Hay dos obras que van al hueso con respecto a la fiebre amarilla que azotó Buenos Aires en 1871: el libro de Leandro Ruiz Moreno, La peste histórica de 1871 (editorial Nueva Impresora, Paraná, Santa Fe, 1949) y Cuando murió Buenos Aires de Miguel Angel Scenna, publicada por ediciones La Bastilla en 1974 y reeditada, con el diario de Mardoqueo Navarro y un prólogo de Félix Luna, por Cántaro Ensayos en 2009.
La primera abunda en datos estadísticos, en enumeraciones, en actas oficiales, en fechas, en necrológicas; la segunda comienza con un fresco animadísimo de la sociedad de antaño para después explicar, con lujo de detalle, cómo la fiebre fue ganando terreno hasta diezmar a casi la mitad de la población de Buenos Aires.
La epidemia de fiebre amarilla de 1871 dejó huellas visibles y no tanto en nuestra ciudad: monumentos recónditos –el principal, en el parque Ameghino–, cementerios colapsados, clausurados y convertidos hoy en parques públicos y una lista mal relevada de hoteles que prestaron fiel servicio a los enfermos. Dejó también una nómina de mártires –Manuel Argerich, Antonio Fahey, Francisco Javier Muñiz, entre tantos otros–, muchos de los cuales ocupan hoy su sitio de honor en el cementerio de La Recoleta. Dejó también huellas en la pintura: El Episodio de la fiebre amarilla, del uruguayo Juan Manuel Blanes (1878), es quizás la expresión más fiel y patética, inspirada en la escena a la que asistió un sereno en una vivienda de la calle Balcarce 348: una joven tendida en el suelo, con su hijo buscando su pecho.
Las analogías con el presente pueden ser evidentes, pero también lo son las diferencias. Hoy estamos en mejores condiciones de enfrentar estas catástrofes. Pero eso ya es harina de otro costal. Confiemos entonces en que estamos hechos de la misma madera que aquellos porteños que sobrevivieron a pestes más letales e insidiosas y supieron rehacer sus vidas, fortalecidos por la tragedia. Después de todos somos y no somos los mismos.
Después de todo, tampoco tenemos opción.
Tal como ocurre hoy, la peste llegó de extramuros. El origen del mosquito Aedes Aegypti, vector de contagio de la fiebre amarilla, también era asiático. Los estudios indican que ya en 1817 el delta del Ganges sufrió el primer impacto de la epidemia, que quedó limitada a la región. En 1856, un barco procedente de la India y que atraca en Bahía Blanca siembra la primera alarma. El mismo año cundirá un brote epidémico en Montevideo, que no llegó a impactar masivamente en Buenos Aires. La cuarta oleada llega a nuestro país en 1867, se cebó en el frente de batalla de la Guerra del Paraguay y se fortaleció gracias al clima húmedo y a los pantanos donde estaban apostados los campamentos militares. El mal se extiende rápidamente hacia Brasil y Paraguay, y ya para fin del verano se hace presente en las zonas anejas al puerto de Buenos Aires.
El primer caso registrado fue un pasajero recién desembarcado y alojado, ya enfermo, en el hotel Roma (Cangallo –hoy Perón–, entre Esmeralda y Maipú), en febrero de 1870 y fallecido el 22 del mismo mes. De allí el mal se expandió por las inmediaciones, lo que llevó al Consejo de Higiene Pública a tomar las siguientes medidas sanitarias:
-Aislamiento de los enfermos en el lazareto.
-Aislamiento durante 15 días de todas las personas sanas que hubieran tenido contacto con enfermos.
-Desinfección del hotel Roma y de las casas contaminadas.
-Desalojo de la manzana del hotel Roma.
Medidas similares a las adoptadas hoy por los consejos de seguridad de todo el mundo, aunque entonces no se tenía remota idea de la causa del mal.
No faltaron, entonces como ahora, quienes minimizaron el impacto de la epidemia. El doctor Miguel Golfarini envió una carta al doctor Tomás Peña, jefe de la comisión parroquial de San Telmo, con pasajes como el siguiente:
Sería ridículo decir que existe una pandemia en una ciudad la cual con arreglo a su población muere hoy el mismo número de gente que ha muerto toda la vida... me permitiría probar que la presente peste es muy mansa.
Lo cierto es que en ese verano de 1871, los conventillos de San Telmo empezaron a acusar el azote del mal. El 9 de marzo de ese año, La República, uno de los principales periódicos de la época, encabeza su edición con un tremendo titular en clave catástrofe: “TERROR”. A este grito se plegó toda la prensa gráfica, llamando a la población y a las entidades públicas a una acción inmediata. Pero, ¿qué hacer?, ¿contra quién combatir?
