Unos minutos con los ojos cerrados, considerando la posibilidad de ir. Debe hacerlo, sí o sí, no queda otra, concluye.
No lo manifiesta todavía. Necesita convencerse antes, sentirse dispuesto a llevarlo a cabo aunque las mujeres se opongan. Para eso espera, conjetura, busca alternativas.
Victoria duerme. O parece dormir, Silvina no. Gonza la mira, no le comenta que intentará salir apenas empiece a aclarar.
Mientras tanto necesita recuperarse bien, unos minutos de paz. O dormirse y no despertar. También se le cruzó esa posibilidad. No pensar más en lo que sucede, ni siquiera admitirlo. Ni recordar lo que vio en las salidas. Quiere descansar, dormir, despertar y ver todo arreglado. Eso quiere.
Cada vez que tiene dificultades importantes o delicadas, fantasea con que se revierten mágicamente mientras duerme o una casualidad inesperada e insólita compone los inconvenientes. Cualquier conflicto tiene salida si uno espera. Cuestión de aguantar, tener paciencia, dejar que el tiempo avance, mirar para otro lado y no pensar demasiado. Mientras tanto el problema evoluciona, crece, madura y se disuelve.
Mientras espera que amanezca también visualiza al Pelado en el quirófano, supone lo que estará diciendo, le parece escucharlo repetir las anécdotas de siempre, hablando sin detenerse, empezando una conversación tras otra.
Ya habrá contado sobre la etapa universitaria y las peripecias que tuvo que pasar para recibirse de kinesiólogo. O la vez que Lucrecia los encontró disfrazados de payamédicos. Esa anécdota seguro la contó, siempre la cuenta:
“No saben la que me pasó con un amigo. Terminamos el curso de payamédicos y nos salíamos de la vaina por practicar en el hospital. Cada uno ya tenía su personaje bien ensayado. Yo logré uno tipo Piñón Fijo. Y Gonza había desarrollado uno parecido al Chavo del ocho con peluca verde. Entonces un día fuimos al hospital y nos preparamos. Casi nadie sabía que estábamos en esa, el director y algunos de nuestro servicio nada más sabían que ya éramos payamédicos, pero les pedimos que no contaran nada, queríamos ver la reacción que causábamos en el personal también. Entonces salimos y apenas doblamos, ¿quién viene?, Lucre, la esposa de mi amigo. Llegó y se nos plantó. ¿Viste esas casualidades que nunca te las esperás?, bueno, el asunto es que ahí la teníamos. Y claro, ella estaba al tanto, pero nunca nos había visto así. Y lo mira al marido, después a mí, vuelve a mirarlo a él y le dice: ¿Pero ustedes de verdad van a ir así a las habitaciones? Sí, le responde Gonza. ¿Y se creen que algún enfermo se va a reír?, a mí no me daría ninguna gracia. Bueno, pero no todos son como vos, amor, le dice él. Y ahí empezaron, en el medio del pasillo. Ya venía mal la cosa entre ellos, pero lo gracioso fue verlo discutir a Gonza producido. Hasta que la situación se puso áspera, ella no sé qué le recriminó, él la miró fijo, me fichó de reojo, volvió al personaje y le habló: ¡Es que no me tienen paciencia!, dijo y se puso a llorar como el Chavo: Pipipipipipi, pipipipipipi. Lucre se puso verde, no sé si de vergüenza o de bronca, pero no saben la cara que tenía, entonces Gonza le empezó a hablar como el Chavo, le ponía cara de lástima y al final ¿qué hizo ella?, ¿qué hizo?, se atacó de la risa, entonces él le dio un beso y seguimos. Íbamos a darles la sorpresa a los pacientes en diálisis, y la verdad es que estábamos nerviosos, así que antes de llegar al servicio me planto en el pasillo y le pregunto: Ché Gonza, ¿te parece que dará resultado, a ver si quedamos como dos pelotudos haciendo el ridículo delante de todos? Y el tipo me mira y me dice: ¿esto?, garantía total Peladito, si hicimos reír a mi esposa, no hay enfermo que se resista. Así que entramos con eso a la sala, cagándonos de risa y bueno, después ya todos conocen la historia, hasta de las clínicas privadas, de los geriátricos, de todos lados nos mandan a buscar para que vayamos de onda”.
