"Una secta extraña, formada por mujeres y hombres de varias partes de Alemania que llegó a Aachen (Aquisgrán) y de ahí siguió hasta Hennegau y a Francia. Su estado era el siguiente. Tanto hombres como mujeres habían sido tan ultrajados por el diablo que bailaban en sus casas, en las iglesias y en las calles, tomados de la mano y saltando en el aire”.
Así describió fray Pedro de Herental a ese grupo de personas que danzaba maniaticamente por todos lados. Era el año 1374, apenas unas décadas después de que la Peste Negra había alcanzado su pico de exterminio: Europa había sido arrasada. No existen cifras oficiales, pero se calcula que la Peste, que alcanzó su máximo de fatalidades entre 1347 y 1353, mató entre el 30 % y el 60 % de la población, un total de 25 millones de personas, a las que se le suman entre 40 y 60 millones en África y Asia.
Las crónicas de entonces -de alrededor de una docena de autores del medioevo- comparten experiencias afines en distintos puntos del mapa: miles de personas bailaron en agonía durante días o semanas, mientras le imploraban a sacerdotes y monjes para que salvasen sus almas. La pandemia del baile, también llamada coreomanía, atacaba de nuevo.
Esta no fue la primera vez (ni la última) que este mal hacia estragos entre los europeos. Desde el siglo XI, ya existían antecedentes documentados sobre este comportamiento contagioso, que comenzaba con una persona y, como si fuera un flashmob contemporáneo, se le iban sumando más y más individuos hasta convertir la escena en algo caótico, incontrolable.
El primer incidente de coreomanía se produjo en la víspera de Navidad en 1021, cuando menos de 20 personas comenzaron a bailar frente a la iglesia de Kölbigk, Alemania. Cuenta un cronista de época, que el sacerdote los maldijo a bailar por un año entero por no respetar la misa y que así sucedió. En el día anterior a Navidad del ‘22 se detuvieron y cayeron al piso, algunos durmieron por semanas, otros jamás despertaron. El poeta Manuel des Pechiez, en un texto de 1260, recoge esta experiencia.
Luego, sucedió en 1247, ahora en Erfurt, también Alemania. Un gran grupo de niños viajó hasta Arnstadt bailando durante todo el camino y, según algunas fuentes, esta experiencia dio origen a la leyenda del flautista de Hamelin. En Erfurt, unas décadas después, la pandemia llegó a tal punto que alrededor de 200 personas terminaron bailando en el puente de ingreso al pueblo hasta que éste se derrumbó, por lo que todos murieron ahogados en el río Maastricht.
En aquellos tiempos ciudades como Colonia, Flandes, Franconia, Hainaut, Metz, Estrasburgo, Tongeren o Utrecht, reportaban casos, luego siguieron Augsburgo y Estrasburgo, en 1418. En Schaffhausen, cuentan que un monje bailó hasta la muerte y en Zúrich la plaga enloqueció a un grupo de mujeres.
Si bien los eventos de Kölbigk, Erfurt y Maastricht parecen invenciones de época, relatos fantásticos de una sociedad profundamente ignorante, no se puede decir los mismo de los brotes de 1374 y 1518, por ejemplo, donde la documentación es vastísima, y van desde crónicas de puntos alejados hasta órdenes municipales, sermones y vívidas descripciones, como las escritas por el médico renacentista Paracelso, responsable del término coreomanía: choros (baile) y manía (locura).
En el caso de 1518 en Estrasburgo, incluso, se conoce hasta la responsable que inició todo: la señorita Troffea, quien comenzó a bailar en la calle y a los cuatro días poseía 33 acompañante. Un mes luego ya eran 400 bailarines, muchos de los cuales sufrieron ataques al corazón y murieron en medio de la danza.
En algo que están de acuerdo todos los autores es que nadie bailó por deseo propio, pero las razones que llevaron a este comportamiento siguen siendo una incógnita, aunque hubo -hay- diferentes teorías.
