Tampoco quiere analizar por enésima vez cómo mierda logró aguantar y se dejó humillar tantas veces, ni cómo mierda no la mandó al carajo apenas ella empezó a tratarlo mal.
Para cada una tiene explicaciones o excusas para justificarse.
Además le parece mejor. Mejor aguantar, juntar bronca, sufrir, así cuando uno se decide, se decide del todo. Aunque nunca se sabe. Vaya a saber qué haría yo si Lucre me pidiera que por favor vuelva, que se dio cuenta, que los chicos, que ella…
Tampoco sería el primero ni el último.
¿A qué vamos a volver? Si ella misma dice que la gente no cambia. ¿Va a ser la excepción?
¿Y si cambio yo? ¿Cambiar? ¿Para qué? Si así estoy bien. Tan bien no estaré si me emborracho dos por tres y se me complica hasta para pagar el alquiler. Eso porque le doy lo que corresponde a mis hijos. Y más todavía. Además no me alcanza porque la uso para otras cosas. ¿Qué tiene de malo?, cada uno la gasta en lo que quiere.
Tampoco voy a perderme las clases de guitarra o los talleres de clown. Fundamental. No pude antes, tengo que hacerlo ahora que nadie me reclama ni me rompe. Si volviera con ella otra vez empezaría a joderme con lo mismo.
No hay que darle tantas vueltas, la posta era que no estaba conforme. Una mina que está satisfecha y te quiere, no rompe las bolas por todo. Y menos todavía si te ve contento, que disfrutás, que estás siempre entusiasmado, te gusta el laburo que elegiste y además ayudás a la gente todos los días.
¿Tan difícil entender eso?
Bueno basta, basta con eso, se dice Gonza empujándose de la pared. Avanza otra vez tirando de la camilla. Le pesa demasiado. Mareo, ganas de vomitar otra vez. Abre más la válvula y respira varias veces apretándose la mascarilla. Inclina el oxímetro: 9.2
¡La puta madre!, grita dentro de la mascarilla.
Tranquilo, tranquilo, ya va a cambiar, ya va a cambiar, ¿cuándo no se me cumplió un presentimiento, cuándo?
Otro mareo, uno más intenso. Gonza se apoya en la pared, se le aflojan las piernas, quiere sostenerse de la camilla, pero no lo logra y resbala hasta quedar sentado en el piso, sumergido en el vértigo.
Se arquea por las arcadas y cae de costado. Las luces se mueven, se disuelven en un remolino vertiginoso. Los tubos fluorescentes son flechas, haces de luz que cruzan el pasillo de punta a punta hasta que se detienen y se apagan, el pasillo oscurece y la negrura lo envuelve.
Un túnel, un túnel largo. Gonza se hunde en la oscuridad, se nota liviano, flota despacio hasta que algo lejano y blanco va surgiendo del fondo. Algo que lo succiona, lo atrae. Un resplandor brillante se impone paulatinamente. El túnel se colma de claridad. Una blancura incandescente lo rodea, lo absorbe, se lo traga.
No le duele ni le provoca pena alejarse. Paz, alivio, tranquilidad. Hasta que una voz le pide que luche. Cierra los ojos o cree que los cierra. El aturdimiento es más intenso y las palabras no se detienen: Que abra más el aire, le parece entender.
Gonza estira la mano, toca la pata de la camilla, estira el brazo en busca de la válvula y abre al máximo. No percibe que se incremente el caudal. Otra vez las náuseas, el ahogo. ¡La manguera!, se le ocurre. La busca, la recorre con los dedos, está estrangulada entre dos caños de la camilla. Se ayuda con la otra mano para desenroscarla. Otra vez el viento delgado y fresco en la cara, el alivio. Se empieza a recuperar. Un minuto, dos; se siente mejor, mucho mejor.
Las luces quietas, las puertas en su lugar, el cuerpo vuelve a tener peso. Le duele la cabeza, pero el corazón ya no está por reventar, las náuseas van desapareciendo. Y, sin darse cuenta de que a dos metros hay una mujer y un poco más adelante un nene boca abajo, Gonza emite el gesto espontáneo e irremediable de siempre. Y a la vez se le cruza un pensamiento: Justo que estaba por averiguar si había vida después de la muerte…
Bueno basta, mejor volvamos que la mezcla me va a hacer mal; a ver si con tanto oxigeno me termino intoxicando de verdad.
