Marcos Mundstock murió dos veces. Al menos en ese cementerio de instantes que son las redes sociales. Murió ayer, cuando algunos corrieron la voz de que había fallecido hasta que su familia salió a desmentir la osadía, y murió hoy, cuando lo confirmó un comunicado de Les Luthiers, el grupo al cual pertenecía. “Después de un año de lidiar con un problema de salud que se tornó irreversible, Marcos, nuestro compañero y amigo, finalmente partió”. Marx decía que la historia ocurre dos veces, primero como tragedia, segundo como farsa. Pero la muerte de Mundstock no es mentira, tampoco es una farsa, es dolorosa, por supuesto —¿acaso caben dudas que acaba de morir uno de los humoristas más importantes de este país?—, aunque, cabe decirlo, con el circo del día anterior, se vuelve una puesta en escena, un show, un espectáculo, un gag, un chiste.
“La siguiente pieza de este festival es un ritmo latinoamericano”, dice Marcos Mundstock, sentado sobre una banqueta alta, de esmoquin y seriedad académica. Se refiere al merengue, danza dominicana, y de eso consta su relato. Entonces irrumpe Daniel Rabinovich, también de esmoquin aunque algo risueño, que lo saluda con un apretón de manos y se pone al día. “¿Cómo le va?”, dice. “Bien… Me alegro que esté aquí —comenta Mundstock—, así podemos compartir esta breve disertación, así esto deja de ser un simple monólogo para convertirse en un… biólogo”. Es uno de los sketchs históricos y más divertidos de Les Luthiers, un clásico, un emblema, donde se amalgamaban tal vez sus dos mejores humoristas: Rabinovich, que falleció en 2015, y Mundstock, que murió hoy, a los 77 años, de una enfermedad con la que peleaba desde hacía tiempo.
Los Mundstock llegaron a al puerto de Rosario en 1930. Venían de la ciudad ucraniana, por entonces polaca, de Rava Ruska. Su padre, de origen judío asquenazi y de oficio de relojero, se casó en Rosario y luego, ya instalado con su esposa en Santa Fe, un 25 de mayo del año 1942, nació Marcos. Siete años después se mudaron a Buenos Aires, precisamente a Once, y así creció, entre el idish familiar, el castellano local y el italiano de la ópera radial. Cuando terminó el secundario estudió Ingeniería y locución. Allí, en la universidad, en el coro, estaba el germen de Les Luthiers: Gerardo Masana, Jorge Maronna, Daniel Rabinovich y Carlos Núñez Cortés. De a poco, todo fue sucediendo lentamente, de a poco, como en esa novelas de largo aliento. Así se definía también el rol guionista y conductor de Mundstock: una voz grave, estruendosa, pero calma y reflexiva.
Fue un día, hace 53 años, cuando un grupo de músicos desertó del conjunto I Musicisti y formó Les Luthiers. Lo que parecía ser una transacción más en el mercado de pases, se volvió definitivo. Desde aquel entonces, la idea de mezclar humor y música se fue ensanchando tomando elementos de aquí y de allá, como quien recorre las góndolas del supermercado llenando su changuito. Eso es Les Luthiers, una banda de humoristas que, mientras hacen música, van sacando chistes de la galera sobre la base de un sólido guión que, pese a ser actuado, rompe el protocolo de lo previsible y hace estallar en risas a cualquier auditorio. Nadie podrá decir que el humor de Les Luthiers es complejo o enrevesado; se entiende fácil y funciona muy bien. Es hasta infantil en algún punto. Sin embargo hay una inteligencia en su armado que se percibe. Lo netamente humano.
Hace 121 años, en su libro La risa. Ensayo sobre el significado de la comicidad, el filósofo francés Henri Bergson escribió: “No hay comicidad fuera de lo propiamente humano. Un paisaje podrá ser hermoso, armonioso, sublime, insignificante o feo, pero nunca será risible. Nos reiremos de un animal, pero porque habremos descubierto en él una actitud de hombre o una expresión humana”. Si el universo no tiene estado de ánimo, y somos nosotros quienes le ponemos humor para darle algún sentido más allá de la mera conservación, ¿qué tipo de humanidad no permitiría algo tan necesario, tan humano, como la risa? Se sabe: el humor es peligroso, cualquier dictadura le aplica algún tipo de censura. Sin embargo, hay algo que se escapa a cualquier solemnidad haciéndola pedazos. Es casi instintivo, algo propiamente humano.
