Literatura de cuarentena: “Y quién sabe amor lo que pasará”, de Osvaldo Santoro

El aislamiento, la reclusión y, en definitiva, la cuarentena mundial, han modificado el punto de vista con que miramos todos los días lo que nos rodea. En esta sección, distintos escritores narran y reflexionan su nueva cotidianeidad o dejan volar la imaginación hacia otros territorios

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Una pareja espera para comprar durante el avance del coronavirus (REUTERS/Charles Platiau)
Una pareja espera para comprar durante el avance del coronavirus (REUTERS/Charles Platiau)

Es posible que no nos veamos más, me dijo limpiando frenéticamente sus zapatillas en un trapo de piso embebido en lejía. Entró, dejó sus llaves sobre la mesa ratona, sus lentes, la receta del médico y las tarjetas de pago.

Se descalzó y comenzó a desnudarse frente a mí, sin mirarme. Conservaba todavía a pesar de los años, la posibilidad de imprimir al despojo de la ropa, el aire del strip tease. A medida que sus prendas iban cayendo una a una en un fuentón verde, su voz de pronto se hizo tan grave como una gárgara y me dijo antes de sacarse el barbijo: Todo es demasiado.

Luego se alejó hacia el baño, dejándome ver su cuerpo que parecía de una persona sin edad porque todavía cargaba en su interior, el remanente de su intensa sensualidad.

Cuando cerré la puerta de entrada, aún entreabierta, alcancé a ver en la calle silenciosa y vacía a un grupo de cuatro perros que acorralaban a una pequeña perrita desconcertada que alcanzó a mirarme como preguntándome, qué había hecho para semejante persecución.

Casi como un sopapo de pronto sentí mi vida darse vuelta como un guante infectado.

Tomé el fuentón, lo rocié con alcohol disuelto en agua y llevando la ropa al lavadero pude advertir que el cielo ya no estaba tan azul como esta mañana.

Mientras preparaba la mesa del almuerzo, en mi cabeza los pensamientos bullían uno a uno como burbujas en agua hirviendo. A veces las últimas palabras que suenan, quedan flotando en el aire simulando globos de historieta estallando en preguntas sin respuestas. Es posible que no nos veamos más.

Con el fondo del ruido del agua de la ducha lo escuchaba cantar una vieja canción de Gilbert Becaud que decía: “Cuando salga el sol me verás marchar, sin decir adiós, ni mirar atrás”. Era una de las primeras canciones que escuchamos juntos cuando la vida no estaba contaminada y la rutina nos protegía de las peripecias que improvisa la peste.

Muchos años compartiendo como en una partida de naipes, alegrías, tristezas, tragedias y triunfos que llegaban a nuestras manos sorpresivamente.

Esa mañana muy temprano, desayunamos en el jardín. El sol era apenas una mancha roja en el oriente. Vimos entonces que el cielo se ponía lentamente más azul que nunca. Que la Luna, Júpiter, Saturno y Marte en hilera perfecta, continuaban en su viaje eterno alrededor del sol. En el pasto, varias calandrias saltaban alegres y desplegaban sus alas como si alguien les hubiese abierto las puertas de una jaula invisible. El sol enfermizo de los primeros días de otoño avanzaba en el cielo borrando los planetas que ya no se alcanzaban a ver. La mañana fue perfecta cuando nos miramos sorprendidos porque habíamos agregado un gesto nuevo a los que conocíamos después de tantos años. Un nuevo gesto de amor.

Sin embargo, sabíamos que fuera de los muros de nuestra casa, la muerte se escondía en los repliegues del miedo. Se trasladaba por el aire con palabras entrecortadas, ininteligibles y sonidos sordos. Expelía su aliento final día a día, sumando soldados a un ejército de cuerpos anónimos, inertes, alineados en el piso.

Creía que estábamos protegidos para toda la vida, sin embargo hoy en ese retorno a la casa luego de la ida al médico, la vulnerabilidad de la situación me llevaba a mis antiguas crisis de ansiedad que hacía mucho tiempo no tenía.

La lluvia de la ducha había cesado pero la letra de la canción como aprendida de memoria hacía poco tiempo, continuaba: Ya llegó el final, entre tú y yo, vamos a olvidar, lo que fue de tu amor.

Se dirigió a la pieza donde tenía preparado el recambio de vestuario pero antes de cerrar la puerta del dormitorio concluyó con la canción que decía: Y quién sabe, amor, lo que pasará. Y quién sabe, amor, lo que pasará.

Y luego silencio, final de canción y silencio.

Y comenzó la tensa espera.

Me descubrí acariciando el mantel, obsesivamente, como hacía mi madre en mi niñez cada vez que mi padre intentaba explicar algo importante y ella no se atrevía a preguntar.

Quizás, pensé, como dice la canción, había llegado el momento de la decisión postergada por años. Secretos no confesados, resoluciones postergadas.

Ya llegó el final, entre tu y yo, vamos a olvidar lo que fue de tu amor. Quizás era eso. Se había terminado el amor y yo no lo sabía. En todo caso sería un mal menor.

Esperé con impaciencia.

Tardó mucho en asomarse en el vano de la puerta de la cocina.

Lentamente se acercó a la mesa, me miró a los ojos, me sirvió una copa de vino, me tomó de la cintura y me besó intensamente.

*Osvaldo Santoro es un actor y escritor argentino.

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