Estimada María. Así comienza el mail que la periodista y escritora María O’Donnell recibió, en 2017, de manos de Mario Firmenich, fundador y último líder de Montoneros. Desde España, Firmenich rechaza un pedido de entrevista realizado largo tiempo atrás. Dice, en la extensa respuesta, que muchas fueron las razones que lo llevaron a dejar de hablar con medios. La principal, asegura, es su “proscripción política” en Argentina.
“En la Argentina de los últimos 35 años, ha habido un intrusismo profesional generalizado en la labor de los historiadores referida a la convulsa vida política del país en las décadas pasadas. Eso, además, ha sido funcional también a la demonización de los Montoneros en general y de mi persona en particular”.
Por supuesto, en ningún momento de la misiva electrónica Firmenich hace referencia a los temas por los que fue contactado, en especial, el asesinato del general Pedro Aramburu, del que se cumple, el próximo 1° de junio, medio siglo.
El mail forma parte de Aramburu. El crimen político que dividió al país. El origen de Montoneros, último libro de O’Donnell (Editorial Planeta), en el que la autora desmenuza lo que fue la presentación en sociedad de Montoneros, la agrupación guerrillera que hasta al momento de asesinar a quien fuera presidente de facto entre 1955 y 1958, era totalmente desconocida para la población en general.
Luego del golpe de Estado autodenominado Revolución Libertadora, que derrocó a Juan Domingo Perón, Aramburu tomó el control del país en noviembre de 1955, en lugar de Eduardo Lonardi, en lo que se considera un golpe palaciego.
Durante su mandato dictatorial clausuró el Congreso Nacional, depuso a los miembros de la Corte Suprema, como a autoridades provinciales, municipales y universitarias, entre otras medidas. También, se desarrolló la proscripción del peronismo.
En el libro, trabajado a partir de entrevistas con numerosas fuentes, la autora relata sus intentos para contar con la voz de Firmenich. Si bien al principio se negó rotundamente, luego accedió a una reunión informal en Sitges, Cataluña, en agosto de 2017.
Este fue el último testimonio realizado, hasta hoy, por el jefe guerrillero. De aquellas declaraciones se desprende que casi medio siglo después su pensamiento se mantiene intacto: el secuestro y asesinato de Aramburu fue una venganza por la Revolución Libertadora de 1955, el fusilamiento de los involucrados en la rebelión de Juan José Valle y el robo del cadáver de Eva Perón. Es más, en una mirada algo mesiánica, asegura que la agrupación respondía a la voluntad del pueblo.
Las razones del secuestro
De aquel encuentro entre la periodista y Firmenich se desprende que el primer objetivo de la agrupación era Isaac Francisco Rojas, oficial naval militar que se desempeñó como vicepresidente de facto durante el tiempo de Aramburu en el poder. Pero luego de una investigación básica y varias actividades de seguimiento para chequear si era factible, decidieron desistir. “Rojas era muy meticuloso con su seguridad. Un tipo muy paranoico. Se movía de forma tal que resultaba imposible aplicar el factor sorpresa que necesita una operación de este tipo”, recordó.
En ese sentido, comentó que matar a cualquiera de los dos les daba lo mismo y que la balanza se inclinó por la víctima más vulnerable: Aramburu, que no tenía custodia. “Lo importante era emitir un mensaje claro”, dijo.
La metodología, aseguró, la habían aprendido en el Nacional de Buenos Aires, donde cursó sus años de formación: el fusilamiento de Manuel Dorrego, quien varios años después de luchar en la guerra de la independencia fue un gobernador de Buenos Aires de espíritu federal, un “mártir de la causa nacional y popular”, ejecutado sin juicio previo.
“En el colegio nos habían enseñado en dos líneas cómo habían fusilado a Dorrego. Pues bien, nosotros los obligaríamos a contar en dos líneas cómo había sido el ajusticiamiento de Aramburu”...“ En el revisionismo histórico está nuestra base”, agregó Firmenich.
En un reportaje de septiembre de 1974 en la revista La Causa Peronista, Firmenich y Norma Arrostito revelaron por primera vez algunos detalles, como la fecha del secuestro y la modalidad de ejecución: “El ajusticiamiento de Aramburu era un viejo sueño nuestro… La ejecución de Aramburu debía significar precisamente la aparición pública de la organización”.
Noticia de un secuestro
Aramburu fue secuestrado el 29 de mayo de 1970, fecha en que se celebraba el Día del Ejército con un acto en El Palomar, al que nadie lo había invitado. Es que las Fuerzas Armadas tenían sus propias internas y Aramburu se encontraba enfrentado a Juan Carlos Onganía, quien entonces era el presidente de facto tras el golpe autodenominado Revolución Argentina de 1966.
Por lo que cuando la noche anterior Aramburu comenzó a recibir extraños llamados telefónicos, sospechó que su enemigo en las fuerzas estaba burlándose de él de alguna manera.
