“Te diría que es extraño estar pasando estos días de confinamiento tan lejos de casa, pero ya ni siquiera sé dónde es casa. Aún no sabemos a dónde iremos después y cualquier idea que teníamos ahora quedó en suspenso. Hasta nuevo aviso. Ni siquiera sabemos con certeza cuándo habrá vuelos nuevamente para irnos de París. Lo que hace esa incertidumbre más pesada es mi hijo. Pero, curiosamente, él también la hace más ligera. No puedo ni imaginar este encierro sin él”.
Hubo un tiempo en que no había coronavirus. O sí, había, pero era algo ajeno y exótico, si se quiere, para todos aquellos que no estábamos en Asia. Aunque parece que sucedió hace mucho, ese tiempo no fue el siglo pasado, ni el año pasado: ese tiempo lejano fue en febrero de este 2020, cuando tuve la fortuna de conocer a Eduardo Halfon, un autor que, con paciencia y obsesivamente, viene construyendo una obra literaria sólida y original, que no se parece a ninguna otra, con una lengua tan clara como directa, en la que cada palabra pesa y sostiene al resto.
Hay una suerte de autobiografía deconstruida a lo largo de varios libros, en su mayoría compuestos por relatos breves que dialogan entre sí, aunque el lector de cada uno de ellos lo ignore; una novela de su vida que no es del todo novela ni es del todo su vida, en ediciones diferentes de pequeños sellos que provocan curiosidad, sorpresa y también confusión, ya que pueden llevar el mismo título pero incluir diferentes textos, es decir, no todas las ediciones de los libros de Halfon con el mismo título albergan la misma cantidad de textos ni los mismos relatos que, además, suelen ser reproducidos en diferentes publicaciones literarias. Y es esta desorientación -¿esto ya lo leí? ¿esto sucedió antes o después?- la que estimula una suerte de pulsión de coleccionista ya que, como lectores, queremos ¡y necesitamos! leer todos sus libros para tapar esos agujeros de la historia. El puzzle Halfon es el desafío.
Hay un Eduardo Halfon autor y hay un Halfon -que puede también ser llamado Signor Hoffman, o Edu, o Eduardito, o Dudú- narrador y protagonista de historias y crónicas de viajes y de relatos amorosos y también de relatos de iniciación a la literatura y a la paternidad. Hay un Halfon que permanentemente bucea en la historia de los ancestros judíos europeos y árabes, una historia traumática que incluye el paso por campos de concentración y muertes trágicas de las que no se habla en la familia (como en Duelo); pero hay también un Halfon que busca entender las raíces indígenas de su país natal o las formas de vida de colectividades tradicionalmente víctimas de rechazo y discriminación, como los judíos, pero también los gitanos.
Halfon nació en Guatemala pero creció en Estados Unidos, donde estudió y se recibió de ingeniero. A los 26 años, en plena crisis profesional y de regreso en su país, comenzó a leer de manera desaforada y poco después a dictar clases en la universidad y a escribir.
Su obra literaria está conformada por textos breves e hipnóticos de géneros diversos, falsas autobiografías, ensayos y crónicas. Por estos días se publicó su primer libro en edición argentina, Biblioteca Bizarra, (Godot) y llega también a la región El boxeador polaco, en la edición de Libros del Asteroide, que lleva el nombre del relato más conocido de Halfon, aquel en el que el abuelo le cuenta al narrador cómo salvó su vida en Auschwitz. Además, pueden conseguirse ediciones de Monasterio, Signor Hoffman y Duelo y hay también una bellísima versión ilustrada de su relato Oh gueto mi amor, de Páginas de espuma. Este último texto, que puede leerse también en Signor Hoffman, concentra varios de los tópicos recurrentes de la obra de Halfon: la memoria familiar, la identidad, las peripecias de un narrador perdido en territorio desconocido y hasta hostil y la crónica de viaje en la cual la emoción es siempre atravesada por el humor negro y la ironía.
