En un mundo ideal, las ovejas que pocos días atrás deambulaban por las calles perfectamente urbanizadas de la ciudad de Samsun, en Turquía, podrían encontrarse con los ciervos que traspasaron los límites del Parque Nara, en Japón, y con las cabras que pasearon por el asfalto del pueblo de Llandudno, en el oeste de Gales. A esa marcha silvestre y organizada de manera espontánea en plena cuarentena humana, podrían unirse los patos que reaparecieron en los canales venecianos de Italia, las golondrinas y los cormoranes que aterrizaron sin los obstáculos de la civilización sobre las costas limeñas en Perú, los jabalíes que llegaron hasta las calles de distintas ciudades de España o Israel, y los monos que inundaron cada rincón comercial de Tailandia. Sin embargo, en algún punto del camino, se alzaría la verdad inevitable: al infiltrarse sin previo aviso en el espacio humano, la fauna no está recuperando ningún lugar perdido. Porque, en realidad, ese lugar no existe.
La historia de la desaparición de la naturaleza es larga e incluye sus paradojas. Ya en los años noventa del siglo pasado, cuando una nueva generación de angustias ecológicas empezaba a sintonizarse con la acelerada (y algo descontrolada) expansión industrial de los países en vías de desarrollo, el británico Martin Amis señalaba que, en el fondo, el único obstáculo para el sueño de la armonía ecológica era “la lenta acumulación de la insensatez humana, la debilidad humana, el accidente humano”. La primera paradoja, por lo tanto, quedaba a la vista: ¿acaso no es difícil sentir verdadera antipatía hacia el enemigo ecológico si ese enemigo es nada menos que “la cada vez más numerosa multitud humana”?
A su modo, el entrenador de felinos Bhagavan “Doc” Antle lo explica mejor en Tiger King, la serie de Netflix, cuando dice que el hábitat natural de los tigres siberianos, indochinos y malayos que él mismo cría, comercializa y sacrifica, simplemente, no existe. De hecho, si en vez de explotar a estos animales los liberara, del otro lado de sus barrotes los esperarían ecosistemas altamente contaminados, crueles cazadores furtivos y, en el mejor caso, una sobrevida en el circo. Alrededor de este punto, incluso los conservacionistas mejor intencionados coinciden en que lo que aparenta ser un remedio (devolverlos a la “naturaleza”) sería peor que la enfermedad. A la hora de la verdad, los tigres que se muestran en Tiger King son inviables en la vida salvaje, y aún si lograran sobrevivir y reproducirse, sus genes perjudicarían a los animales silvestres.
Construido con “asesinato, caos y locura”, Tiger King es por eso mismo la versión más espectacular posible del hecho de que hoy la relación humana con lo viviente funciona de acuerdo con una cultura basada en un sistema de clasificación. ¿Y qué son estos zoológicos, disfrazados con mayor o menor éxitos de “reservas” o “santuarios”, sino la última posibilidad de encuentro con especies que para el sistema no son consideradas ni materia primas (como la vaca) ni herramientas (como el perro)? Tratándose sobre todo de tigres, leones y panteras, ni siquiera es difícil percibir que para los mismos felinos que alguna vez fueron imaginados (y temidos) como los poderosos e indiscutidos reyes de la jungla, ya no quedan en pie ni los más débiles rastros de algún carácter mitológico.
Por su lado, si Joe Exotic y Carole Baskin resultan más fascinantes que cualquiera de sus animales es porque, a su modo, y a pesar de que insistan en disfrazar su egolatría de maneras opuestas, son ellos quienes entienden mejor que nadie que las fracciones vivas de naturaleza con las que trabajan perdieron su lugar entre “las reglas del parque humano”. Trasladados a un registro más filosófico, incluso podría argumentarse que son ellos, también, quienes demuestran en su máxima crueldad hasta qué punto, como sostenía Martin Heidegger, “el hombre tiene mundo y está en el mundo, mientras que las plantas y los animales están insertos en la tensión de sus correspondientes mundos circundantes”. Destinada a partir de ahí a la domesticación, “la historia de esta cohabitación monstruosa entre los hombres y los animales”, escribió Peter Sloterdijk a propósito del mismo asunto, “no ha sido todavía expuesta de manera adecuada”. Tiger King, tal vez, sea un insospechado primer paso hacia esa exposición.