Mientras tanto, los casos seguían en aumento. Comienza entonces una estampida de despoblamiento: los que podían abandonan sus caserones del barrio Sur y se mudaban a sus quintas de Flores o de Belgrano. En la primera semana de marzo habían huido casi 54.000 personas, de un total de población de unos 200.000 habitantes. El Consejo de Higiene Pública emitió, en abril de ese año, la siguiente resolución, que sorprende por las analogías con la situación actual:
Se hace saber a los dueños o encargados de casas de inquilinato o conventillos, hoteles, fondas, fondines casas amuebladas y en general aquellas que recibieran personas de afuera a hospedar, que se hallan en el estricto deber de dar aviso por escrito a la Comisión, toda vez que en ella hubiera algún enfermo, cualquiera que sea la enfermedad, en la inteligencia de que los infractores a esa disposición sufrirán la multa de mil pesos por cada forma, sin perjuicio de las medidas que la misma considere necesarias según los casos.
También los hospitales corrieron la suerte de una rápida saturación. El 8 de marzo anotaba en su diario Mardoqueo Navarro, primer cronista de la Gran Epidemia: “No hay hospitales, no hay sepultureros. Focos hay mil. Despoblación”. Medida justa y elocuente para describir una situación que no iba sino a empeorar.
A principios de marzo, la ola de defunciones creció vertiginosamente. Las muertes diarias totalizaban unas doscientas, y ya en abril superaban las quinientas. Ese año, para colmo de males, las lluvias no se hicieron esperar. En una de esas jornadas de espanto, Paul Groussac anotó, en medio de una lluvia torrencial y refugiado en la esquina de México y Piedras: “La correntada arrastra maderajes, muebles, detritus de toda clase, hasta cadáveres”. El 13 de ese mes, en una decisión muy denostada por la prensa, el presidente Sarmiento junto con la mayoría de los miembros de la Corte Suprema abandonan la ciudad, en busca de aires menos viciados.
Diagnóstico y tratamiento de un mal desconocido
En cuanto al diagnóstico, lo único cierto es que no existía. Faltaban tres cuartos de siglo para que se descubrieran los antibióticos y la microbiología estaba dando sus primeros pasos. La clínica se reducía a paliar los síntomas, siguiendo un protocolo más fiel a Esculapio que a la ciencia del siglo venidero. Apunta Scenna que alguien llegó a proponer llenar la ciudad de ovejas con la esperanza de que, por algún inexplicable sortilegio, pudieran mejorar la situación. Al paciente solían administrarle esos brebajes que hoy adornan las novelas de Balzac: quinina, evacuantes, bebidas gaseosas y revulsivos cutáneos.
Mientras médicos tan afamados como Eduardo Wilde se mostraban perplejos, un artículo publicado en el diario La Prensa, el 18 de marzo de 1871, atribuye con asombrosa puntería la causa del mal a los zanjones que bordean la ciudad:
Hay ciertas calles mal niveladas, como la de Perú, en que se ha notado la siguiente particularidad: la mayor parte de los casos de fiebre han tenido lugar en las casas que miran al oeste y muy raros en las que miran al este. Si se observa esa calle, tiene su declive sobre las manzanas que apoyan su fondo sobre la calle Bolívar y, por consiguiente, es sobre esas manzanas que tiene lugar el desagüe de la población. Se ha visto también que la fiebre, saltando desde la calle San Juan por encima de manzanas enteras, ha venido a posesionarse de las que quedan entre Chile, Méjico y Venezuela, próximas al desagüe del gran Tercero de la calle Chile y calles que se convierten en ríos durante las grandes lluvias. No están entonces fuera de camino los que creen que la epidemia sigue el curso de los desagües, hecho que viene a robustecer con la observación científica de que la fiebre busca y se desarrolla en las costas. Indudablemente el miasma de esta enfermedad necesita el vapor de agua y la humedad para su desarrollo....
Nadie hasta entonces hubiera sospechado que esa miasma que requería del agua para desarrollarse era un simple mosquito.