Eduardo Halfon llegó a París por una beca; lo acompaña su familia, integrada por su esposa, bióloga, y su pequeño hijo Leo, quien nació en Nebraska, donde vivía la pareja (el extraordinario relato del embarazo y nacimiento de Leo -"Halfon, boy"- está en Biblioteca Bizarra). Viajaron a Francia por unos meses y la irrupción de la pandemia los dejó, como a todo el mundo, entre paréntesis.
El texto en el que Halfon habla de incertidumbre y que es la introducción a esta nota llegó a mi celular en forma de audio hace pocos días. Lo que sigue, en cambio, es la reproducción de la charla entretenida, variada y también desordenada, por qué no, que mantuvimos una tarde de la era AC (antes del Coronavirus) en París, en la luminosa cocina del departamento que alquilan los Halfon a unas cuadras de la estación de metro Saint Placide, a pocos pasos de la casa en la que vivió y encendió un mundo de arte y literatura hace un siglo Gertrude Stein. Por entonces conversábamos despreocupadamente, bebíamos té con galletas y no estaba en los planes de nadie que el mundo iba a detenerse poco después...
—Al leer tu obra, uno supone que siempre estuviste rodeado de libros, pero no fue así, ¿verdad?
— Tú sabes que yo entro a la literatura tarde y por accidente, ¿no? O sea, no me lo esperaba. Yo era ingeniero. Y creo que el catalizador fue la frustración, yo estaba muy mal. Tuve que volver a Guatemala después de la universidad, no hablaba bien español, no me sentía cómodo en Guatemala, no entendía Guatemala. O sea, estaba tan fuera de lugar.
— ¿Cuánto hacía que no estabas en tu país?
— Muchísimo, creo que me había ido a los diez años. Mis estudios, digamos. Y no lograba insertarme, no lograba encontrar nada. Entonces fui a la universidad y quise tomar cursos de filosofía, pero me dijeron que si quería tomar filosofía tenía que tomar literatura. Fue un accidente, mi flechazo con la literatura fue un accidente. Y empecé a leer. O sea, me convertí en lector a los 26, 27, por ahí. Que no es tarde pero para mí fue tarde. Se sintió tarde porque nunca hubo ni la sombra de la literatura. No hubo nada.
— ¿En tu casa no se leía? Resulta raro.
— Nada, nada. No hay lectores en casa. No había libros. No había nada. Entonces, que de repente se me plantea una cosa tan fuerte que fue una sorpresa. Y empecé a leer; empecé a leer de una manera…
— En todas las lenguas posibles.
— No, era más en inglés. Bueno, en español, porque estaba en Guatemala entonces, los libros los conseguía en español, estaba yendo a la universidad. Pero si yo puedo escoger siempre, hasta la fecha, prefiero leer en inglés. Leo mejor, pongo más atención, no sé por qué.
— Hay algo en tu escritura que, en principio, no se parece a otra en castellano. Es al mismo tiempo refinada y poética pero muy transparente. ¿Pensás que esto que estás contando tiene que ver con esa lengua literaria?
— Sí, sí. Yo creo que tiene que ver. Yo creo que tiene que ver el inglés y tiene que ver también la ingeniería. Creo que tiene que ver ese carácter mío, ese temperamento de buscar la claridad, ¿no? Aunque esté confundido mi narrador, aunque esté perdido de la manera que se expresa... Aunque haya escepticismo y duda, la lengua es clara, es directa. Más que clara, es directa. Sin rodeos, sin…
— Cero barroquismos.
— Nada, nada, nada. Que no es latinoamericana. Nosotros somos como cultura mucho más barroca.
— La literatura argentina, menos.
— La centroamericana mucho más, ¿no? Asturias, y Sergio Ramírez.
— Por supuesto, Carpentier.
— Y Carpentier. Pero los argentinos, menos. No sé por qué.
— Bueno, supongo que a partir de Borges, ¿no?
— Que viene de lo inglés. No del inglés como idioma sino…
— No, no, de la filosofía, del pensamiento.
— Sí, porque Cortázar es mucho más barroco que Borges. Sin llegar a ser el barroquismo caribeño, tiene más flor Cortázar. Pero Borges no.
— Volvemos a tu regreso a Guatemala. Ahí empezás a leer a lo loco.
