Hace unos días, precisamente el 23 de abril, Día de la Lengua y Día del Libro, cuando la cuarentena parecía eterna —incluso más eterna que hoy—, Liliana Weinberg recibió una noticia que, ahora, en diálogo con Infobae Cultura, define como “un sorpresivo rayo de luz en medio de estos días tan oscuros de reclusión y aislamiento”. Mediante una sesión plenaria virtual, fue elegida como séptima ocupante de la silla X de la Academia Mexicana de la Lengua. No se trata de un reconocimiento corriente, es uno de los lugares más prestigiosos del continente en la materia que, además, tiene su historia: se fundó en 1875. “Es un gran reconocimiento para alguien que trabaja con el lenguaje, con las palabras”, agrega la investigadora argentina y Doctora en Letras Hispánicas, desde su casa en Coyoacán, Ciudad de México, en este intercambio vía mail.
“Fue además recordar que hay vida, que hay vínculos, que hay redes de colegas y de amigos fuera de la casa, esperándonos. Yo sabía que mi candidatura había sido propuesta, y que en algún momento iba a ser sometida a votación; pero dado que se atravesó la epidemia y que muchas instituciones debieron suspender actividades, no sabía yo cuándo se produciría dicha votación”. Finalmente, aquel 23 de abril, la Academia decidió sesionar por primera vez de manera virtual, a través de una videoconferencia —algo totalmente inédito, aunque normal en otros rubros y en estos tiempos— y fue elegida para ocupar la silla que le correspondió a figuras como Victoriano Salado Álvarez, Ermilo Abreu Gómez y José Pascual Buxó. Su candidatura fue propuesta por los académicos de número Mauricio Beuchot, Germán Viveros y Javier Garciadiego.
Liliana Weinberg nació en Buenos Aires en 1956. Es hija del reconocido historiador Gregorio Weinberg. Se formó entre Argentina y México, tejiendo uniones entre las tradiciones culturales e intelectuales de ambos países. Hoy es una de las grandes especialistas del mundo en el ensayo y en lo que se conoce como historia intelectual de América Latina. Escribió, entre otros libros, Pensar el ensayo (2007) y El ensayo en busca del sentido (2014). Hay una conferencia que dio en 2016, en la Cátedra José Martí de la Universidad Veracruzana, que se puede ver en YouTube. Allí define al ensayo como “una poética del pensar” donde “el rigor está en el estilo pero también en el pensamiento”. Tiene una larga y nutrida carrera académica y el reconocimiento de sus pares en todo el mundo. Pero, ¿cuándo comenzó todo? Empecemos por el momento en que llega a México.
—¿Cuándo se fue para allá y cuáles fueron las circunstancias que la llevaron a hacerlo?
—Llegué en la navidad de 1980, con un título de antropóloga bajo el brazo, en esos años tan oscuros (años que mi padre llamó de “apagón cultural”), en que el desaliento, la falta de horizontes, la censura, la falta de un espacio social para quienes nos interesábamos por las ciencias sociales y las humanidades, habían derivado en una falta de horizontes y un ahogo que yo vivía como irrespirable. La otra versión, no menos cierta, de por qué decidí quedarme a vivir en México, tiene que ver con Carlos, mi marido, también argentino, a quien conocí muy poco tiempo después de haber llegado, y con quien formé una gran familia integrada por tres hijas maravillosas: Lucía, Laura y Carolina. Llegué a México (un país que ansiaba conocer) y logré aquí ingresar al doctorado en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México.
—¿Cómo siguió la carrera académica?
—Más tarde, concluidos los cursos, logré ingresar como investigadora en el mismo Colegio, dedicada a la literatura tradicional y a la literatura de la época colonial, y más tarde, ya en la UNAM, francamente dedicada a la literatura latinoamericana de los siglos XIX y XX, la relación entre literatura, cultura, historia intelectual, con temas como el ensayo, las redes intelectuales, las revistas, la vida editorial. Pasé a la UNAM porque Leopoldo Zea me invitó a ser secretaria de redacción de la revista Cuadernos Americanos, y es así como ingresé al entonces Centro Coordinador y Difusor de Estudios Latinoamericanos (CCYDEL), y hoy Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe (CIALC) de la UNAM, donde sigo trabajando hasta ahora. Las vertientes que tomaron mis trabajos sobre el ensayo y la historia intelectual me condujeron a participar en varios proyectos con investigadores argentinos, y sigo estando también muy ligada a mis colegas de Buenos Aires, La Plata, Bahía Blanca, Mar del Plata, La Pampa, Mendoza, Salta. Por ejemplo, acabo de terminar una estancia sabática en Buenos Aires y La Plata para trabajar el tema de la Reforma Universitaria de Córdoba. Y planeo volver a Bahía Blanca tras las huellas de don Ezequiel y de mi tío, Félix Weinberg.