Gonza se levanta y camina hacia la puerta.
Victoria despierta y pregunta qué pasa. Pero Gonza ya está cerrando la puerta y dando el primer paso hacia el oxímetro, lee y vuelve.
—¿Cuánto marca? —pregunta Silvina apenas lo ve entrar.
—Está clavado en ocho cuatro, quiere decir que no siguió bajando.
—¿No se habrá roto con las subidas y bajadas de tensión? —pregunta Victoria.
—Es a batería, nada que ver la corriente, seguro que ahora empieza a subir, en poco tiempo estamos bien otra vez, van a ver.
—Si aguantamos —dice Silvina.
—Por eso, tenemos que resistir lo más que podamos, le voy a avisar a Lucre.
Saca el celular del bolsillo. No hay señal.
—¿Ustedes tienen señal?
—No —responde Silvina mirando su teléfono. Victoria se levanta y va hasta el office con el celular en la mano.
—Acá tampoco hay, no deben andar —dice desde alla.
Victoria circula otra vez despacio, va mirando los instrumentos y las incubadoras. Gonza hace lo mismo en otra sala. Silvina los mira, de vez en cuando suspira.
Gonza termina la recorrida, va hasta la silla y sube para mirar por la ventana. Le parece captar un resplandor en el horizonte, al fondo, detrás de la zona de los edificios como una imagen apenas más clara. Pregunta la hora. Cinco menos veinte. El amanecer, ya está aclarando.
Le llega un mensaje al celular. Gonza lee: Joaquín está mal otra vez. Vení por favor!!!
Marca el número de su hija. No tiene señal. Recorre buscando. No encuentra. Vuelve a intentar desde otro lugar. Imposible. Prueba desde el baño. Tampoco.
Le pide el teléfono a Victoria. Ella aclara que no tiene señal. Silvina le alcanza también el suyo, dice que apenas tiene una rayita. Gonza prueba con el de Silvina. Victoria le pregunta qué pasó.
—El nene está descompuesto, tendría que ir.
—¿Adónde? —pregunta Silvina.
—Al edificio, a llevarles oxígeno, me pongo la máscara, agarro un tubo portátil y voy a buscarlos.
Victoria no opina.
—Si me apuro los puedo salvar —suelta Gonza.
—¡Nadie se va a salvar! —protesta Silvina.
—Mejor ayúdenme a pensar, si me quieren ayudar, ayúdenme a pensar.
—¡¿No dijiste que no se podía salir?!—dice Silvina.
—¿A cuánto queda el edificio? —pregunta Victoria.
—Está a media cuadra de la estación, quince cuadras de acá más o menos.
—A no ser que vayas en un coche bien cerrado, si oxigenás la cabina, capaz que… —está diciendo Victoria cuando Gonza la interrumpe.
—Pensé, pero la calle está llena de autos, el tránsito quedó atascado, también había pensado en una motito que es más ágil, le ato los tubos y los llevo arrastrando.
—¿Y vos, cómo respirás?
—Con el portátil.
—Pero tenés que manejar con una mano, ¿cómo hacés llevando dos tubos de tiro?, se te va a complicar.
—Algo tendría que hacer, de alguna forma... —Gonza camina mirando el piso y continúa hablando en voz alta—: A buscarlos tengo que ir; podría probar por el terreno ferroviario, subo con el portátil, los hago bajar y los traigo para acá.
Las mujeres se miran.
—Me parece muy peligroso —dice Victoria.
—Un auto chico tendría que buscar, llevo uno portátil para mí y uno grande para ellos, meto el tubo grande en el auto, entro al terreno del ferrocarril y voy costeando las vías hasta que paso el centro, capaz que por allá no hay tanto amontonamiento.
—Igual, son muchas cuadras, y por ese lado más todavía, mirá si hay vehículos tapando el camino y tenés que volverte; pero si querés ir, andá, ¡qué querés que te diga!