— Pero a lo loco, de una manera casi como droga. Lo recuerdo así. O sea, renuncié a mi trabajo por las tardes, trabajaba medio tiempo como ingeniero, por las mañanas, y leía, leía, leía, leía. Sin noción de escritura. O sea, era solo leer por leer. Era ficción.
— Pero ¿qué te llevaba a buscar determinadas lecturas o autores? ¿Con quién consultabas?
— Tenía mis profesores en la universidad, tenía mis grupos de amigos lectores. Pero era leer a un autor completo.
— Ah...
— O sea, yo era el alumno pesadilla. Todavía lo recuerdo: la profesora Marcia Vázquez de Schwank asignó Madame Bovary y yo en una semana leí todo lo que pude encontrar de Flaubert. O sea, me leí ocho libros de Flaubert. Entonces llegué a la clase más preparado que ella. Era una cosa un poco loca. Y de pronto quiero empezar a escribir. Y empiezo.
— ¿Qué autor te despertó las ganas de escribir? ¿Te acordás?
— No, no, no, yo creo que fue la noción… Incluso las ganas de leer no fue tampoco un autor, fue la idea, creo yo, de la ficción. Fue la ficción.
— Sí, pero curiosamente lo que hacés no es estrictamente ficción.
— No. No. Ahora, si vuelves a los primeros cuentos que publiqué son más tradicionales.
— ¿Esos cuentos dónde están?
— Hay un libro publicado en Colombia que se llama Siete minutos de desasosiego, que es un libro muy malo, pero tiene algunos cuentos que me gustan. Luego, hace unos años se publicó en España uno que se llama Clases de chapín. Yo leo esos cuentos y es como un taller, fue mi taller antes de llegar a esa voz de El boxeador polaco, que llega en 2008, o sea, mucho después. Entonces empiezo a querer hacer alguna cosa, empecé en español, nunca me planteé la posibilidad de escribir en otra lengua, aunque yo pienso mucho en inglés. Sabes que hoy me mandaron de El Malpensante un texto que escribí en inglés y publiqué en el New York Review of Books, y lo traduje luego al español y me mandaron hoy sus sugerencias. Y tres veces me dicen: “Hay mucho inglés en esto”. “Hay mucho inglés, Eduardo”. Sí, verás que así escribo yo. O sea, entiendo en algunos casos vale, vale, tienes razón, corrijámoslo. Pero en otro no, porque también me gusta eso de que sea un poquito raro.
— También es una impronta, es una huella en tu lengua.
— Sí, sí. Sin caer en el anglicismo trillado y sin ser raro por ser raro. Bueno, entonces en un momento digo: quiero ser escritor, no sé escribir, pero quiero ser escritor, me voy a París. Renuncié a mi trabajo, junté unos ahorros y me vine a París, sin plan. Y me enfermé, pero de las peores enfermedades de mi vida. Llegué al hotelito, todavía era la Francia de los francos, no había euros, era el invierno del 99. Y me pegué una enfermada, Hinde, solito.
— Comías mal.
— Comía mal, dormía mal. No tenía médico.
— Eras Amadeo Modigliani (risas). ,
— Sí, ¿no? Sí. Y escribí puras tonterías. Pero leí, durante dos meses leí lo que nunca. Yo creo que eso me enfermó más.
— ¿De qué vivías?
— Ahorros. O sea, me traje mis ahorros porque había trabajado como ingeniero. Entonces tenía una platita y me vine. Fracaso total, regresé a Guatemala con una sensación de haber fracasado. El día que vuelvo a Guatemala, o el día siguiente, recibí una llamada de un señor que se llamaba Ernesto Loukota, que era mi profesor en la universidad, un filósofo, preguntándome si quería ser su auxiliar. O sea, para mí París fue el antes y el después. Cuando volví de París, entré a la universidad ya como literato, digamos. Ganaba una miseria y estaba feliz. Por eso ese viaje a París, en mi memoria, no fue tan fracaso, o sea, tuvo su sentido. Sí, no fui un Hemingway que vino aquí a volverse Hemingway.
— Hay algo con tu obra, con el modo en que está siendo distribuida por decirlo de alguna manera, que hace también que sea difícil poder tener todo articulado. Son muchas editoriales pequeñas las que te publican.