Gonza se ayuda con las manos para ponerse de pie. Vuelve a tirar de la camilla. No quiere mirar a la mujer y al nene, sin embargo no puede evitarlo. De nuevo las imágenes de sus hijos saltando en la cama, cantando, contentos. Sí, contentos con el papá que tienen, se dice y se detiene. Inclina otra vez el oxímetro: 9.1 ¿Pero no para de bajar esta cagada de mierda?, vuelve a gritar en la mascarilla.
Bueno vamos, un poquito más que falta poco. Vamos que están los chicos. Y Vicky me espera. Se va a poner contenta cuando me vea. Hace una bocha que está conmigo. Tendrá miedo, eso es lo que pasa. Y claro, se creerá que soy como el desgraciado que le tocó.
Flor de mina, Vicky. Cuando termine esto voy a invitarla a algún lado. Hoy mismo se lo propongo: los dos solos, y que se vaya todo a la mierda. Cuando uno encuentra una buena mina no hay que dejarla escapar: lección número uno. Después ella se va con otro y quedás solo como un boludo y arrepentido por no haber hecho lo que tenías que hacer.
Dobla, diez o doce metros para la entrada. La camilla pesa cada vez más, de nuevo el mareo, las náuseas y se detiene. Podría descansar un minuto, pero cree que llegará si se esfuerza. De repente recuerda lo que olvidó buscar, el televisor. Duda entre arriesgarse a caminar hasta una sala de espera, pero le parece lo mejor buscar uno. Entonces saca el tubo de la camilla y se dirige hacia la sala de diálisis.
La sala vacía. Se detiene en el medio, como hacían con el Pelado cuando iban de payamédicos y se paraban en el centro para que puedan verlos desde todos lados. Otra vez la angustia al pensar en su amigo, recordarlo de payamédico, hablándole a los chicos en oncología, haciéndolos reír mientras recibían la quimioterapia.
Tal vez no hayan aguantado en el quirófano, quince personas es demasiado, supone Gonza sin moverse del medio de la sala, observando las máquinas apagadas, los sillones vacíos, las camas disponibles. Un instante más en el lugar hasta que mira una de las pantallas. Camina hacia allá, sube a una silla, la descuelga del soporte y le desconecta el cable para bajarla. No le parece tan liviana como había pensado, pero prueba caminar con la pantalla en una mano y el tubo en la otra. Se agita, le vuelven las náuseas y el dolor de cabeza, pero sigue sin detenerse hasta que llega a la camilla.
Le faltan pocos metros, tira con una mano, con la otra se apoya en la pared, le parece muchísimo más pesada que un rato antes. O quizá sea él quien esté cada vez peor. No va a aguantar, caerá de nuevo, pero igual sigue, no le falta tanto. Tres, dos pasos para entrar, levanta el brazo, empuja la puerta y se desmorona.
La oscuridad de nuevo. Gonza se hunde, cae pesadamente. Va libre otra vez hacia la profundidad, el silencio, la paz. Un rato así, hasta que comienza a oír voces distantes. Ya va a pasar, ya va a pasar, escucha. Ya está, ya está, la última vez qué salís, oye a la vez que siente caricias en la cara. Intenta abrir los ojos, pero le pesan los párpados. Sigue percibiendo la mano tibia, suave, como la de su mamá.
Otra vez el gesto espontáneo de siempre. Pero no le sale puro, a través de la sonrisa, parece surgir también la pena. Como si los ojos de Victoria le hicieran recordar repentinamente lo que está pasando.
Ella le sostiene la cabeza, le sigue acariciando la mejilla y le dice que respire tranquilo, que ya pasó, va a estar bien, no sale más de la sala. Y lo mece, lo balancea despacio, rítmicamente, como si fuera un bebé, uno más de la sala.
