La noche final, novela por entregas/12

Día a día, Infobae Cultura reproducirá esta ficción inédita que se desarrolla en el marco de una misteriosa disminución de oxígeno que avanza desde la Patagonia. La obra, que transcurre dentro de un hospital, es una reflexión sobre los conflictos humanos y cómo las personas enfrentan las grandes tragedias

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—Tendríamos que haberle sacado el respirador a Carlita.

—Mañana vemos. Por ahora dejemos todo como está, Vicky, por lo visto, los bebés se adaptan mejor que nosotros, lo que sí —está diciendo cuando la mujer interrumpe.

—¿Y qué vamos a esperar acá? —Victoria y Gonza la miran—. ¿Nos vamos a quedar de brazos cruzados hasta que se acabe el aire? Tendríamos que llamar a todos lados, en una de esas pueden venir a rescatarnos.

—Y bueno, ocupate vos, ahí tenés la notebook y los teléfonos, fijate qué podes hacer —le dice Gonza justo cuando recibe un mensaje: Cada vez peor, no damos más, quedamos seis, ¿allá cómo está?, pregunta el Pelado. Gonza se asusta, otra vez la sensación en el pecho, de todas maneras escribe lo primero que le surge.

Acá bastante bien, aguanten que mañana termina, apenas sople un poco de viento, zafamos, responde. Ambas mujeres lo miran. Gonza se siente obligado a comentar. Piensa, analiza si conviene contarles que de quince quedan seis. Levanta la vista. Teme que la angustia se le note, sin embargo se esfuerza, esboza el gesto exagerado, las mira sonriendo y les cuenta que es el Pelado, parece que allá va mejorando un poquito la cosa. Acá porque no nos avivamos a tiempo, si no seríamos una banda, dice sin dejar de imaginar a su amigo en el piso.

—¡Acá porque había un caño pinchado! —acota la mujer con expresión irónica, negando con la cabeza.

—¡Qué mala onda, eh!, ¿por qué no le ponés un poco también? —dice Gonza, incitado por el gesto despectivo de ella.

—Pero cállate, haceme el favor, ¿no te das cuenta de las cosas vos?

Gonza no escucha o no quiere escuchar, de la angustia pasa a la furia, al enojo repentino:

—¿Sabés qué le pasa a la gente como vos?, ¿Sabés que le pasa? —insiste— Nunca están satisfechas, en ningún lado están contentas, aunque les vaya bien. No se puede ser tan negativa; venimos zafando, somos de los pocos que están aguantando, llegaste acá gracias a mí, te ayudamos desde que entraste y no parás de tirar pálidas.

—¡Pero escuchame una cosa! —dice la mujer.

—¡No te escucho nada!, ¡oime vos!, ¡¿sabés lo que pasa con la gente como vos?!, jamás en la puta vida están conformes, ni se les pasa por la cabeza ver las cosas de otra manera, ¿vos te creés que soy pelotudo, que no me doy cuenta de que nos salvamos de pedo, que no tengo miedo de morirme sin ver a mis hijos?, ¿o que se mueran ellos allá y yo acá?, ¿te creés que no pienso?, pero de ahí a transmitírselo a ustedes, es otra cosa, así que si vas a decir algo negativo cada vez que abrís la boca andá al baño y encerrate sola si tanto te molesta lo que digo; o andate y arreglátelas si te creés tan viva —grita Gonza.

—¡¿Pero vos te creés que haciéndote el chistoso ayudás en algo?! Lo que hace falta es gente que vea las cosas como son, no alguien que diga estupideces.

—¡Bueno basta!, ¡córtenla! —grita Victoria—. Lo único que falta, somos tres gatos locos y nos vamos a pelear, cada uno haga lo que tiene que hacer y tratemos de no mezclar las cosas.

—Yo me defiendo —dice la mujer.

—Menos mal —dice Gonza.

—¡Córtenla! —grita Victoria otra vez.

—Yo trato de poner onda —agrega Gonza.

La mujer se dirige indignada hacia el mostrador y se queda allá, con los brazos cruzados, frente a la pantalla, de espalda a Gonza y a Victoria, que se miran. Gonza dice que esta mina lo tiene podrido. Victoria le pide que no le lleve el apunte, la pobre estará asustada, también hay que ponerse en su lugar.