Pero, ¿y si los animales pudieran liberarse de su cautiverio existencial? ¿Qué pasaría si la naturaleza fuera rehabilitada y la unión armoniosa entre los hombres y los animales, como muestran las ciudades vacías por la cuarentena, fuera posible? En tal caso, si las vidas de los felinos de Joe Exotic y Carole Baskin se tiñen con los tonos de su lenguaje, las vidas de los osos con los que convivió Timothy Treadwell, en cambio, dependen de una idea opuesta. Son los humanos, creía Treadwell, un conservacionista y documentalista amateur, quienes habían invadido un mundo que por derecho natural pertenecía a los animales. En consecuencia, su misión sería equilibrar el orden originario entregándose a una convivencia con los osos pardos en los parques naturales de Alaska, lo cual demostraría la posibilidad de reconstruir el equilibrio perdido mientras, además, los filmaba para su programa de televisión.
Esa “cohabitación monstruosa” duró trece años, durante los que Treadwell apareció de manera habitual en Discovery Chanel y en otros tantos canales y programas de televisión de los Estados Unidos, hasta que entre lo burlesco y lo intrépido, logró convertirse en un personaje ecologista de renombre mediático. Sin embargo, en octubre de 2003, Treadwell fue devorado junto a su novia por uno de los tantos osos a los que se había consagrado mientras acampaba en el Parque Nacional Katmai. El sonido macabro del ataque, los gritos de terror, los intentos vanos de salvarse y los rugidos quedaron registrados en la cámara del propio Treadwell, junto a otras cien horas inéditas de grabación. Con ese material, Werner Herzog armó en 2005 el documental Grizzly Man, una aguda exploración de los límites entre la humanidad y la naturaleza.
Vistas en espejo, las semejanzas entre Tiger King y Grizzly Man son varias. Al igual que Joe Exotic, Treadwell atravesó desde temprano problemas con el alcohol y las drogas, y también como Exotic, encontró en el involucramiento directo con la vida salvaje una forma de salvación personal que, sin embargo, no excluía el riesgo de la confrontación permanente con la muerte (las armas que luce Joe Exotic son, en parte, la composición de un personaje, pero también la herramienta para defenderse en el caso de que sus tigres se descontrolen; Timothy Treadwell, en cambio, se jactaba de vivir entre los osos sin armas de ninguna clase).
Con personalidades muy particulares, siempre inmersos en su narcisismo y entregados a una fascinación común por las cámaras, Exotic y Treadwell, sin embargo, tienen una mirada absolutamente opuesta sobre el sentido de su lazo con la naturaleza. En esencia, lo que para uno fue un negocio con el poder de lanzarlo incluso a la política, para el otro fue un intento de negar lo que de una manera dramática separa a los humanos del resto de los seres vivientes.
En este sentido, al mirar las escenas en las que Treadwell intenta hablar, jugar e incluso tocar a los peligrosos osos pardos como si pudiera fundirse con su hábitat, Werner Herzog interrumpe la narración en Grizzly Man para subrayar cuál es, en el fondo, el equívoco. “Treadwell parece ignorar el hecho de que en la naturaleza existen los depredadores. Yo creo que el común denominador en el universo no es la armonía, sino el caos, la hostilidad y el asesinato”. En otras palabras, el drama es que por mucho que soñemos con un mundo armonioso e ideal, la vida salvaje no es como la representan las películas de Disney. Enmascarada bajo la ingenuidad, el romanticismo o el oportunismo, para Treadwell esta lección llegó demasiado tarde.
Ahora, la súbita invasión a las ciudades vacías por la cuarentena repite las condiciones para enfrentar una vez más la misma pregunta. ¿Acaso las imágenes de las cabras en las plazas de Albacete, las ratas por las veredas de Nueva Orleans o el puma que deambuló por el centro de Santiago de Chile nos hablan del retorno momentáneo a un paraíso perdido? ¿O solo nos recuerdan, en cambio, la vileza inevitable de insistir con la reunión entre la humanidad y la naturaleza?
A medio camino entre las faunas que marcaron las vidas de Joe Exotic y Timothy Treadwell, la tregua abierta de manera momentánea en las ciudades es solo un tiempo de espera, hasta que la marcha de la civilización reclame otra vez la prioridad de su propio paso. Y si la experiencia de unos y las ideas de otros coinciden en algo, es en que lo único “antinatural” sería creer que la imposible unión armoniosa entre los hombres y los animales es deseable.
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