Gonza se va reponiendo. Victoria no le suelta la cabeza, la sostiene contra su pecho. Lo aprieta con una mano, lo acaricia con la otra y suelta palabras hacia delante. Las deja salir de a poco, en hilera. Las palabras vuelan hasta los oídos de Gonza, entran aleteando, una atrás de la otra.
—Menos mal que volviste—. Y después tres que llegan más rápido—. Tengo miedo, Gonza.
Él inclina la cabeza para mirarla. Ve las lágrimas que caen, siente algunas sobre su piel. Ella dice que no pudo dejar de pensar en él, que hace rato le venía pasando, estaba contenta por lo que venía sintiendo últimamente y justo viene a pasar esta porquería de mierda. Gonza no contesta. Ella vuelve la vista hacia abajo. Él la mira, se siente angustiado.
Victoria le sigue acariciando la mejilla. Gonza no sabe qué responder, se le cruza algo parecido a lo que dijo ella, pero opta por una frase elemental:
—Yo también.
Y después de un rato de silencio, mientras ella sigue acunándolo, Gonza pregunta si los bebés están bien.
Ella responde que sí, todos estables. Entonces Gonza dice otra vez lo primero que se le ocurre:
—Van a ser nuestros hijos, un toco de guita nos van a pagar por asignación familiar. Victoria le contesta con algo que acostumbra a decirle:
—Qué pavo que sos.
—Pero un pavo auténtico, un pavo real —responde él con la sonrisa forzada.
Victoria vuelve a las incubadoras, la mujer colabora, ayuda con un bebé que llora. Gonza se va sintiendo mejor, se levanta, recorre también la sala, atiende, habla.
La temperatura continúa aumentando, la sala se va tornando demasiado densa. Cada tanto un mensaje al celular de Gonza. De Lucrecia o del Pelado. Gonza lo transmite en voz alta y escribe la respuesta de inmediato. Lucrecia lo espera, insiste con que se apure a llegar.
El Pelado permanece en el quirófano. Los dos compañeros que salieron no regresaron ni volvieron a comunicarse. Dice que se quedará ahí hasta que todo mejore. Gonza se alivia al leer el mensaje de su amigo, y se tranquiliza sobre todo porque no le pidió que saliera ni le insistió para que buscara otro lugar. Aunque no le cree del todo. O le cree, pero teme que haga lo de siempre, se enoje y en un arrebato salga dando un portazo. Como ya lo hizo en alguna reunión en la que se discutía de política o por algún problema gremial.
Gonza teme que en el quirófano también se salga de sus casillas y por eso cada tanto le envía un mensaje esperanzador con alguna mentira nueva.
Victoria no respeta la frecuencia habitual de las rondas, termina y enseguida empieza la siguiente, camina despacio, deteniéndose unos largos segundos frente a cada cuna. La mujer mira hacia la puerta, otra vez está silenciosa, Gonza también recorre, hasta que vuelve al office, se sienta, observa la ventana y comenta que se viene la noche. Ambas mujeres giran hacia los rectángulos alargados que se van oscureciendo. No emiten palabra, pero se miran, apenas un segundo o dos. Y se entienden. O parece que se entendieran, que una comunicación profunda ocurre. Como si hubieran detectado, en los ojos de la otra, un futuro en el que no quieren pensar a pesar de no poder evitarlo. La certeza de lo que se viene, la confirmación de lo que temen, el miedo silencioso, el terror.
Gonza lo notó, entonces interviene. Comenta que va a intentar conectar el televisor y suelta lo que pensó un rato antes, cuando advirtió las primeras evidencias del atardecer, algo que no tuvo necesidad de soltar todavía, sin embargo le parece que llegó el momento y lo dice igual, casi sonriendo, con un tono socarrón, como hablándole y agradeciéndole al aire, sonriendo por fuera:
—Por fin, por fin se me da. —Ambas lo miran sin entender a qué se refiere—. Toda la vida soñé pasar la noche con dos mujeres —aclara.
Victoria responde automáticamente.
—¿Te parece que lo hagamos acá, Gonza?, están los chicos.
Él afirma que no importa, en todo caso apagan la luz o se esconden atrás del mostrador.