Así, a las 8.45 de aquella mañana, un Peugeot 504 blanco se detuvo en la calle Montevideo, a mitad de camino entre Santa Fe y Charcas, como se llamaba entonces Marcelo T. de Alvear. Del asiento del acompañante descendió Ignacio Vélez Carreras, mientras que Fernando Abal Medina y Emilio Maza lo hicieron del trasero, vestidos como militares. Vélez le comunicó al encargado del estacionamiento donde vivía Aramburu que estaban allí para buscarlo. Comenzaba el Operativo Pindapoy.
Al mismo tiempo, una pickup Chevrolet -el auto de apoyo- se detenía frente a la puerta del colegio Champagnat de los Hermanos Maristas. Allí estaban Gustavo Ramus al volante; su compañero del colegio secundario, Firmenich, disfrazado de policía, y Carlos Maguid, con una sotana.
Firmenich se paró en la vereda y Maguid buscaba confundirse entre los curas. La puerta trasera de la camioneta quedó abierta, con una ametralladora al alcance de la mano para cualquiera de los dos. Norma Arrostito había bajado antes, en la esquina de la avenida Santa Fe, y caminaba hacia la puerta: su puesto asignado de vigilancia.
A las 8.50 tocaron el timbre del departamento del octavo piso de Montevideo 1053. La mujer de Aramburu, Sara Herrera, los dejó subir sin preguntas. Abal Medina, Maza y Vélez Carreras utlizaron el ascensor.
Cuando llegaron al octavo piso, los dos vestidos de militares salieron al palier del departamento; Vélez, que estaba de civil, quedó escondido dentro del ascensor.
Sara abrió la puerta y Abal Medina, con un bigote postizo, se presentó con un apellido falso que ella no recordaría luego. “Nos envía el comandante en jefe del Ejército a ver al teniente general Aramburu”, dijo. Ella desconfió, pero ambos aparentaban treinta y cinco, dijo, por lo que le pareció verosímil.
Pasaron a un living en el que nunca habían estado, pero conocían a la perfección. Firmenich los había espiado desde la biblioteca del Champagnat, ubicada a la misma altura en el edificio de enfrente. Los curas maristas, que lo conocían del Nacional Buenos Aires y de su militancia en la Juventud Estudiantil Católica, jamás sospecharon que su interés iba más allá de los libros.
Esperaron en unos sillones mientras el militar se preparaba. Les ofrecieron una taza de café, que no tocaron para evitar dejar huellas digitales y luego, aprovechando que Sara había bajado a realizar unas compras, se retiraron en silencio. Sin dejar ningún tipo de rastros ni recados para la esposa.
A su regreso, Sara encontró sospechoso que su esposo no le hubiese avisado a dónde iba, tanto como que se hubiera marchado sin afeitarse y con ropa del día anterior. Algo no estaba bien.
Preguntando a personal del edificio, supo que no eran dos, sino tres quienes escoltaron al militar hasta el Peugeot 504. Uno de los oficiales abrió la puerta trasera; Aramburu subió y quedó en el medio cuando el otro subió por la otra puerta. El civil ocupó el lugar del acompañante.
En una declaración posterior, Humberto Fernández, responsable del estacionamiento del edificio, comentó que toda la escena había sido muy extraña, desde no haber sido saludado hasta que se haya subido a la parte de atrás del auto, pero no le dio importancia y mucho menos se le ocurrió memorizar el número de la patente.
A las 10.20 , Sara llamó a su hijo al estudio de abogados donde trabajaba, y le pidió que fuera a verla de inmediato. Luego, hizo lo mismo con Bernardino Labayru, uno de los generales que acompañaba sin condiciones a su marido desde la época de la Revolución Libertadora.
Así, fueron llegando otros conocidos, contactos políticos, quienes descartaron la idea de un secuestro realizado por el Ejército, lo que generó aún mayor inquietud. La noticia llegó a Onganía en el evento de El Palomar, pero ante la sospecha de que no harían nada se decidió contactar al Lauro Laiño, subdirector del diario La Prensa.
A las 12.45, finalmente, el comando radioeléctrico pidió la intercepción del Peugeot 504 blanco en el cual “viajarían dos personas con uniforme militar y dos de civil, más un tercero que sería una alta autoridad nacional, que se trataría del ex Presidente Provisional de la Nación, el teniente general retirado Pedro Eugenio Aramburu”.
Firmenich especuló en La Causa Peronista que Aramburu “debía creer que alguien se adelantaba al golpe que habían planeado” (a Onganía) y que también los benefició el factor sorpresa: “Teníamos una ventaja: nadie sabía que existíamos. No había guerrillas urbanas operando tampoco”, le dijo en Barcelona a O’Donnell.
El “paseo” a Timote
Una vez en el auto, comenzaron a recorrer el trayecto planeado. Lo primero, se desprendieron del Peugeot -un auto robado y con patente falsa- a unas treinta cuadras, abandonándolo en una calle paralela a las vías del tren Mitre, tras una plaza pegada a la Facultad de Derecho.
