Un rato en silencio. Gonza continúa en el piso, intenta comunicarse un par de veces más, pero no obtiene respuesta. Transpira, se siente agobiado, los pensamientos se le mezclan, por momentos cree estar durmiéndose. La mujer está inclinada hacia atrás en la silla, tiene la camisa empapada y la tela pegada a la piel. Gonza la observa, no le había prestado mucha atención hasta ese momento. Ella cruza las manos en la nuca para recogerse el pelo. Los pechos resaltan en la tela mojada y los pezones hacen presión sobre la camisa. Gonza se detiene en cada una de las tetas, no puede evitar compararlas, deleitarse.
La mujer baja la vista y lo observa. Gonza supone que estará arrepentida de haber elegido esa camisa o por haber levantado los brazos, pero, como ella otra vez mira hacia el techo y sigue arreglándose el pelo, él aprovecha la oportunidad. Cierra los ojos, los abre. Le parece sueño. El cuerpo flojo, liviano, como suspendido. La mujer se pone de pie, se acerca al extremo del mostrador, busca algo la cartera. Se le nota la bombacha cuando se inclina, apenas un triangulito.
Victoria cruza rápido por delante y le pregunta a Gonza si no escuchó que está sonando la alarma de la dos. Él no responde. Ella sigue hablando, dice que va a tener que darle una mano, que sola no puede con todo. Gonza no contesta, va cayendo hacia un costado.
¡Gonza!, grita Victoria arrodillándose junto a él. Le sostiene la cabeza, le toma el pulso; Gonza escucha mientras flota.
—Le bajó la presión —dice Victoria y le pide a la mujer que acerque una silla. Le levanta las piernas para apoyarlas en la silla. Recoge una almohadita y le hace viento en la cara mientras pide una revista o algo más duro. La mujer trae un cuaderno. Victoria le toca las mejillas, le habla, le pide que reaccione.
Y Gonza, después de recibir aire por unos segundos, de oír las voces mezcladas, de sentir las manos tocándole la cara, abre y cierra ojos varias veces. Victoria le pide que se quede un rato así, que no se levante.
Gonza se va recuperando, quiere sentarse, pero Victoria insiste en que espere un poco y le pregunta si comió algo hoy.
—¿Hoy? —repite Gonza mientras espera que surja la siguiente parte de la respuesta. Tarda en recordar que a la mañana se levantó tarde, salió apurado y no tuvo tiempo para prepararse algo. Entonces dice que hoy no, pero ayer sí, se comió una pizza con el Pelado.
—Entonces es eso. ¿Querés galletitas? —pregunta Victoria—. Y te preparo un café bien dulce, con eso se te va a pasar —agrega poniéndose de pie para ir hasta el mostrador.
—Pero ustedes también coman algo entonces.
—¿Comer?, yo no puedo ni tomar un vaso de agua —dice la mujer.
—Igual, va a ser mejor.
—¿Mejor qué? —pregunta la mujer.
—Mejor que coman algo, si no les va a pasar lo mismo que a mí —contesta Gonza y le mira otra vez la camisa pegada al cuerpo.
Llega el café. Gonza se sienta para probarlo y sonríe mirando a Victoria.
—¿Qué pasa? —pregunta ella.
—Así me gusta, que me atiendan como debe ser.
Y vuelve a sonreír. Ella lo mira desde arriba, ve como él se lleva una galletita a la boca y devuelve el chiste; pero no le habla a él, le comenta a la mujer:
—¿Te das cuenta?, los hombres para lo único que sirven es para comer y para que nos demos un gustito de vez en cuando, para otra cosa, olvidate.
Y Gonza desde abajo, responde:
—Y bueno, si no fuera por esas dos cosas, no habría vida en el mundo.
Otra vez silencio. Victoria recorre. La mujer va al mostrador y abre la notebook.
Gonza recibe un Whatsapp: Acá mucho calor, se sabe algo más? cuándo venís?, pregunta Lucrecia. Ya falta menos, acá también calor, nosotros bien, besos, responde él.
