La victoria arrasadora de Alemania sobre Francia y sus aliados en mayo-junio de 1940 es un hito de la historia militar mundial. Todavía hoy despierta el interés de los especialistas y aficionados, considerándosela una obra maestra de la Blitzkrieg o “guerra relámpago”. Esa palabra fue acuñada por la prensa occidental para referirse a la impactante y, al parecer, inédita forma alemana de hacer la guerra por tierra y aire con gran flexibilidad, velocidad y agresividad. Sin embargo, para sus supuestos creadores se trataba más bien de una “vuelta a las raíces”.
En su obra póstuma titulada La extraña derrota, Marc Bloch –historiador, soldado y miembro la resistencia, capturado y fusilado por los nazis en 1944– examinaba las causas del colapso francés y concluía: “Nuestros jefes, sumidos en un mar de contradicciones, pretendieron ante todo repetir en 1940 la guerra de 1914-1918. Los alemanes, en cambio, libraron una guerra propia de 1940”.
En efecto, desde el final de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) la Francia victoriosa se dedicó a reforzar su preparación para una eventual guerra de trincheras y frentes fijos: el símbolo fue la construcción de la célebre Línea Maginot, una serie de fortificaciones y estructuras defensivas a lo largo de la frontera con Alemania. A esto se sumaba una compleja organización de las fuerzas militares, con un laberinto de unidades, jefaturas, subjefaturas y altos mandos que daría por resultado un ejército sumamente lento. Peor aún: en los prolegómenos de la invasión, los altos mandos castrenses creían que el enemigo repetiría el plan de 1914: un ataque frontal con el grueso de las fuerzas a través de Bélgica, comenzando una nueva guerra prolongada sin momentos decisivos en las etapas iniciales.
A pesar de las enormes limitaciones impuestas por los vencedores, Alemania dedicó el período de entreguerras (1919-1939) a innovar, teorizando sobre las potencialidades ofensivas de los tanques, el uso combinado de las distintas armas y el papel destacado que la fuerza aérea cumpliría en el futuro.
Con el ascenso del nazismo al poder en 1933 y la remilitarización iniciada en 1935, la plana mayor castrenses avanzó hacia la formación de un ejército moderno, destacándose la creación de las divisiones panzer, la innovación más importante del período. Se trataba de unidades compuestas principalmente de tanques aunque también incluían elementos de otras armas como tropas de reconocimiento, infantería, artillería y logística. Cada una de estas fuerzas de apoyo podía ser tan rápida como los carros blindados, pudiendo moverse en bloque y maximizar las cualidades del tanque: velocidad, maniobrabilidad e independencia de acción.
Concluida la guerra de trincheras, el Heer –el ejército alemán– retornó una concepción del conflicto armado basada en el concepto de la guerra de movimiento, que poseía un gran arraigo en el pasado. Las fuerzas militares del Tercer Reich (1933-1945) se referenciaban en un modelo: el Reino de Prusia (1701-1918), el Estado germánico que jugaría un papel protagónico en la unificación de Alemania en el siglo XIX.
Debido a su particular ubicación geográfica en el centro-norte del continente, su tamaño modesto y recursos limitados, rodeado además de enemigos poderosos como Francia y el Imperio Austríaco, desde el siglo XVIII el joven Estado báltico se propuso evitar las guerras largas. Su doctrina se resumía en el concepto de Bewegungskrieg, es decir, “guerra de movimiento”: el desplazamiento dinámico y flexible de grandes unidades de combate, ejecutando un ataque violento y masivo para dejar al enemigo destruido por completo o lo suficientemente dañado y asustado como para evitar un segundo round. Se podía implementar mediante una maniobra sorpresiva contra un flanco desprotegido o utilizando el grueso de las fuerzas propias contra la retaguardia del adversario.
Para el ejército prusiano, la batalla ideal era la Kesselschlacht, “batalla de caldera”, rodeando al enemigo y aniquilándolo mediante ataques concéntricos. Para ello se requería un extremadamente alto nivel de agresividad y un cuerpo de oficiales dispuestos a lanzar las operaciones sin importar los riesgos. Se debía contar con un sistema flexible de comando, con amplios márgenes de iniciativa y autonomía en el terreno. Los altos mandos simplemente trazaban la estrategia general; el resto era responsabilidad de los mandos inferiores. Bajo el signo de la guerra de movimiento, en paralelo con un notable desarrollo económico, social y cultural, Prusia mostraría a los Estados alemanes el camino de la unidad nacional a través de una serie de campañas victorias: contra Dinamarca (1864), contra Austria (1864-1866) y contra Francia (1870-1871), resultando en la fundación del Segundo Imperio Alemán (1871-1918) y la hegemonía continental por varias décadas.