Algunos lo relacionan con el ergotismo, el consumo de un tipo de moho que crece en los tallos de centeno maduro y puede causar alucinaciones, espasmos y temblores y que, por ende, habría contaminado la harina -el dramaturgo argentino Carlos Gorostiza, utilizó este tipo de contaminación alimenticia-perceptiva para su maravillosa El Pan de la Locura (1958). El problema con esta teoría es que los efectos fueron los mismos en muchas personas, lo que no era común, como tampoco explicaba que pudieran soportar por tantos días de esfuerzo físico.
En un paper del prestigio sitio de noticias científica, The Lancet, se introduce que “las víctimas de las epidemias de baile estaban experimentando estados alterados de conciencia. Esto se indica por sus extraordinarios niveles de resistencia. En estado de trance, habrían sido mucho menos conscientes de su agotamiento físico y el dolor de los pies, hinchados y lacerados”.
Volviendo a la de 1374 post Peste Negra, por ejemplo, la presencia de los sobrenatural/religioso se hace evidente, con personas que gritaban nombres de demonios, que pedían ser exorcizadas en el medio del trance, mientras manifestaban extrañas aversiones a los zapatos puntiagudos y al color rojo.
Por su parte, España también tuvo sus casos. Así lo describió Xesús Taboada Chivite en su Etnografía galega en la que sostiene una relación entre las pandemias de baile con la foliada, el baile tradicional del norte del país ibérico. Por otro lado, el inmunólogo e investigador mexicano Ruy Pérez Tamayo sostienen en su Enfermedades viejas y enfermedades nuevas un fuerte correlato entre aquellas pandemias y muchas de las danzas medievales. Y que algunas, con cambios, han llegado hasta la actualidad.
Ese es el caso de la Procesión de danzantes de Echternach, en el Rhin, que sucede cada martes de Pentecostés. Declarado por la Unesco Patrimonio de la Humanidad en 2010, este baile de carácter religioso tuvo su orígenes en el año 1100 y rinde culto a San Wilibrordo, el monje fundador de la abadía de Echternach, al que se venera por su labor misionera, sus buenas acciones y sus dones para curar algunas enfermedades.
Por supuesto, en aquellos tiempos oscuros la fe jugó un papel importante. Cuando en 1430 Alsacia tuvo una gran epidemia del baile, los posesos fueron llevados a la capilla de San Vito en Zabern, donde se habrían curado. Por eso se la llamó Danza de San Vito, aunque si alguien te la deseaba no esperaba que nada bueno te sucediese. La coreomanía también fue denominada Baile de San Juan, debido a que se la consideró como una maldición enviada por San Juan Bautista.
En el texto de The Lancet, John Waller -profesor de historia de la medicina de la Universidad de Michigan y con especialidades en historia moderna y biología humana en Oxford- agrega: "Los altos niveles de angustia psicológica aumentan significativamente la probabilidad de que un individuo sucumba a un estado de trance involuntario. Es poco probable que sea una coincidencia, por lo tanto, que la plaga de baile de 1374 se extendió en las áreas más salvajemente afectadas a principios de año por el diluvio más devastador del siglo XIV. La gente de Estrasburgo y sus alrededores experimentaron una angustia similar en 1518, después de una sucesión de cosechas espantosas, los precios más altos de los granos durante más de una generación, el advenimiento de la sífilis y la recurrencia de asesinos tan antiguos como la lepra y la peste negra. Incluso para los estándares agotadores de la Edad Media, estos fueron años muy duros”.
En ese sentido, su tesis apunta a los grandes momentos de estrés social como también a los relatos de los “rituales de posesión”, que se han desarrollado a lo largo de la historia, en los cuales se demuestra que las personas “tienen más probabilidades de entrar en estado de trance si esperan que suceda y que los participantes fascinados se comportan de manera ritual", y que “sus pensamientos y movimientos son moldeados por creencias espirituales de sus culturas”.
De acuerdo al historiador, existen una gran variedad de fuentes, que van del arte a las crónicas y libros de leyes, que revelan que la mayoría de estas regiones existía un temor a un castigo divino y que estas se entrelazaban a partir de los canales comerciales que compartían.