—Ha escrito mucho sobre el ensayo. ¿Considera que ese género, pero también esa categoría más amplia llamada “no ficción”, es propio de una época en que, como suele decirse, la realidad supera la ficción?
—En efecto, yo he hecho mi carrera literaria y crítica en torno al ensayo, y cada vez me queda más claro que el ensayo sirve para pensar, para entender, para dar nombre y dotar de inteligibilidad lo que vivimos. Y es evidente que en tiempos de incertidumbre se van a hacer más ejercicios ensayísticos y de no ficción porque nos sirven a todos —seamos más o menos conscientes de ello—, para ordenar nuestro pensamiento y encontrar algún sentido: así lo demuestra la eclosión de ensayos, testimonios, crónicas, diarios y otras formas de la gran familia de la prosa no ficcional que circulan desde el comienzo de la pandemia, y que vinculan la experiencia personal de sus autores con la búsqueda de un sentido general. El ensayo se inscribe, en efecto, en el ámbito de la “no ficción”, forma parte de la gran familia de la literatura de ideas, e incluso muchos lo consideran “contaminado” de realidad y de ideología, al punto de entenderlo como un “no género” o un “antigénero” y situarlo fuera del ámbito literario propiamente dicho. Sin embargo, hoy se lo tiende a aceptar como el “cuarto” género, con el mismo estatuto y jerarquía de los otros tres géneros considerados tradicionales, y por lo demás, dadas las fuertes transformaciones que se viven en el campo literario en esta época que autoras como Josefina Ludmer caracterizan como “postautónoma”, el cruce entre ensayo y ficción (avizorado ya por los autores ingleses del siglo XVIII y en nuestros días reinaugurado por autores tan geniales como Borges), ha derivado en nuevas posibilidades.
—¿Cómo está viviendo esta pandemia? ¿Qué reflexiones le suscitan este extraño momento?
—Me resulta extraño haber tenido que poner la vida “en pausa”. Todo quedó súbitamente detenido, como en el juego infantil de las estatuas, y poco a poco vamos encontrando una nueva normalidad… Sigo con mis lecturas, retomo mis ensayos, acabo de terminar un par de artículos que estaban pendientes, sigo con mis clases a distancia por videoconferencia, me comunico con los tesistas, e incluso participo en proyectos compartidos, como la lectura del Decamerón por iniciativa de colegas de la Cátedra Alfonso Reyes. Pero se extraña enormemente la vida cotidiana, como esta posibilidad de tomar café y charlar con los amigos sin la intermediación de una pantalla. Me conmueve mucho un libro que acaba de aparecer, casi “en tiempo real” —ya que está escrito y publicado en plena pandemia—, del italiano Paolo Giordano, En tiempos de contagio. Este autor plantea que desde que se inició la epidemia ha tenido “una necesidad constante de escribir, escribir, y escribir” para “intentar dar un sentido y una forma a todo esto”. Dice también que si bien un libro no resuelve el problema, puede al menos “ayudar a la gente a reflexionar y a encontrar un sentido a las cosas”. Esto mismo es lo que considero aporta el ensayo: escribir para entender, para procurar dar sentido, interpretar, dar forma, hacer inteligible la vida, el mundo, la experiencia humana, y compartir esta experiencia con los demás. De allí que uno de mis libros se llame El ensayo en busca del sentido. Nombrar las cosas les da existencia en el horizonte del sentido, les da la posibilidad de ser pensadas, las dota de inteligibilidad. Espero que esta experiencia tan traumática de epidemia contribuya al menos para repensar el lugar de la ciencia y de las humanidades, tan castigadas ambas en los últimos tiempos. Se está abriendo un espacio además para revalorar las palabras y los alcances de la comunicación.
—La última ¿desde dónde responde estas preguntas? ¿Qué la rodea?
—Le respondo desde mi casa en Coyoacán, Ciudad de México, rodeada de libros, papeles, notas, tomando mate (un hábito que no he dejado) y muy afortunadamente acompañada por la familia que, para decirlo a la mexicana, me “apapacha”, o, para decirlo con sabor argentino, me “mima”.
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