Junto con la campaña de Polonia en septiembre de 1939, una de las imágenes más impresionante de la Wehrmacht –las fuerzas armadas alemanas– en acción se forjó en la ofensiva en el oeste entre abril y junio de 1940. Dinamarca y Noruega cayeron primeras como el resultado de un ataque combinado de fuerzas terrestres, anfibias y paracaidistas. Determinados a derrotar a Francia, los alemanes se lanzaron a las operaciones a comienzos de mayo con una invasión a través de Bélgica y Holanda, haciendo creer a los franceses que serían golpeados masivamente desde el norte, tal como en la Gran Guerra del ’14. Se trataba de un engaño: mientras que los aliados suponían estar combatiendo contra el principal contingente enemigo, en realidad lo estaban haciendo contra una parte. En paralelo, el grupo más poderoso, con las divisiones panzer a la cabeza, estaba cruzando sorpresivamente a través del bosque de las Ardenas, al sur de Bélgica y por Luxemburgo, por una zona que los franceses consideraban infranqueable por los obstáculos naturales que imponían el terreno y la vegetación.
La jugada maestra había comenzado: una fila gigante de tanques, camiones, vehículos de reconocimiento, artillería y apoyo aéreo de la Luftwaffe –la fuerza aérea– avanzó por el punto ciego del enemigo. Luego de barrer la resistencia que encontraron a su paso, las tropas se dirigieron en dirección al norte hacia el Canal de la Mancha, encerrando y atacando por la retaguardia al enorme ejército integrado por franceses, ingleses y belgas, acompañados de un grupo más pequeño de combatientes polacos y holandeses. Los desesperados intentos aliados por romper el cerco gigante que se formó a su alrededor fracasaron amargamente bajo los ataques combinados de la artillería, la fuerza aérea y los tanques.
En pocos días, las tropas de Hitler destruyeron al gran ejército aliado en el norte: no menos de un millón y medio de soldados. Se trató de la mayor batalla de encierro de la historia hasta ese momento: guerra de movimiento a escala industrial. A diferencia de las campañas anteriores, esta vez los alemanes habían aplastado a lo mejor de las fuerzas francesas e inglesas, dos ejércitos de primera línea. Lo que siguió fue el avance sobre Francia, la derrota de los últimos focos de resistencia, la victoria y la ocupación. La Wehrmacht tomó París el 14 de junio y el armisticio se firmó el 22 de junio. El país se dividió en dos: del centro hacia el norte se estableció un gobierno con autoridades alemanas; hacia el sur se impuso un régimen colaboracionista.
Aprovechando los 80 años de estos acontecimientos, ¿qué puede decirse de la Blitzkrieg? Si la guerra fuera simplemente el arte de la humillación total del enemigo en el primer combate, la Wehrmacht habría ganado la guerra. Entre 1939 y 1941 polacos, daneses, noruegos, holandeses, belgas, franceses, yugoslavos, griegos, británicos y soviéticos aprendieron esta dura lección. En el caso de los británicos, por ejemplo, su ejército fue aplastado no sólo en el primer encuentro durante el ataque a Francia, sino tres veces más: en el norte de África, en Grecia y, nuevamente, en Creta. De igual forma, en los meses iniciales de la invasión a la Unión Soviética de junio de 1941, el Ejército Rojo fue golpeado de forma brutal como pocas veces se tengan registro: millones de soldados muertos, heridos y capturados. Y, finalmente, no hay que olvidar que el primer encuentro del ejército estadounidense con las tropas alemanas en África también fue una experiencia traumática.
Sin embargo, la guerra de movimiento/Blitzkrieg tenía sus puntos débiles, revelados en profundos problemas estratégicos. La idea de una victoria rápida y decisiva dejó de lado la necesidad de pensar en detalle la logística. La producción y análisis de la información sobre el enemigo –la inteligencia– así como el cuidado sobre la filtración de datos sobre la estrategia propia –la contrainteligencia– también fallaron. El planeamiento con objetivos de largo plazo relativos a la guerra, la mano de obra y la producción industrial, generalmente se descuidaron. El principal déficit era la desconexión conceptual entre obtener una victoria decisiva en el campo de batalla y asegurar el triunfo en el conflicto bélico. Además, en la era de la guerra total y en combinación con la ideología nazi, se produjo una innumerable cantidad de crímenes de guerra así como la participación en el genocidio de los judíos.
La Blitzkrieg no se entiende plenamente desde el concepto de novedad: se trató más bien del renacimiento en hierro y acero de la guerra de movimiento. El ejército alemán tenía una zona de confort: Europa Central. Para 1942, el objetivo simultáneo de conquistar la Unión Soviética al tiempo que se mantenía una campaña en el norte de África resultó imposibles de sostener. La Wehrmacht era una fuerza diseñada, entrenada y equipada para librar encuentros más limitados en el tiempo y el espacio, en línea con la tradicional doctrina de Prusia. La invasión aliada por el sur de Italia en 1943 y por el norte de Francia desde 1944, el impulso renovado que aportaron los Estados Unidos y el colapso de las tropas alemanas en el este ante el avance imparable del Ejército Rojo condujeron una derrota inapelable. La caída del Tercer Reich significó el final de muchas cosas: también el de una forma de hacer la guerra.
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