En resumen, el cuadro epidemiológico -concluye- es sorprendentemente consistente con una forma de contagio cultural. Solo donde había una creencia preexistente sobre una maldición de baile, la angustia psicológica se podía convertir en la forma de una danza frenética.
Otro punto que solventa esta teoría es que entonces bailar era tanto la enfermedad, como la cura. En 1518, por ejemplo, las autoridades contrataron bailarines e incluso músicos para que las personas se mantuvieran en movimiento. Por supuesto, eso solo habría empeorado la curva de contagio psíquico.
Con respecto al baile como cura, uno de los ejemplos más notables es el de la tarantella. Este baile, surgido en Italia en el siglo XIII, tenía la capacidad de ser el único antídoto conocido ante la picadura de una tarántula o un escorpión, ya que se creía que permitía separar el veneno de la sangre.
Por supuesto, resulta imposible comprobar su efectividad, si aquellos a los que les funcionaba realmente habían sido picados o el hecho de ver bailar a alguien despertaba sus temores y a la faena se lanzaban. Un estudio del fenómeno de 1959 realizado por Ernesto de Martino, profesor de historia religiosa, reveló que la mayoría de los casos se producían en personas que creían que estaban infectados debido a que habían tenido contacto con alguien que sí había sido picado en algún momento de su vida.
Las pandemias del baile tuvieron también su efecto en el arte y la literatura. Pieter Brueghel ‘el viejo’ realizó un grabado que luego inspiró los de Hendrik Hondius e incluso a Pieter Brueghel ‘el joven’, que replicó trabajos de su padre pero agregando color. La Danza de la Muerte o Danza Macabra, por ejemplo, fue un género que se popularizó desde fines de la Edad Media, en la que personificaba a la muerte como un esqueleto, que invitaba a miembros de todos los estratos sociales, de emperadores a campesinos, a un baile que significaba el fin de sus días.
El esqueleto ya tenía en si una carga simbólica, ya que se capturaba de la tradición estética del Memento Mori, la calavera como símbolo de que la muerte es inevitable que surgió como expresión en el arte católico y que en esta parte de mundo tiene cierta familiaridad con la mexicana Catrina, la calavera garbancera de José Guadalupe Posada que se convirtió en la imagen global del Día de los Muertos.
La Danza de la Muerte tuvo muchas representaciones, pero una de las más famosas es la de Hans Holbein ‘el joven’, quien alrededor de 1526 realizó una serie de xilografías en madera para un libro; hasta ese momento solo había recreaciones en cuadros, por lo que llevó la experiencia al interior de los hogares.
Existen teorías sobre que las danzas macabras tuvieron sus propias expresiones bailables, e incluso en teatro a lo largo del siglo XIV. En los libros, la versión en castellano más antigua, La Danza general de la Muerte, se encuentra en la Biblioteca de El Escorial y fue compuesta a principios del siglo XV.
Entre otros, autores como el dramaturgo portugués Gil Vicente (1465-1536) o los españoles Alfonso de Valdés (1490–1532) y Juan Alonso de Pedraza (1510 – 1566) también escribieron al respecto e incluso, durante el Barroco, se encuentran referencias en Calderón de la Barca y Quevedo. En El Quijote -capítulo XI, de la segunda parte- Don Quijote y Sancho se cruzan a una compañía de cómicos que representan Las Cortes de la Muerte.
En la música las piezas más destacadas son las del compositor francés Camille Saint-Saëns y la del austro-húngaro Franz Liszt. Mientras que en cine, el arco de referencia es tan grande que incluyen desde la Silly Symphonies, la serie de cortometrajes animados producidos por Disney entre 1929 y 1939, hasta El séptimo sello, de Ingmar Bergman, donde el personaje Jof dice a su esposa: “La Muerte, severa, los invita a danzar. Van cogidos de las manos haciendo una larga cadena y empieza la danza. Delante va la misma Muerte con su guadaña y su reloj de arena.(...) Ya marchan todos, hacia la oscuridad, en una extraña danza. Ya marchan huyendo del amanecer, mientras la lluvia lava sus rostros, surcados por la sal de las lágrimas".
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