Las diez de la noche, Victoria recorre las incubadoras verificando temperatura y ventilación, vuelve al mostrador, mira el celular, no hay señal. Gonza está en el pasillo de entrada acomodando los tubos que trajo. La mujer en una silla, mirando su teléfono.

Gonza va hasta la sala de la derecha para sentarse en el piso, cerca de la pérdida de aire, con la vista hacia la ventana de arriba.

—Habría que controlar el nivel de oxígeno cada quince minutos por lo menos —le dice a Victoria.

La mujer le sube el volumen al televisor, desde toda la sala se escucha que: “El gobierno argentino decretó el estado de emergencia nacional. Están consultando a especialistas para decidir las próximas medidas a tomar. Hasta el momento, la única manera de resistir es utilizando oxígeno envasado o desplazándose a zonas donde el aire sea respirable. Los países limítrofes están tomando medidas para evitar lo que está sucediendo en el sur argentino”.

“El problema se originó en la región sur del Cinturón de Fuego del Pacífico, una cadenas de volcanes subacuáticos y otros ubicados en la Cordillera de los Andes. Posiblemente hayan estado eliminando gases de manera constante durante las tormentas de las últimas semanas”.

—¿No les dije que era algo de los volcanes? —acota Gonza desde el piso— O sea que no tenemos nada qué hacer, esperar y aguantar hasta que se normalice.

Victoria va hasta las incubadoras que tienen un corazón verde pegado en la carcasa y le explica a la mujer que son las de “aislamiento de contacto”, para pacientes con infecciones, por eso usa guantes, barbijo y se lava tanto los brazos después de atenderlos. Gonza atiende a los que necesitan kinesio.

Terminan y vuelven al mostrador secándose la transpiración. Gonza toma agua fresca, le acerca un vaso a Victoria y otro a la mujer, que agradece silenciosamente. Gonza la mira, no sabe qué decir para distraerlas o para que piensen en otra cosa y se le ocurre preguntarle lo primero que debería haberle preguntado: el nombre. Silvina, dice ella.

—¡Silvina!, ¡mirá vos!, hace una bocha que estamos acá y no sabíamos tu nombre; muy mal estuvo eso, Vicky, estuvimos flojos, pero se dio así, qué se le va a hacer.

—Yo sí le pregunté—aclara Victoria, pero Gonza habla como si no la hubiera escuchado.

—¿Vos sabés que todas las Silvinas que conozco son flacas?, así como vos —dice y gira hacia Victoria para preguntarle si conoce alguna Silvina gorda.

Ella no responde, se queja por el calor. Tiene la camisa pegada al cuerpo y la cara empapada.

—Ponete un ambo de enfermera, ahí al lado del baño debe haber alguno —sugiere Gonza.

Victoria la acompaña hasta la salita.

Gonza mira imágenes de Chile en la pantalla. Santiago es un caos. Las autopistas repletas de autos detenidos, por las calles las personas caminan despacio, apenas se mueven, como si todo sucediera en cámara lenta. Lo mismo en Bariloche.

Las mujeres salen, Gonza bebe otro vaso de agua. Les sirve a las mujeres e insiste para que lo terminen.

Un rato después, Victoria llena las bombas de infusión de los bebés que no succionan. Silvina la acompaña. Gonza lee el mensaje de Lucrecia que insiste para que vaya urgente.

Las mujeres continúan la tarea, transpiran. Él las sigue con la mirada, las mira intentando distraerse. Gonza observa a Silvina cuando se agacha.

Victoria vuelve al office, se detiene a medio camino, entre Gonza y Silvina. Él se avergüenza y sonríe. Levanta la mano, cierra el puño con el pulgar hacia arriba y hace un gesto como elogiando el culo de Silvina.

—Ustedes los hombres, lo único que piensan —dice Victoria negando con la cabeza.

—Y sí, qué se le va a hacer, las mujeres son lo mejor del mundo.

—Bue, ahora se puso romántico el tipo.

Gonza no sabe qué agregar y le pregunta si no quiere unos mates.

—Sííí —exclama ella—. Mirá vos, todo el día acá y ni un mate todavía. ¿Sabés qué?, en cuanto esto termine me voy una semana a la cordillera, al Lago Puelo, me busco una cabaña frente al lago y me paso todo el día tomando mate, bien tranqui.