La mujer encuentra algo en la notebook. Lee en voz alta: “Los primeros cambios fueron detectados durante las primeras horas de la madrugada en la zona sur de Chile, precisamente en inmediaciones del Volcán Villarrica”, va leyendo la mujer en voz alta. “Gran parte de la Patagonia está bajo los efectos de la ola de gases. La situación parece ir agravándose y estaría llegando hasta el sur de La pampa”. “El ministro de ambiente junto con el de seguridad están reunidos con especialistas de diferentes áreas”
—¡No les dije que podían ser los volcanes!, por ahí viene la mano, yo escuché en algún lado que se estaban rompiendo no sé qué placas, por eso hubo tantos terremotos y erupciones estos años, sobre todo en el sur del Pacífico, donde los franceses hacían las pruebas nucleares. Andá a saber si no viene todo por eso —dice Gonza.
La mujer vuelve a leer en voz alta: “La alteración atmosférica desorientó a los expertos en catástrofes climáticas, sobre todo por la inusitada velocidad de la propagación y la escasa actividad sísmica detectada en las últimas semanas”. “En algunas regiones de Chile la situación es catastrófica, no se alcanzó ni a organizar la evacuación de la población”. “Aparentemente es similar a lo ocurrido en Tailandia en la década del setenta, cuando la zona quedó bajo una ola de gases atípicos”
Gonza está por hablar cuando empieza la melodía de su celular.
—Otro mensaje de mi hija —dice mientras va leyendo que Joaquín está descompuesto, que les queda poco crédito, que llame urgente.
De inmediato aprieta una tecla y se lleva el celular a la oreja.
—¿Qué le pasa al nene? —pregunta apenas lo atienden.
—Recién vomitó y ya nos está costando respirar acá encerrados.
—Bueno, aguanten que ya se va a estabilizar. Acérquense al tubo, bien cerca pónganse, el nene sobre todo, que respire cerca de la válvula.
—¡Si está al lado!
—Abrí un poco más entonces. Y tomen agua, no dejen de tomar agua.
—¿Ya se sabe qué pasa?
—Mucho nitrógeno en la atmósfera, casi noventa por ciento, parece que de los volcanes de Chile salieron gases.
—¿Y hasta cuándo va a ser?
—Unas horas más, un día a más tardar, por eso hay que aguantar, vos andá abriendo la canilla del tubo, con eso suficiente, vas a ver.
—Cada vez más calor acá, está insoportable.
—Acá también, pero ya va a ir bajando, hay que esperar que pase la ola, a la noche va a estar más fresco. Y no hablen mucho así no se agitan.
—¿Vos cuándo venís?
—Yo te aviso, cuando esté por salir te aviso, estoy preparando las cosas y viendo cómo hacer acá en la sala.
—¡Pero no tardes!
—Okey, no te preocupes, ocúpate de Joaquín ahora.
Gonza corta y de inmediato recuerda otra vez a sus padres. Prueba con el celular, espera hasta que atiende el contestador y corta. Intenta también llamando a dos amigos y vuelve a probar con el número de sus padres. Se pone de pie, transita por la sala, va y viene varias veces hasta el fondo y vuelve a detenerse frente a la ventana alargada. Permanece pensando en el lugar hasta que habla otra vez en voz alta.
—Tendría que salir de nuevo a buscar un televisor, seguro que están transmitiendo todo. Y también tendría que traer comida.
—¡Y dale con la comida! —acota la mujer desde el office.
—Comer hay que comer, tarde o temprano vamos a tener hambre.
—Tiene razón Gonza —dice Victoria—, y mejor ir ahora, antes de que se ponga peor.
—No sé cómo pueden pensar en la comida —exclama la mujer, pero ni Gonza ni Victoria responden. Entonces ella insiste—: ¿En serio te vas otra vez?
Gonza le explica que va y viene, que la sala de Neo es segura y la cocina principal está cerca, que se quede tranquila y ayude a Victoria que van a estar bien. Va traer un televisor porque en la sala hay cable, y aclara que antes, cuando estaba el otro director, les permitían ver los partidos en las guardias.