Victoria sonríe apenas. La mujer no, mira hacia la puerta, resopla y habla acompañando las palabras con un movimiento decidido del cuerpo, un envión que la hace caminar hacia la salida mientras exclama que se va, no aguanta ni un minuto más ahí encerrada.
Gonza pregunta velozmente lo primero que le surge: ¿A dónde vas?. A cualquier lado, no aguanta más, responde ella y además de hablar y dirigirse hacia la salida, tiene tiempo para una acción automática: se acerca al mostrador para buscar la cartera. Entonces Gonza sorprendido repite la pregunta.
La mujer no responde ni le reclama por la repetición. No le dice: “Otra vez preguntás lo mismo, ves que ni para preguntar…”
No, ella solo recoge la cartera y continúa. Él instantáneamente recuerda haber vivido ese momento también. Otra vez le sucede.
Casi idéntico fue el impulso de su esposa hacia la puerta del departamento la noche final. Aquella noche, la respuesta de Lucrecia se detuvo en el preguntar, en el ves que ni para preguntar…
Tal vez Lucrecia no completó la frase para no aumentar la tensión del momento. Que no daba para discusiones profundas. Y menos delante de los chicos, que miraban asustados, llorando.
Quizás el envión de Lucrecia hacia la puerta, era otra de las estrategias utilizadas para conseguir lo que se proponía. Y que por supuesto, también terminó consiguiendo en esa ocasión.
Aquella vez, entre los gritos, el llanto de los chicos y Lucrecia dirigiéndose decidida a la puerta, él hizo otra pregunta. Una que no pudo guardarse, se le escapó.
Ella contestó rápidamente diciendo que sí, mejor que se fuera él, y después completó diciéndole que a cualquier lado y le pidió que no volviera, no lo aguantaba más, la tenía harta.
Así terminó lo que había empezado con reclamos de toda índole y sugerencias para que él se entusiasmara con la independencia profesional, hasta que por último ocurrió lo que Lucrecia no estaba dispuesta a tolerar bajo ningún concepto: que Gonza se involucrara en el gremio.
Y Gonza nunca supo, y aparentemente nunca sabrá tampoco, cómo su esposa hubiera continuado la frase. Tal vez lo más sencillo hubiera sido creer que no la terminó simplemente porque no se le ocurrió la manera o quizás en el último segundo se frenó porque ella, en el fondo, tampoco deseaba lo que estaba sucediendo.
Ahora, delante de él, alguien también quiere irse, se produce el encontronazo y se repiten palabras parecidas. Como si no hubiera tantas en los momentos críticos.
—A cualquier lado, no aguanto más acá —dice la mujer.
Pero en este caso Gonza demuestra iniciativa y seguridad, sabe lo que debe hacer y tiene coraje para ponerse en el camino y detener a la mujer que va embalada hacia la salida.
Ella intenta seguir, Gonza la sujeta, forcejean. Él no afloja, la sostiene, la abraza de atrás, la aprieta fuerte. Ella suelta la cartera, que cae al piso.
—Tranquila, tranquila —le dice Gonza sosteniéndola con firmeza. Ella intenta soltarse hasta que empieza a llorar y los músculos se van aflojando, las piernas se le doblan, se da por vencida. Gonza no se descuida, tal vez la mujer aproveche una distracción y salga corriendo hacia la puerta.
Pero no, la mujer se doblega y llora. Gonza la sostiene, no la deja llegar al piso y la ayuda a volver hasta el mostrador. Victoria acerca una silla y los pañuelos.
—En serio, imposible salir sin oxígeno, no es joda lo que está pasando —dice Gonza.
La mujer se queja entre lágrimas. Ahora Victoria se encarga de ella. La abraza, le palmea la espalda. Y también llora. Gonza se agacha, junta la cartera abierta, el lápiz de labios y una lapicera.
—Tomá, para que te pintes esta noche —le dice. La mujer ni siquiera lo mira. Quizá no entienda que Gonza es así, siempre fue así, no puede ser de otra manera.
Y si no fuera así, si no se tomara las cosas como se las toma, estaría hecho pelota, les contaba a las compañeras del hospital después de aquella noche en la que terminó yéndose de la casa.
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