Semana Santa maldita
La Semana Santa de 1871 fue el epicentro de la tragedia. El recuento de víctimas fatales había sido de 4.895 en marzo, incremento exponencial si lo comparamos con las 306 registradas entre enero y febrero. Esa Semana Santa fueron suspendidos los servicios religiosos y los templos permanecieron cerrados. Los conventillos de San Telmo acusaron el primer impacto de la psicosis colectiva: los inmigrantes, en su mayoría españoles e italianos, comenzaron a ser desalojados y echados a la calle. La propuesta era convertir esas viviendas en hospitales de campaña. Por entonces aparecieron también los carros funerarios, encargados de retirar a los muertos de sus domicilios. Los pocos voluntarios y la escasez de fabricantes de ataúdes hacían que nada aconteciese del mejor modo. Para paliar las deficiencias de este tráfico entró en servicio, el 14 de abril de ese año, el desvío del Ferrocarril Oeste que conducía al cementerio de La Chacarita. Las vías habías sido ensambladas en solo un mes, gracias al trabajo a destajo de varias cuadrillas de operarios. El ramal partía de la esquina de Corrientes y Pueyrredón, en un recorrido similar al que hoy hace el subte B. Allí, un galpón guardaba los cadáveres hasta el momento de su viaje final. Juan Allen puso en marcha la vieja locomotora, provista de unas cuantas vagonetas adaptadas para el caso. Hacía dos viajes diarios, que resultaban insuficientes por la cantidad de cadáveres amontonados en el depósito. El propio Allen cayó víctima de la fiebre y entonces fue él quien debió esperar su turno para ser llevado al cementerio en su vieja locomotora. El “Tren de la Muerte” –con ese mote pasó a la historia– prestó servicios hasta el fin de la epidemia y su locomotora es hoy parte del acervo cultural del Museo de Luján.
Ese domingo 9 de abril, Pascua de Resurrección, fue uno de los más fatídicos de la historia argentina: 501 fallecidos por vómito negro, sinécdoque que la peste adoptó como nombre y síntoma inequívoco y desolador de la enfermedad. La tasa de mortalidad comenzó a oscilar entre el 40 y el 90 % de los infectados. Aquel mismo día la Comisión de Higiene bajó los brazos y resolvió aconsejar de este modo a la población:
En tal situación, la Comisión Popular aconseja a todos los que puedan abandonar la ciudad que se alejen de ella lo más pronto posible, para salvarse a sí y salvar a los suyos.
El 10 de abril anota Mardoqueo: “563 defunciones – Terror –Fuga”. Villas y pueblos de los alrededores de Buenos Aires se colmaron de forasteros, que, ayer como hoy, eran mal recibidos por los atemorizados lugareños. Y no les faltaba razón: la fiebre comenzaba a extenderse a barrios aledaños, en especial a Belgrano y sus alrededores. Según el ingeniero Bosio Moreno se habrían marchado 53.425 personas de un total poblacional de 198.500. Lo cierto es que la ciudad quedó desierta. Así lo recuerda Paul Groussac en uno de esos días de la trágica Semana Santa de 1871:
Mientras cruzábamos el campo y las quintas veníamos conversando casi alegremente. Al acercarnos al Retiro, sin darnos cuenta de ello, la charla fue arrastrándose penosamente entre grandes intervalos de silencio. Al embocar la calle Florida, muda, vacía, oscura, sin otra vida aparente, en algunas esquinas, que las fogatas de alquitrán, cuya llama fulginosa en las tinieblas visibles movía sombras fantásticas, me suena todavía en el oído la voz ahogada del buen inglés que minutos antes venía callado: ‘Esto es demasiado triste, galopemos’. Y entramos a todo galope en la inmensa necrópolis.
Tampoco funcionaban los comercios de artículos de primera necesidad, o abrían de a ratos, por unas horas. A las cuatro de la tarde las calles se vaciaban, salvo por los carros que recogían cadáveres o, en el peor de los casos, pacientes agonizantes, tal era la ignorancia respecto del estado real de los infectados. El mismo Mardoqueo apunta “Se entierran vivos” en su diario.
Scenna dejó páginas de un patetismo memorable, cifradas en informes y testimonios de época. El cuadro de Juan Manuel Blanes Blanes es apenas una instantánea de los que se vivía a diario en la capital porteña. También entonces la prensa comparaba la epidemia con una guerra, mientras que el abandono de los hogares, las muertes y el despoblamiento hacían propicio un feroz incremento de la delincuencia.
El fin de la muerte amarilla
A principios de julio el azote pareció ceder, lo que animó al presidente Sarmiento, ya de regreso a Buenos Aires, a abrir las demoradas sesiones del Congreso Nacional anunciando que “la epidemia ha terminado felizmente, pero ello será siempre de tristes recuerdos para Buenos Aires y de funestas consecuencias para la República”. Y la afirmación era cierta: de casi 900 casos fatales en mayo, pasaron a 38 en junio.
Coinciden los autores que, en todas las epidemias de fiebre amarilla, el mayor índice de mortalidad recayó siempre en el mes de abril (“el mes más cruel”, diría T. S. Eliot). Las familias permanecían encerradas en sus hogares, sin sospechar que al abrigo de las caldeadas habitaciones y de los depósitos de agua –jarrones, aljibes, macetas– se multiplicaban sus enemigos. Hoy el mal ronda afuera, en la calle. Nuestros abuelos hospedaban a sus verdugos en el seno de sus hogares, y a muchos no les alcanzó la vida para comprenderlo. El saldo final de la Gran Epidemia fue de entre 13.000 y 14.000 muertos, alrededor del 35 % del total de la población.
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