micro que salía a las sierras de Córdoba, donde viven mis padres. Ahí estamos desde ese día, entregados a la incertidumbre de no saber cuándo volveremos a nuestro hogar, porque el vuelo ya se canceló tres veces. Refugiados en una casa con huerta, que guarda además toda clase de objetos de varias generaciones. Hay un sanshin de tres cuerdas que tocaba mi abuelo japonés, una mesita musical que hace sonar Torna a Surriento cuando se levanta la tapa y dos piedras de moler arroz que vinieron en barco con mi bisabuela de Okinawa. Ellos también cruzaron la masa de agua salvaje para llegar hasta acá y quedarse definitivamente.
La evidencia más contundente del paso del tiempo es el bebé, que llegó con cinco meses y ya cumplió seis y siete en esta casa, empezó a comer, dejó chica casi toda la ropa. Su reloj biológico es distinto del nuestro, y cuando cruce otra vez el océano para volver al departamento de Skärholmen, vacío desde marzo, habrá vivido gran parte de su vida en el hemisferio sur: un año con dos otoños.
Después de la helada, un viento norte vuelve a traer el calor. En Suecia este tiempo sería el alto verano. Cuelgo la ropa en el jardín y apoyo una de las piedras japonesas sobre la pata del tender. A veces hace falta algo bien pesado para que las cosas no se vayan volando.
*Virginia Higa es escritora y traductora, autora de Los sorrentinos
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