En aquel “biólogo”, Rabinovich empieza su disertación creyendo que están hablando del postre, no de la danza. Entonces Mundstock, en el papel de académico que está representando, le propone ir a la historia antigua y menciona a la musa de la danza en la mitología griega: Terpsícore. “¿Esther Píscore? ¿Quién es? No, no la conozco. Me acordaría, yo tengo buena memoria. ¿Esther Píscore? ¿Qué tal es? ¿Es simpatía? Bueno, no importa. ¿Está buena?” Y así la trama se aleja del punto de partida dando varios giros en el aire pero siempre graciosos. Es que Les Luthiers trabaja sobre lo propiamente humano: el lenguaje. Lo ridiculiza y lo enaltece. ¿No es acaso el humor el mejor producto del lenguaje? El problema, le dice Mundstock a Rabinovich, está en la yuxtaposición de consonantes que forman un diptongo, por eso le cuesta pronunciar la palabra Terpsícore.
—Dígame, ¿usted normalmente tiene problemas con la yuxtaposición?
—No he recibido queja alguna, hasta ahora.
—Míreme: el labio inferior arriba y el labio inferior abajo.
—La posición tradicional.
En Les Luthiers hay ilustración y conocimiento, porque pueden ir a los confines de la historia a traer alguna epopeya o navegar sobre las aristas de un fenómeno cultural del siglo XX, pero también está el ingenio, que hace de aquellas narraciones lejanas y trágicas un relato moderno y gracioso, aggiornado a la época, con la liviandad del humor, desplegado para el consumo de cualquier público. ¿Es un humor refinado? Tal vez lo sea en el armado, en el collage de relatos que reúne, pero eso no lo vuelve denso ni difícil de entender, al contrario, y tal es así que, con los años, se volvió masivo y popular. Un humor inteligente que parece diseñado en un conservatorio musical —es parte fundamental en sus shows las canciones que tocan con destreza de orquesta— y que brilla como un fascinante juego de luces y sombras sobre el lenguaje y la cultura.
“Un buen chiste sigue siendo un buen chiste”, le dijo Marcos Mundstock a Infobae Cultura, hace algo más de un año, antes de participar del Congreso de la Lengua. Finalmente no estaría presente en el show del grupo en la Universidad Nacional de Córdoba debido a problemas de salud. A aquel espectáculo de miércoles por la noche, asistieron más de 24 mil personas: un mar de gente que se extendía hasta al fondo sin precisar el final. Muchos con mate y termo en mano, otros con alguna lata de cerveza, disfrutaron como lo que fue: un verdadero espectáculo popular. Al salir, locales en la vereda vendían choripan, hamburguesas y ese tipo de cosas. La gente se retiraba recordando los chistes, las canciones, algún gag que no se podían sacar de la cabeza. Fue, sin duda, el momento épico e inclusivo que celebraba académicamente al idioma español.
La ponencia de Mundstock en el Teatro San Martín titulada “Reflexiones, reclamos y correcciones poco serias sugeridas a la RAE. Novedosos usos y abusos del idioma: Academias y Epidemias” —premonitoria hoy, en tiempos de coronavirus— la tuvo que hacer vía teleconferencia. Fue una disertación interesante plagada de chistes que enaltecieron aún más las reflexiones. Hay momentos en que no importa la clase social del auditorio o el género del humorista. Un chiste sigue siendo un buen chiste. A eso se dedicó y a eso se dedica Les Luthiers, a hacer reir. En un mundo que siempre está viniéndose abajo, que las utopías que reinan son las de mercado y que el entretenimiento no quita la angustia, la risa es necesaria. Es nuestro patrimonio cultural y humano, y Marcos Mundstock, uno de los embajadores argentinos.
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