—En diez minutos voy y vengo, no se preocupen —agrega cruzando hacia la puerta. Se frena unos pasos más adelante, al advertir el paquete de galletitas y la taza en el piso, en el lugar donde estuvo sentado. Duda un instante, pero opta por acercarse a recogerlos.
Se agacha y detiene la mano a unos centímetros del paquete. Nota algo. El nylon suelto se mueve, vibra levemente como si lo impulsara una fuerza invisible. Gonza se arrodilla y aproxima la mano al piso. Sale aire fresco de la pared. Hay una hendija justo en la unión de dos paneles, a medio metro de donde estuvo sentado. Levanta la cabeza rápidamente y mira a las mujeres, que permanecen en el office.
—¡Traeme el oxímetro! —le pide a Victoria.
—¿Qué?
—El aparatito que traje hace un rato, alcanzámelo que quiero ver una cosa, me parece que tenemos una pérdida.
Victoria le acerca el medidor. Gonza lo deja en el piso, junto al paquete de galletitas, en plena corriente de aire. Espera uno segundos y lee en voz alta:
—Veinte por ciento, acá, entonces está rota.
—¡¿Qué se rompió ahora?! —protesta la mujer aproximándose.
—La cañería, por eso nos salvamos, hay una pérdida de aire comprimido, debe haber estado saliendo desde que empezó todo, por eso aguantamos bien —explica Gonza y sonríe. Primero mirando hacia el piso, después de pie, frente a las mujeres. Y antes de que ellas le pregunten, habla—: Por nada del mundo se les ocurra contar que nos salvamos de pedo por un caño pinchado, que crean que las salvé yo, que soy un héroe.
—¡Vos y tus chistes! —dice Victoria.
—Y bueno, alguien tiene que ponerle onda —dice y se detiene mirando a la mujer, que niega con la cabeza.
—Mejor andá, Gonza. Y apurate antes de que se ponga peor.
Gonza se pasa una toalla por la cara y el cuello antes de levantar el tubo, colocarse la mascarilla y colgar el oxímetro portátil del cinturón. Demora unos segundos frente a la puerta. No está tan seguro de emprender la salida. Pero no quiere pensar en eso, ya habló y le parece que salir rápido es lo más conveniente. Entonces abre la puerta y lo hace.
Unos metros más adelante desocupa una camilla para cargar mercadería y llevar el tubo.
La cocina está al final del pasillo que acaba de tomar. Recorre despacio los últimos metros. Deja la camilla a un lado de la entrada, se detiene frente a la puerta vaivén, se quita la mascarilla y aspira por la ranura por si quedó una hornalla encendida y el gas abierto. Le parece que no hay olor a gas. Vuelve a colocarse la mascarilla, empuja una hoja de la puerta, avanza dos pasos y se detiene. La cocinera en el piso, dos mucamas al lado de la ventana. Las conoce, muchas veces tomaba mate con ellas. Laura y Florencia.
Con Florencia la pelearon juntos en casi todas las marchas del gremio, lucharon por el aumento del año anterior, compartieron las manifestaciones por el centro de la ciudad, los cortes de ruta y el acampe frente a la gobernación. Horas hablando y esperando a que el gobierno los atendiera y les otorgara un aumento que, al momento de recibirlo, ya había perdido gran parte del valor. Así supo Gonza que ella tenía dos hijas, que su marido trabajaba en la construcción y que se estaban haciendo una casa en un terreno que les adjudicaron en Villa Farrel. Ella y el esposo pegaban ladrillos los fines de semana, contaba siempre Florencia con una sonrisa luminosa, como si delante de ella estuviera flotando la casa que estaban construyendo. O viera a sus hijos corriendo en el jardín. O a su marido preparando el asado en el patio, bajo el sauce del fondo. En malla y con sombrero. Después comen todos juntos a la sombra del sauce, en la mesa de plástico. Al final brindan; Florencia con su esposo, sus hijos, los nietos, las nueras y los yernos, todos bajo el sauce de siempre, que ya es mucho más grande que cuando recién se mudaron a la casita. Otro domingo de compartir, de brindar por nada o por todo, o porque sí, porque valió la pena el esfuerzo, cada día de trabajo, cada marcha por el centro, cada ladrillo pegado, cada lágrima, cada sonrisa, cada beso. Porque esa es la vida y ahí está la felicidad, en el almuerzo del patio, en brindar con los que uno ama, en luchar por algo justo, en recordar lo vivido, en sonreírle al futuro.