—Me prendo —dice Gonza—, estaría buenísimo. Podemos pescar algo, lo hacemos a la parrilla, un asadito todas las noches, o cualquier cosa, el asunto es estar sin hacer nada, mirando el lago, las montañas…

—Te juro que si salimos de esta me voy una semana a un lugar así. Y acompañame, estaría bueno probar unos días.

—Sí, voy, pero con una condición.

—¿Qué?

—Que sigamos yendo cada tanto, que no me hagas ilusionar y después empieces con las excusas.

—Trato hecho —dice ella, que lo mira con ojos brillosos.

Silvina se dirige al baño. Ella mira hacia abajo, no responde con palabras. Él pide que lo mire. Ella levanta la vista, apenas una sonrisa, breve, superficial, forzada. Gonza le acaricia la mejilla y le jura que van a ir, que confíe, van a salir bien de esta, él tiene el presentimiento.

Y después de un par de segundos de silencio, ella pregunta:

—¿Qué hacemos, Gonza, qué vamos a hacer ahora?

Él la abraza, y, sin soltarla ni aflojar el abrazo, responde:

—No sé, Vicky, ocuparnos de los chicos, ¿qué vamos a hacer?, la única que nos queda, esperar y aguantar —dice y se queda con los ojos cerrados, intentando pensar en otra cosa.

Una alarma débil comienza en la sala del fondo.

—Voy yo, prepará el mate vos que te sale rico —dice Victoria mientras se dirige a la incubadora donde titila el número rojo. Gonza busca el paquete de yerba y lo deja sobre el mostrador. Antes de preparar el mate, intenta llamar a Lucrecia y al Pelado. No responden. Silvina vuelve del baño protestando porque le duele cada vez más la cabeza.

Victoria se acerca al oxímetro, lo mira pero no hace ajustes. Sigue controlando, se detiene apenas unos segundos frente a cada bebé. Con un vistazo le basta.

Gonza enciende la pava eléctrica y espera acariciando la calabaza marrón, pensando que si se hubiera quedado en el departamento probablemente estaría muerto y si Victoria hubiera salido a horario del hospital, también.

La suerte. O la casualidad. O el destino.

El celular vibra. Gonza lee el mensaje de Lucrecia: Llamame.

Inmediatamente marca.

—¿Qué pasó?

—No aguantamos más acá, un calor terrible, Gonza, los chicos pelean, quieren salir…

—¡Ni se les ocurra!, ya te dije, imposible salir sin oxígeno.

—Preguntan todo el tiempo por vos.

—Dame con Sofi.

—Tomá —escucha Gonza.

—Hola papi.

—Hooola mi amor. ¿Cómo anda mi vida?

—Re aburrida y Joaquín me pelea, pero mamá me reta a mí sola.

—Bueno mi amor, hay que esperar un poquito, vos tratá de portarte bien y de hacerle caso a mamá que sos la más grande, Joaquín no entiende, es chiquito todavía.

—Para pelearme sí entiende.

—Igual, vos no le hagas caso, tratá de ayudar a mami que hay un problema.

—¿Y cuándo vas a venir?

—Ahí van a estar bien, vos pensá cosas lindas así pasa más rápido el tiempo.

—Es que hace mucho calor.

—Igual mi amor, pensá en lo que hicimos en el verano cuando fuimos a pescar y nos acostamos a la orilla del río, ¿te acordás?

—Sí.

—Ahora cuando me toque la licencia los voy a llevar de nuevo.

—¿Al Lago Traful?

— Sí, al Traful si quieren.

—Pero vos me prometiste que íbamos a ir al mar.

—Bueno, si les prometí, los llevo. Podemos ir primero a Las Grutas y nos quedamos ahí, o vamos a la cordillera también, y pescamos y hacemos asaditos todos los días.

—Con papas fritas.

—Con lo que ustedes quieran mi amor, con lo que quieran.

—Pero al mar sí vamos a ir ¿no? vos me prometiste que…

—Sí, sí mi amor, vamos a ir.

—A Joaquín no lo llevemos.

—¡Cómo no lo vamos a llevar! Vamos los tres y nos pasamos todo el día en la playa, hasta que se haga de noche.

—Pero ¿cuándo vamos a poder salir de acá?

—Mañana, mañana, mi amor. Recién escuché que ya se está arreglando el problema.

—Joaquín me está pegando, todo el día me molesta pendejito de mierda.

—No le digas así, debe estar mal, todavía andará un poquito enfermo, acordate que…

—Pero él empieza y después llora.