Y Gonza, mientras va y viene, debe decidir. Camina cada vez más lento, va llegando al office, se detiene y habla:
—¿Andarán los autos con poco oxígeno? —pregunta y levanta la mirada. Las mujeres no le responden—. Capaz que salgo, ando unas cuadras y se me planta el coche en el medio del camino, y ahí sí se complicaría. Aunque podría ir cambiando de auto, seguro hay un montón con la llave puesta, habría que probar así — termina diciendo Gonza y las vuelve a mirar.
—Yo que vos me quedo acá —dice Silvina. Gonza la mira y le responde.
—Pero allá me necesitan.
—Acá también —contesta ella.
—Sí, pero allá están mis hijos, no los puedo dejar así.
Entonces vuelve a mirar a Victoria y le pregunta de nuevo:
—¿Vos qué opinás?, la posta decime.
—¿Qué opino? —repite ella e inmediatamente explica que le parece demasiado riesgoso, pero si fueran sus hijos seguramente trataría de ir a ayudarlos, aunque fuera lo último que hiciera.
Gonza baja la mirada. De nuevo camina mirando el piso. Las mujeres y los bebés estarán bien, entre las dos podrán manejar la sala. Por otro lado, si él se salvara, pero sus hijos no, se arrepentiría toda la vida. Y una vida así no vale la pena conservarla, por más que sea la propia.
Entonces Gonza anuncia en voz alta que va.
Silvina expresa un gesto que combina la preocupación y la sorpresa. Victoria no levanta la vista, demora, y cuando lo hace como para hablar, él se adelanta, le dice que va a tener que ocuparse de los pacientes, que va a poder arreglarse bien y que si las cosas salen como calcula, en hora y media, dos horas, a lo sumo, está de vuelta. Ella parece que está por hablar. Se le frunce el mentón y aprieta los labios, pero no suelta ninguna palabra. Gonza le pide que lo ayude a pensar en las cosas que debería llevar.
—Teléfono —dice Victoria.
—No hay señal, pero igual voy a llevar uno, también dos tubos portátiles tendría que llevar, mascarillas…
—Unos metros de manguera plástica y un par de tubitos en Y —agrega ella.
Silvina interviene diciendo que su auto está a dos cuadras, en la diagonal, cerca de las vías, en la cartera tiene las llaves. Es un Gol gris, dos puertas, que debe ser bien hermético porque se lo entregaron cero kilómetro hace poco.
Él opina que le parece buenísimo y comenta que va a ir al depósito a buscar un carrito para cargar un tubo y salir por allá.
—¿Y para subir en el edificio?, si no hay luz, el ascensor no va a funcionar —acota Silvina.
—Y bueno, allá veo cómo hago.
Victoria le pide que se cuide, que por favor se cuide y si se complica vuelva rápido, no pierda tiempo y pegue la vuelta enseguida, que acá también lo necesitan.
Gonza está listo, tiene los tubos preparados, el celular en el bolsillo, las mascarillas y un rollo de manguera en una bolsa blanca. Está al lado de la puerta de salida, transpira.
—Me voy —anuncia.
—Cuídate —dice Silvina.
—Suerte —dice Victoria. Él se acerca, la mira, le acaricia la mejilla y la besa. De lo más natural, en la boca, como cualquier pareja que lleva años. Y le vuelve a repetir lo mismo:
—Suerte.
Y Gonza, que no quiere seguir hablando, se despide de la única manera que se le ocurre, pregunta si está bien peinado así.
El oxímetro que dejó en el pasillo continúa marcando 8.4 Gonza camina hasta el depósito y se detiene frente a la hilera de tubos. Hay un carro como para transportarlos. Lo prueba, funciona, aunque la rueda derecha parece floja. Carga un tubo grande, pone el portátil que trajo y agrega otro chico por si el grande se le hace muy pesado y necesita dejarlo en el camino. Cuelga la bolsita blanca de la válvula e inclina el carro hacia atrás. El peso lo hace tambalear, pero logra mantenerlo en un punto equilibrado. Lo empuja hacia la calle, sale a la vereda y mira hacia ambos lados.
Ningún movimiento, bastante oscuridad, silencio, demasiado silencio.