“Hacíamos todo con guantes, para no dejar impresiones digitales. No sabíamos mucho sobre el asunto pero por las dudas no dejábamos huellas ni en los vasos. En las prácticas llegamos a limpiar munición por munición con un trapo”, dijo Firmenich.
Pasaron a Aramburu a la camioneta Chevrolet —también robada- y lo sentaron en la parte trasera, sobre la rueda de auxilio. Alguien llevaba un cuchillo de combate para “eliminar al jefe de la Libertadora” allí mismo si era necesario: “Así se había decidido desde el principio. El fusilador tenía que pagar sus culpas a la Justicia del pueblo”.
Luego, algunos se dividieron en dos Renault 4L que desde la noche anterior permanecían estacionados en la zona. Abal Medina y Firmenich abandonaron la pickup y subieron a Aramburu a la camioneta Gladiator 380 de la madre de Ramus.
Evitaron la autopista y gran parte del viaje fue por un camino de tierra que corría paralelo a las vías del tren. Tardaron ocho horas en recorrer una distancia que se podía cubrir en cuatro, pero les pareció más seguro evitar controles. No se detuvieron ni a comer o ir al baño.
En La Causa Peronista, dijeron que Aramburu nunca les generó un problema: “Se sentó en la rueda de auxilio. No decía nada, tal vez porque no entendía nada. Le tomé la muñeca con fuerza y la sentí floja, entregada. No habló en todo el viaje. Salvo cuando alguien preguntó dónde estaba el bidón. ‘Acá está’ —dijo”.
“Fue un paseo”, sentenció Firmenich. Llegaron a la La Celma, una estancia en el pueblo de Timote, del municipio de Carlos Tejedor, que pertenecía a Ramus por una herencia materna.
El fusilamiento
“General Aramburu, usted está detenido por una organización revolucionaria peronista que lo va a someter a un juicio revolucionario”, escuchó el militar en la voz de Abal Medina. “Bueno”, fue su respuesta.
Cuando caía la noche del 29 de mayo, Jorge Antonio Bocacci, periodista de la agencia Saporitti, recibió una llamada misteriosa, en la que le avisaban que en Zapata 573, barrio de Colegiales, debajo de una cortina metálica, encontraría información sobre el secuestro del general Aramburu.
En el sobre se encontraba el primer comunicado de un ignoto comando, el Juan José Valle de Montoneros, que se hacía responsable del secuestro. Lo más extraño era que no pedía absolutamente nada a cambio. Luego apareció otro en Rosario, hacia donde se había dirigido Ignacio Vélez Carreras tras el secuestro, para dar la impresión de una extensión territorial amplia.
Los primeros interrogados por parte de la policía fueron los integrantes de un grupo folclórico llamado Montoneros, luego la hija de Juan José Valle, pero en ambas ocasiones no tenían nada para relacionarlos al caso, así que los liberaron.
Entonces comenzaron a aparecer cartas, llamadas, mensajes, de diferentes agrupaciones que se hacían pasar por Montoneros con pedidos disímiles. Esto enfureció a Abal Medina, quien escribió un segundo comunicado para demostrar que ellos realmente eran los responsables del hecho y pedía a “las organizaciones cuyos nombres han sido utilizados la pronta desmentida de los falsos comunicados”.
El 31 de mayo, salió un nuevo comunicado, en el que se anunciaba que el tribunal revolucionario había resuelto: “condenar a Pedro Eugenio Aramburu a ser pasado por las armas en lugar y fecha a determinar” y que se le iba a “dar cristiana sepultura a los restos del acusado, que solo serán restituidos a sus familiares cuando al Pueblo Argentino le sean devueltos los restos de su querida compañera Evita”.
Mientras tanto, Sara Herrera guardaba esperanzas. En su departamento se había armado un grupo de investigación paralela, con militares afines a su marido, y hasta habían tenido una reunión con Onganía, en la que no obtuvieron respuestas.
El 1º de Junio de 1970, salió el cuarto comunicado:
Al Pueblo de la Nación:
La conducción de Montoneros comunica que hoy a las 7.00 horas fue ejecutado Pedro Eugenio Aramburu.
Que Dios Nuestro Señor se apiade de su alma.
De acuerdo a los dichos de Firmenich, Abal Medina ejecutó Aramburu en un sótano de La Celma. El impacto político del crimen fue el último golpe a la dictadura de Onganía. Ya había pasado el Cordobazo, en el que tuvo que devolver privilegios a los trabajadores, la Noche de los Bastones Largos, la censura al arte y la cultura, y encima el secuestro y asesinato volvían a colocar a Perón en el centro de la escena.
Una semana después de la ejecución, renunció. Fue reemplazado por Marcelo Levingston, quien prometió iniciar una transición hacia una democracia “sin exclusiones” para que la posibilidad de que Perón regresara fuera suficiente para evitar peores escenarios.
Nada alcanzó.
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