Gonza no se mueve del lugar y vuelve a preguntarse si valdrá la pena el esfuerzo.
Cree que sí, que vale la pena, debe intentarlo, una responsabilidad grande le toca, como si lo hubieran puesto ahí por algo, como si la vida fuera una posta, una cadena, un hilo que lo atara a Florencia, a los demás, a todo y él fuera un eslabón, un eslabón más. Uno absolutamente necesario.
Sabe que debe reanudar la marcha, pero no puede, le duele demasiado ver a Florencia en el piso. Apoya la espalda en la pared, las manos se elevan, le cubren los ojos y llora. Se mantiene unos segundos así hasta que recuerda su misión y la voz de Florencia insistiendo con que no deben aflojar, el que afloja pierde. Entonces suspira, la observa por última vez y acerca la camilla a la heladera para poner cajas de leche, yogures, fruta. Sigue hasta las alacenas. Varios paquetes de galletitas, frascos de dulce, dos paquetes de yerba. Mira hacia la mesada, desayunos preparados. Café, se le ocurre, bastante café y pan y azúcar.
Saca el teléfono del bolsillo para llamar a Victoria y preguntarle qué más necesitan para los bebés.
—Con la leche que trajiste alcanza para bastante tiempo, pero no sé, fijate. Agua mineral, si ves.
Gonza recorre, carga una botella de gaseosa, varias de agua, apaga la luz para salir y lo invade una certeza: olvida algo, algo importante.
Demora unos segundos pensando, pero no recuerda lo que olvida.
Entonces continúa tirando de la camilla cargada. Saca dos luces de emergencia del pasillo. Por la mitad del recorrido vuelve a pensar que olvida algo. Y, a la par del pensamiento, otra certeza: Ya vivió el momento. No recuerda dónde ni cuándo, pero sucedió exactamente igual, está segurísimo. Desde chico le pasa, por eso no le llama la atención. Como si captara simultáneamente dos tiempos lejanos, paralelos. En algunas ocasiones hasta le pareció vislumbrar situaciones anticipadas que terminaron concretándose. Tal como le ocurre mientras tira de la camilla e imagina lo que escuchará al llegar. Pantallazos de la existencia. Errores del tiempo. Instantes confundidos.
Tal vez sea algo relacionado con la experiencia y los presentimientos, decía Gonza cuando hablaba de eso con Lucrecia. En cambio ella opinaba que son miedos naturales por lo que viene; que así como él se imaginó en una Navidad solo, esperando las doce para hablar por teléfono con sus hijos, ella cree que eso le pasa a cualquiera que piense un poco, no hace falta ser muy perceptivo ni inteligente para darse cuenta de que si las cosas en una pareja van de mal en peor, tarde o temprano terminarían cada uno por su lado; y entonces él, por supuesto estará solo en alguna Navidad y deberá hacer la llamada a las doce para saludar a los chicos. No son presentimientos ni intuiciones, es sentido común, lo lógico si uno piensa dos minutos.
Gonza se apoya en la pared del pasillo. Una combinación imprevista: agitación y bronca. Y a la vez que mira el piso se pregunta ¿cómo mierda pudo? No vuelve al argumento sobre la edad de sus hijos o la fantasía de que la relación podría mejorar con el tiempo. No, permanece mirando el piso, respirando aceleradamente, empantanado en la pregunta, patinando en la mierda.
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