Camina hacia la izquierda, la rueda floja va emitiendo un chillido delgado y constante. La calle repleta de autos, Gonza observa, capta la sombra de los ocupantes en algunos. Se agita al ver los cuerpos inmóviles, entonces deja de mirar los coches para atender a la vereda, que le presenta los primeros contratiempos. Una bajada, un sector sin baldosas, dos hombres que debe esquivar, la primera esquina. Decide continuar por la calle, tendrá menos escollos si camina entre los autos. Cruza la bocacalle y se mete en la avenida, entre las hileras de vehículos.
Continúa empujando, se agita, le falta el aire o le sobra el oxígeno, no está seguro, de todas maneras puede seguir.
En la mitad de la cuadra se detiene, el chillido de la rueda también.
La oscuridad no es total, el silencio sí. O casi, porque al prestar atención oye el zumbido débil del oxígeno en la mascarilla, su respiración agitada y el rugido distante de un motor. El generador del hospital o de algún edificio cercano, se le ocurre.
Trata de advertir algo más, pero no, ni un grito, ni una bocina, ni el ladrido de un perro, nada.
Camina otra vez preguntándose cómo hará para traer a su familia. Algo se le ocurrirá, seguro. Sabe que alguna idea se va a presentar, pero llegado el momento, antes no. Siempre le sucedió así, como si frente a las urgencias pensara con más velocidad.
Siguiente esquina, se percata de que no miró el oxímetro desde que salió. Lo hace: 8.4
Levanta la vista. Una plaza grande repleta de árboles y la diagonal con sus hileras de eucaliptus. Tal vez los árboles están incorporándole oxígeno al ambiente, por eso no baja más el nivel. La naturaleza arreglará las cosas, me la juego, se dice y cruza.
En la próxima cuadra debería buscar el auto de Silvina. Piensa en intentar con otro antes de seguir, pero no le conviene perder tiempo, mejor continuar hasta el de Silvina, que está cerca de las vías y es nuevo.
Va prestando atención. Media cuadra más, el Gol gris, impecable, como recién salido de la agencia. Gonza deja el carro al lado de la puerta, saca la llave y abre. Antes de subirse mira hacia los terrenos ferroviarios. Si conduce por la vereda, baja en la esquina, cruza el paso a nivel entre el camión blanco y los árboles, podría meterse sin dificultad.
Se sienta, coloca la llave y da arranque. El auto emite un quejido tenue y comienza a vibrar. Lleva el carrito hasta la parte de atrás, abre el baúl, apoya el tubo grande en el borde, lo levanta desde abajo y lo empuja hasta que choca con el asiento trasero. Al escuchar el golpe, se le ocurre que hubiera sido más fácil llevarlo en el asiento trasero. Pero se da cuenta de que el auto es de dos puertas y sonríe. Lo mismo de siempre cuando se equivoca. Le parece que el error fue causado adrede por algo que siempre lo socorre y lo ayuda.
La casualidad.
O la suerte.
Regresa al asiento, le da arranque y se da cuenta de que no cargó el carro para los tubos. Debe llevarlo también. Sí o sí. Si hubiera olvidado el carro y después lo necesitara, podría morirse por descuidado. O por pelotudo, se corrige. Baja, lo sube al baúl y vuelve a ubicarse para conducir. Pone la marcha atrás, suelta el embrague suavemente y el auto comienza a moverse.
Dos maniobras y logra subir las ruedas delanteras al cordón por la entrada de un garaje, acelera más y suben también las traseras. Lo endereza, va despacio hasta la esquina. Se aproxima al paso a nivel. Debe pasar entre el camión y los árboles. Le parece que no podrá, de todas maneras, continúa. Cuando siente que el espejo derecho toca el tronco del árbol se le ocurre algo que no había tenido en cuenta: Si se trabara el auto no podría abrir las puertas, pero le parece demasiado tarde para retroceder, tampoco puede buscar otro camino, debe insistir por ahí, entonces acelera más. El espejo izquierdo también va raspando. No quiere detenerse, el lugar más estrecho es el paragolpes delantero del camión, unos metros más adelante, pasando eso no tendría inconvenientes. El espejo se rompe, la puerta derecha también toca. El auto se va frenando con el paragolpes del camión, debe acelerar al máximo, otra alternativa no se le ocurre.
Lo hace, las ruedas chillan, el auto avanza despacio hasta que termina destrabándose y sale como si lo hubieran chocado de atrás.
Unos metros tironeando y el motor se detiene.
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