La palabra trabajar deriva del nombre de un instrumento de tortura. En ese sentido es casi un contrasentido que se use para hablar de la tarea de una escritora o un escritor (si exceptuamos a quienes aún posan de torturados, que los hay). Sin embargo, trabajo también remite a la idea de obra, al resultado de una actividad humana. Hay trabajo (esfuerzo) en la escritura. Esfuerzo de comprensión y de control, esfuerzo frente a una materia sensible tan volátil y poderosa como es la palabra.
Para mí escribir es trabajo en ese sentido, en el sentido de una praxis cotidiana, un compromiso con una materia sensible que me ata al ser. Ese esfuerzo no busca nada fuera de sí mismo. Como tal no es un gesto “útil” . No convive con ninguna idea de utilidad económica.
Escribir es lo más importante que hago todos los días, equivale a estar viva y, sobre todo, a un ejercicio supremo de libertad (como a veces puede serlo el no escribir). Jamás pensaría a la escritura como equivalente a un trabajo asalariado, pero cuidado, tampoco como a un “recreo” de mis otras actividades. Al contrario: la escritura es eso que resiste los embates de esos trabajos asalariados, esas otras fuerzas que quisieran arrancarme a ese ser que se descubre a sí misma en la palabra y en su mucha o poca capacidad para mirar al mundo a través de ella. Desde ese punto de vista, creo que la dicotomía arte vs. trabajo es falsa, o cuando menos, nos queda vieja. Reconozco, de todos modos, que es deliciosamente decimonónica. A veces a mí también me gustaría ser Lord Byron pero me alegro de no serlo y de no pensar en esto igual que su siglo (de paso: la idea del arte no lucrativo es clasista por donde se la mire y sospechosa de patriarcal si la miramos más de cerca: hubo mujeres como las Brontë o Jane Austen que pudieron emanciparse solo gracias al dinero ganado con la escritura).
Eso me pasa en cuanto al momento de la escritura. Vamos al de la publicación. No publico todo lo que escribo ni se me ocurriría hacerlo. No hay ninguna noción de eficiencia asociada a esta decisión sino el hecho de querer compartir unos textos y otros no. Cuando decido que un texto circule, sé perfectamente que entra en la lógica de la mercancía y en un sistema muchas veces dañino para ese libro y para mí misma. Me hago cargo de eso, lo acepto porque por ahora es la lógica privilegiada de circulación en ese formato hermoso que es el objeto libro. Hay otras lógicas (ediciones digitales liberadas, pequeñas tiradas) de las que también participo; por ahora conviven, no se sabe bien qué pasará con una o la otra, ni cómo salir (si es eso posible) de un sistema en el que un libro solo es legitimado socialmente por el mercado o por la academia.
Nunca esperé ni espero “vivir de mis libros” (o sea, de las regalías asociadas a ellos). No querría entrar en la lógica del bestseller porque me parece que tarde o temprano compromete la libertad creativa. Pero eso no significa aceptar que se desconozca el trabajo (el mío incluido entendido como esa práctica vital) de los que hacen posible que ese libro circule. Entonces, por más que a mí no me cambie la vida que alguien piratee un pdf de mi libro, no dejo de pensar en todo el trabajo de los editores, imprenteros, libreros, diseñadores, fotógrafos, correctores e ilustradores que se ve afectado por ese acto. Visualizarlo es simplemente ser consciente de todo lo que está en juego, mucho más allá de mis intereses individuales y de mis simpatías.
Como lectora, por supuesto que he leído pdf y fotocopias, pero mis prácticas fueron cambiando. Cuando tenía 20 años había libros realmente inconseguibles. Desde hace por lo menos 10 años, eso no es así. La versión digital de un libro recién publicado aparece en simultáneo con su versión en papel y a un precio mucho más accesible. Y ni hablar de la cantidad de libros de derechos liberados que pueden descargarse sin problemas. Por supuesto, hay lectores que no tienen acceso siquiera a esa posibilidad, que solo pueden leer libros en fotocopias y pdf. Tienen toda mi simpatía y mi comprensión, pero me parece que no era el caso de la mayoría de las personas en ese grupo de facebook que dio tanto de qué hablar en estos días.
De todos los comentarios que circularon sobre esa polémica en redes, la admonición bíblica (“quien esté libre de pecado...”) me parece el peor. Es, como mínimo, una falacia que busca descalificar a quien está intentando entender un fenómeno muy complejo. Pero sobre todo, me parece dañina porque establece una dicotomía inexistente, una falsa pelea entre lectores y escritores. Ojalá toda esta polémica sirva para que se visualice la complejidad de la situación, en especial en el contexto de esta pandemia, que afecta de muchas maneras a quienes trabajamos en la creación y en la difusión de la palabra.
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