— Sí. Te voy a enseñar, tengo una copia de mi primer libro, que hace dos años se reeditó en España.
(Halfon sale un momento y regresa entusiasmado como un chico con un ejemplar precioso de su libro Saturno, publicado por Jekyll & Jill)
— Mira esta cosa, mira la edición. Saturno es una carta a un padre. Es una carta a mi padre. Es de un narrador que se parece mucho a mí gritándole a su padre y contándole de todos los escritores suicidas y el rol que jugó cada papá en el suicidio de cada hijo. Y recriminándole todo el tiempo su ausencia. Es una cosa fuertísima. El narrador se parece mucho a mí. El padre se parece mucho a mi padre. No lo soy y no lo es.
— Como suele ocurrir.
— Al final del libro te enteras que el padre está muerto. O sea, está soñando a un padre muerto. Mi padre vive. De este libro no se habla en casa, no se menciona. Es prohibidísimo.
— Eso es algo que suele ocurrir también con aquellos autores o autoras que se deciden a escribir más cosas, independientemente de que estén estilizadas, de que no sean exactamente así, pero en donde se traduce algo de los conflictos familiares…
— Ah, sí. Sí.
— Y sobre todo en este momento que hay tanta autoficción.
— Detesto esa palabra.
— ¿Y cómo lo llamarías?
— Ficción. Para mí toda ficción es autobiográfica. Lo que pasa es que lo puedes llamar Arturo Belano si quieres, o Emilio Renzi. Pero es Bolaño y es Piglia. O sea, hay un elemento de autobiografía en todo y hay un elemento de ficción en toda autobiografía también. Solo en el hecho de elegir qué cuentas ya hay un elemento de ficción. Qué te doy y qué no te doy, ¿no? Yo recuerdo cuando yo empecé, no se usaba el término.
— No, pero “literatura del yo” se empezaba a usar.
— Si, pero la autoficción llegó como diez años después de esto. Pero me persigue ahora el término. Yo te voy a decir cómo yo definiría lo que yo hago. Y más que un término te voy a decir cómo lo hago, para confundirte más. Lo que has leído mío es ficción, punto. Lo que pasa es que lo meto en un contexto biográfico. El telón de fondo de mis cuentos es mi vida, ¿sí? Pero todo drama que tú has leído es ficticio, es drama. El teatro que sucede ante ese telón es la parte de ficción de lo que yo escribo. Lo que pasa es que tiene ese truquito, es un truquito de meterlo en un contexto de mi vida. De darle a ese narrador mi nombre. De ponerlo en una familia judío árabe que nació en Guatemala. Es solo el contexto o el mundo en el cual suceden estos dramas. Y por qué, por qué hacer eso.
—¿Por qué?
— Te contaba que al comienzo era the yonqui reader. Luego eso le da paso a un segundo lector, que es cuando empiezo a querer escribir, que es el lector artesano. Yo todavía abro los libros que leía en ese momento cuando empezaba a escribir y mis anotaciones no son de un lector-lector, son de… ¡Bueno, cómo hizo esto!
— Es el lector ingeniero (risas).
— Qué tuercas metió aquí para que esta frase fuese tan buena. O sea, mis comentarios en los márgenes cambiaron de repente y me volví el que está buscando el “cómo hago”, ¿no? Pero ése le da paso a un tercer lector, que es el lector hijo de puta, el que ya no tiene tiempo. Cinco páginas ya sería mucho para convencerme. Ya sería mucho.
— Me tomas o no me tomas.
— Me tomas o no me tomas. Y tiene que ver con dos cosas, una es falta de tiempo, que es cierto. Pero hay otra, y es que me he vuelto tan exigente con mi prosa que ya no tolero deslices en la tuya. Cacofonías, una prosa sucia no la tolero.
— Ni siquiera si hay un tema interesante.
— No me interesa. Veo falta de oficio. Y es injusto, porque hay que darle a un libro más tiempo. Te digo con qué me pasó, Alan Pauls.
— ¿Qué libro?
— El pasado.