—Bueno, hay que tenerle paciencia.

—Entonces decile a mamá que no me rete a mí sola.

—Bueno, dame con mamá.

Un beep sale del teléfono. Gonza lo escucha.

—Hola —dice Lucrecia—. Te tengo que cortar, queda poca carga.

—Bueno, cortá que te llamo del mío.

—Si me estás llamando del tuyo, poca batería queda, no entendés nada vos. Mejor te corto que si se termina la batería quedamos incomunicados. ¡Y vení enseguida, por favor!

—Sí, cortá, cualquier cosa nos comunicamos por mensajes. Aguanten que ya… —dice Gonza, pero se detiene, la comunicación se interrumpió. Queda con el teléfono apoyado la mejilla y, después de unos segundos, a pesar de que nadie lo escucha, suelta lo que iba a decir:

—Ya va a terminar, ya va a terminar, tengo el presentimiento.

Aunque el presentimiento no está muy claro todavía, por el momento es sólo una sensación, le falta la certeza, la imagen nítida de lo que sucederá. Hasta último momento hay posibilidades, nunca rendirse ni darse por vencido, jamás bajar los brazos, siempre mantener la esperanza, como le ha dicho su padre toda la vida:

“Los noventa minutos, nene, hay que jugar los noventa minutos, hasta que el réferi no da el pitazo final, no está todo dicho. Y si no, acordate lo que pasó con Talleres de Córdoba en la final del 77. En la cancha de Independiente, uno a uno, y el gol de visitante valía doble, así que fuimos a Córdoba con desventaja. El estadio hasta las manijas, todo el país haciendo fuerza para los cordobeses, pero igual llegamos confiados. Teníamos un equipazo. Ellos también, ¡eh!, ojo al piojo, habían eliminado al Ñuls del Tolo Gallego, incluso dominaron en Avellaneda. Así que allá fuimos, a matar o morir. El más confiado era el Pato Patoriza, decía que en la cancha son once contra once y él no le tenía miedo a nada. Así que de entrada salimos con todo y en un centro pasado sobre la izquierda, Outes, le da el frentazo de palomita y la mete en el ángulo izquierdo. Tremendo. ¡Un delirio!, nos desahogamos de los cuatro días que pasamos pensando en el partido. Pero en el segundo tiempo se nos vino el mundo encima. A los catorce, un penal que no fue y se nos ponen uno a uno. Mudos quedamos. Y recalientes, porque fue un afano. A los veinticuatro nos meten un gol con la mano y el réferi lo convalidó igual. ¡Te imaginás el quilombo que se armó, jugadores se pelearon con el árbitro, lo reputearon, y el hijo de puta ¿qué hizo?, ¿qué hizo?: nos echó a tres. Roja directa a tres del medio y quedamos con ocho. Los nuestros se querían ir de la cancha. Además se comentaba que el partido estaba arreglado, que el gobernador de Córdoba, el milico Benjamín Menéndez, ya había intervenido para que los cordobeses se quedaran con el título. El asunto fue que nuestros jugadores ya se iban para el vestuario, pero el Pato los paró antes de la raya, los convenció para que siguieran y metió dos cambios. Se la jugó con dos delanteros. Seguimos ocho contra once. Se nos vinieron encima, por un lado, por el otro, casi nos meten dos más y te juro que yo, en ningún momento, ni cuando atacaban y entraban como por su casa, pensé que perdíamos. No hijo, estaba convencido de que a la larga se haría justicia. Y escuchá bien, ¡eh!, porque con cancha llena, con el réferi en contra, con todo el mundo gritando para Talleres y con el hijo de re mil puta en el palco, así y todo, Pagnanini quitó una pelota en el medio, se la tocó a Bochini, el Bocha a Bertoni, que se la da a Biondi, éste hace un par de gambetas y se la devuelve al Bocha, que la tira por arriba de dos jugadores y entra casi tocando el travesaño. Increible, pocas veces algo así en una cancha de fútbol, pero se dio, así que acordate siempre de lo que te dice este viejo chinchudo, nunca le aflojes hasta que no suene el silbato final, nunca hijo, aunque tengas todas las de perder y te estén pitando en contra. Dos a dos, de visitante, campeones”.

—Uy ¡La concha de la lora! —exclama Gonza. Las mujeres lo miran.

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