Adelanto de “Penélope y las doce criadas”, de Margaret Atwood

Infobae Cultura publica ‘Un arte menor’, el primer capítulo de la última novela de la autora de “El cuento de la criada”

"Ahora que estoy muerta lo sé todo», esperaba poder decir, pero como tantos otros de mis deseos ése no se hizo realidad. Sólo sé unas cuantas patrañas que antes no sabía. Huelga decir que la muerte es un precio demasiado alto para satisfacer la curiosidad.

Desde que estoy muerta —desde que alcancé este estado en que no existen huesos, labios, pechos...— me he enterado de algunas cosas que preferiría no saber, como ocurre cuando escuchas pegado a una ventana o abres una carta dirigida a otra persona. ¿Creéis que os gustaría poder leer el pensamiento? Pensadlo dos veces.

Aquí abajo todo el mundo llega con un odre como los que se usan para guardar los vientos, pero cada uno de esos odres está lleno de palabras: palabras que has pronunciado, palabras que has oído, palabras que se han dicho sobre ti. Algunos odres son muy pequeños y otros más grandes; el mío es de tamaño mediano, aunque muchas de las palabras que contiene se refieren a mi ilustre esposo. Dicen que me vio la cara de tonta. Ésa era una de sus especialidades: engañar a la gente. Siempre se salía con la suya. Otra de sus especialidades era escabullirse.

Era sumamente convincente. Muchos dan por auténtica su versión de los hechos, salvo quizá por algún asesinato, alguna beldad seductora, algún monstruo de un solo ojo. Hasta yo le creía, a veces. Sabía que mi esposo era astuto y mentiroso, pero no esperaba que me hiciera jugarretas ni me contara mentiras. ¿Acaso yo no había sido fiel? ¿No había esperado y esperado pese a la tentación —casi la inclinación— de hacer lo contrario? ¿Y en qué me convertí cuando ganó terreno la versión oficial? En una leyenda edificante: un palo con el que pegar a otras mujeres. ¿Por qué no podían ellas ser tan consideradas, tan dignas de confianza, tan sacrificadas como yo? Ésa fue la interpretación que eligieron los rapsodas, los contadores de historias. «¡No sigáis mi ejemplo!», me gustaría gritaros al oído. ¡Sí, a vosotras! Pero cuando intento gritar parezco una lechuza.

Desde luego, tenía sospechas: de su sagacidad, de su astucia, de su zorrería, de su... ¿cómo explicarlo?, de su falta de escrúpulos. Pero hacía la vista gorda. Mantenía la boca cerrada y si la abría era para elogiarlo. No lo contradecía, no le planteaba preguntas incómodas, no le exigía detalles. En aquella época me interesaban los finales felices y éstos se obtienen manteniendo cerradas determinadas puertas y echándose a dormir cuando las cosas se salen de madre.

Sin embargo, cuando los principales acontecimientos habían quedado atrás y las cosas habían perdido su aire de leyenda, me di cuenta de que mucha gente se reía a mis espaldas. Se burlaban de mí y hacían chistes de todo tipo, inocentes y groseros; si contaban una historia, o varias, sobre mí, no lo hacían de la manera en que me hubiera gustado escucharla. ¿Qué puede hacer una mujer cuando se difunden por el mundo chismes escandalosos sobre ella? Si se defiende que reconozca su culpabilidad, así que decidí esperar un poco más.

Ahora que todos los demás se han quedado ya sin aliento, me toca a mí contar lo ocurrido. Me lo debo mí misma. No ha sido fácil decidirme: la narración de historias es un arte de muy baja estofa. Tan sólo les gusta a las ancianas, los vagabundos, los cantores ciegos, las sirvientas, los niños: gente a la que le sobra el tiempo. En otra época se habrían reído ante mis pretensiones de aedo, pues no hay nada más ridículo que un aristócrata metido a artista. Pero, a estas alturas, ¿a quién le importa la opinión de la gente? ¿Qué valor podría tener lo que opinan los que están aquí abajo: la opinión de las sombras, de los ecos? Así que tejeré mi propia trama.

El inconveniente es que no tengo boca para hablar. No puedo hacerme entender en vuestro mundo, el mundo de los cuerpos, las lenguas y los dedos; y la mayor parte del tiempo no hay nadie que me escuche en vuestra orilla del río. Si alguno de vosotros alcanza a oír algún susurro, algún chillido, quizá confunda mis palabras con el ruido de los juncos secos agitados por la brisa, con el de los murciélagos al anochecer, con una pesadilla.

Pero siempre he sido una mujer decidida. Paciente, decían. Me gusta ver las cosas acabadas.

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