— Yo lo empezaba y decía no. Y luego de repente la agarré. Pero me tomó como cuatro o cinco intentos.
— Y eso que Pauls es uno de los autores más refinados con su prosa.
— Es refinadísimo. Pero no entraba, no entraba. Y de repente entré, ¿no?
Un híbrido de géneros
— Por primera vez hay una edición argentina de un libro tuyo. ¿Cuál es la historia de Biblioteca bizarra?
— Nunca pienso en mis libros como un libro. Todos han surgido muy espontáneamente, de una manera extraña, cada uno a su manera y este fue así también. Simplemente me di cuenta de que había una serie de textos que había escrito a lo largo de varios años -creo que el primero fue justamente el que se llama “Biblioteca bizarra”, o al menos una primera versión- en los que había una voz, un cierto hilo conductor en ellos que me hizo notar que había un conjunto. Durante esos 8 o 10 años también había escritos otros textos o crónicas, pero que no pertenecían a este grupo. Hay cierta hermandad que busco cuando junto textos: no es un popurrí, no es un saco en donde voy echando todo lo que escribo sino que es un conjunto relacionado. Una voz en común, un tema en común. Estos se alejan un poco de la ficción -aunque para mí todo es ficción- se acercan al ensayo por momentos; es un híbrido de géneros. Yo les llamaría crónicas porque incluye un poco de todo, son textos muy personales, con narrativa, con experiencia propia pero también con momentos de ensayo y teoría literaria. El título me brincó inmediatamente porque los textos en sí conforman una especie de biblioteca, el libro es un tipo de biblioteca bizarra. La palabra bizarra la estoy usando en sentido anglosajón, de bizarro como extraño.
— ¿Cuándo y cómo surge tu estilo clásico de falsa biografía desperdigada en diferentes textos, de autobiografía deconstruida, digamos?
— Surge en Saturno.
— Ok. Ahí aparece esa voz.
— Ahí aparece, pero es una voz muy distinta. Es un grito, es un narrador que está enloquecido, acercándose al suicidio. Está enloqueciéndose a través del texto. Muy kafkiano, del Kafka de Carta al padre. Y lo escribí muy rápido y lo publiqué. Y me sorprendió la reacción de la crítica en Guatemala porque no soy del mundo de las letras. La primera reseña se titulaba “Tenemos que salvar a Halfon”. Y yo no me esperaba una lectura tan literal, y me encantó. Me encantó que se lo leyeran…
— En clave realmente autobiográfica.
— “Esto es real”, entonces el golpe emocional es más fuerte. Y entonces le subí el volumen a eso y en El boxeador polaco le doy mi nombre. Y la gente compra mis libros y firma un contrato conmigo de que es ficción. Y en la página cinco se les olvidó. Se les olvidó y creen que mi abuelo estuvo en Auschwitz. O sea, el nivel de…
— ¿Los viajes a los campos de concentración son ficción también?
— Todo es ficción. Pero para todo tuve que informarme, ir, no ir, ¿no? Ya verás en La pirueta. La pirueta (N. de la R: está en la actual edición de El boxeador polaco) es sobre el mundo gitano en realidad, pero yo no puedo escribir de eso sin ir, entonces hay todo un viaje… Y no siempre escribo sobre lo que sucede cuando voy. Me da cierta libertad, me siento más libre.
— Para inventar.
— Para inventar. Entonces yo no sé qué pasa cuando un serbio lee mi ida a Belgrado, tal vez dice “esto no es así”. Porque yo no soy serbio. Pero bueno, entonces te decía que luego llega El boxeador polaco. Son cinco cuentos, pero los escribí en cinco años. o sea, fue largo encontrar esa voz. El primero creo que fue “Fumata blanca”, que es el cuento de las dos israelíes. El cuento del título es el último que llega. Me resistía a escribir sobre mi abuelo.
— Ahora, ¿el lector se desilusiona cuando se entera que no es todo autobiográfico?
— No, ¿sabes cuándo se desilusiona? Cuando dice “aquí falta”, “a esto le falta”, “me quedé con ganas”. Pero yo ya lo tengo muy visto esto. No es que le falten páginas, te puedo dar 200 páginas y al final de esta versión vas a sentir lo mismo. Es mi manera de escribir cuento, que es abierta. Eso es lo que pasa con el lector que quiere cierre, se desilusiona o se queda con ganas de más. Pero yo vengo de una tradición de cuento muy norteamericana, en el sentido de Hemingway, y Carver, y Cheever, de no servírtelo al final, de dejar que el lector participe, lo complete. Tú lo tienes que completar, de alguna manera, en otro plano.
— Pero nunca vino un lector y te dijo “Halfon, yo le creí, y ahora leí una entrevista en la que usted dice que todo eso no era así”.
— Es que no hay que creerme nada, es ficción. No solo es ficción, sino que también me contradigo en la ficción. Te doy la historia de mi abuelo en El boxeador y en el siguiente cuento digo no, no, esto no fue así, fue porque era carpintero, no sé qué cosa, y lo voy haciendo en mis libros también. O sea, no es de fiar.
— ¿Vos?
— Ni la literatura. Es literatura, no es ciencia, no es sociología, es literatura.
— No es ingeniería.
— No es ingeniería. Mi ingeniería es... a ver, hay dos. Una es lingüística, yo me paso años, años trabajando un texto. El primer borrador de Duelo lo escribí en tres meses. Y luego fueron dos años de lenguaje, nada más que lenguaje. Luego…
— ¿Solo? Nunca hiciste talleres. Ni clínicas.
— Solté todo en mis manos. Tuve un montón de papás.
— ¿Pero hiciste talleres y clínicas de escritura?
— Privadas. Pero tenía dos profesores especialmente que al principio me ayudaron mucho a aprender a escribir, y luego, ahora ya no voy. Me gusta tener alguna lectura, o alguna cosita que encuentra un lector. Pero no, ese trabajo lo hago yo. Y la otra cuestión yo diría es de estructura, con “cómo junto este cuento con este cuento, y con este cuento, y con este cuento, para formar un libro que parezca un todo”. Esa ingeniería de todas estas partes que ya tengo sobre la mesa. Hay que tender puentes o lanzar hilos.
—Última pregunta: ¿cómo describirías Biblioteca Bizarra para un lector que no te conoce?
—Como una buena puerta de entrada a mi obra porque no es el narrador de mis libros pero sí lo es: es el tras bambalinas de ese narrador, es la gestación, los pensamientos de ese narrador, su modus operandi. Su relación con los libros, su relación con Guatemala, su relación con la infancia, con la memoria, con la lectura y el lenguaje, para luego escribir. Un lector que ya me conoce se enriquece en ese sentido porque está viendo lo que sucede tras bambalinas pero para quien no me conoce es una buena puerta de entrada para luego ir a la ficción. Son textos que fueron surgiendo sin intencionalidad, algunos comisionados, uno de ellos escritos en inglés, no hubo proyecto, ni planificación sino que simplemente se fue dando.
FRAGMENTO DE BIBLIOTECA BIZARRA
LA BIBLIOTECA MOJADA
Uno de los mejores lectores que conozco no es dueño de ningún libro. Es un médico riojano con nombre quijotesco: el doctor Sancha. El doctor Sancha compra un libro, lo lee, luego se lo regala a algún amigo. Si quiere leerlo otra vez -cosa que le sucede a menudo-, el doctor Sancha lo compra otra vez, lo lee otra vez, y luego se lo regala a otro amigo. De algunos libros, dice, ha comprado, leído y regalado varias docenas de ejemplares a varias docenas de amigos. Dice, lapidario, que la biblioteca particular convierte los libros en objetos empolvados que ya nunca o casi nunca se vuelven a abrir. Se convierten en falsos trofeos, dice, en símbolos decadentes. Se convierten, dice, en cosas inservibles. Todas las mañanas, antes de salir rumbo a su consultorio, el doctor Sancha lee metido en la bañera. Le gusta leer metido en la bañera. Puedo pasar horas leyendo metido en la bañera, me dijo alguna noche en Logroño, caminando en la calle Laurel. Yo le pregunté si no mojaba los libros. No lo sé, dijo, son sólo libros.
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