Joan Manuel Serrat, Joaquín Sabina, Noam Chomsky, Caetano Veloso, Chico Buarque y Elena Poniatowska son algunas de las personalidades que forman la Asociación internacional de amigos de Eduardo Galeano, tan ecléctica como convencida por un mismo fin: que la casa del escritor y periodista uruguayo se convierta en un centro cultural.
Hasta su muerte -de la que hoy se cumplen cinco años- y desde 1985 cuando volvió del exilio, Eduardo Galeano vivió en una casa en Malvín, un elegante barrio al sureste de Montevideo, cerca de la costa. Propiedad que la viuda del escritor, Helena Villagra, quiere poner a la venta pero con la condición de que sea preservada como patrimonio cultural y no que termine convertida en un estacionamiento. Es el lugar donde el autor de La trilogía del fuego produjo obra durante tres décadas, donde están sus libros y archivos, muebles y documentos, acopio de toda una vida de experiencias y viajes por su amada Latinoamérica.
Chalé sin ostentaciones de 140 metros cuadrados y dos jardines, valuado en 500.000 dólares, con murales pintados en la fachada y el patio por el mismo Galeano, la intención de la propietaria es que este ícono del vecindario sea conservado por una institución pública o privada, comprometida en crear un lugar de encuentro para lectores, intelectuales, artistas y curiosos.
“El ministerio de Cultura del estado uruguayo la declaró de interés. Pero como debe ser una participación público-privada, se están buscando posibles interesados en ayudar a financiar la compra de la casa. La intendencia municipal de Montevideo está dispuesta a ocuparse de mantenimiento, difusión e inclusión en un circuito cultural turístico de la ciudad. Y si bien son muchos los contactos en todas partes y es general el consenso para que ese lugar no se pierda, seguimos sin encontrar ayudas concretas”, dice a Infobae Cultura la periodista Mariana Mactas, integrante de la Asociación pero, sobre todo, alguien con un vínculo amoroso y familiar muy fuerte con el escritor.
Hija única de la abogada Helena Villagra y del periodista Mario Mactas, la pareja se separó a poco de su nacimiento. Helena se unió al diputado peronista Rodolfo Ortega Peña, asesinado por la Triple A en 1974. Su tercera pareja fue Galeano; juntos lograron salir del país y llegar a Barcelona con pasaportes de refugiados del Acnur. Mariana estaba en la Argentina con su padre, a punto de empezar la escuela. Pero Mario fue secuestrado en un allanamiento a la redacción de la revista Satiricón. Finalmente, la nena viajó junto a una tía a España. El exilio sucedió entre Calella (a 50 kilómetros al norte de Barcelona), donde vivía Eduardo y Helena, y Sitges (lo mismo hacia al sur), donde vivía Mario.
“En Cataluña hice toda la primaria y el primer año del secundario. Me crié como hija única con Eduardo y Helena, a pesar de que él tenía tres hijos anteriores, que veíamos en las vacaciones cuando viajaban a España y luego, en el Uruguay”, cuenta la periodista de Espectáculos de TN, hoy metida en dos proyectos vinculados con sus dos papás. Por un lado, la conservación de la casa de Eduardo Galeano, el más internacional e influyente de los escritores uruguayos. Por otro, la producción de un documental sobre Mario, acerca de su humor y su poco convencional manera de pensar, idea que después se extendió a otros periodistas, a Satiricón y a una época de cronistas casi sin herederos. “Cada semana se estrenan uno o más documentales argentinos que podrían definirse por una fórmula ya establecida: historia personal familiar + violencia política + años setenta. En cambio, se cuenta poco acerca de los que fueron marcados por el exilio y esa misma violencia política pero no pertenecían a la militancia de izquierda”, dice la crítica de cine.
-¿Cómo fue crecer con esos dos vínculos paternos?
-Si bien mi casa era la de Eduardo y mi mamá, pasaba fines de semana con mi padre, y su pareja, un espacio en el que se vivía y pensaba distinto. Con mi padre me sentía cómoda, acaso por una fuerte identificación e intereses comunes. En todo caso, se compartían cosas distintas, en un ida y vuelta particular. En la casa de Eduardo y mi vieja, la revolución nicaragüense y los procesos de liberación latinoamericanos. Se negaban a comprarme la Nancy Color, la muñeca de moda, porque era una concesión a la sociedad de consumo, pero había muñecas de trapo, artesanales, hechas por chicos pobres de América Latina: mis amigos decían, en broma, que yo jugaba con la Barbie Rigoberta. También es cierto que en esa época no tenían un mango para Barbies. Y con mi papá, los primeros discos de Duran Duran, o La vida secreta de las plantas, de Stevie Wonder, el amor por los caballos y por España. Porque él era una especie de sobreadaptado a la nueva vida y costumbres, y en ese sentido (siendo yo una niña escolarizada y catalano-parlante) estábamos cerca. Fueron dos vínculos tan afectuosos que, en su diversidad y diferencia radical, de alguna manera, se complementaban. Fue divertido. Y claramente, tengo cosas de ambos. La libertad de pensamiento de uno, la sensibilidad del otro, el sentido del humor muy distinto, de ambos. Las reconozco y me enorgullece.
Entre el estímulo y la inhibición, las charlas sabrosas sobre mundanidad y la indignación ante el desliz de una burrada, había que encontrar un lugar. El gusto por escribir servido tan a mano pero, a la vez, desde tanta altura. Galeano era editor, había dirigido medios en sus veinte –“una especie de genio monstruo”- y leía los borradores de Mariana que, a falta de la carrera de Cine en Uruguay, cursaba Comunicación. Con cariño y severidad, le repetía a la “Pulga”, como la había bautizado ni bien la conoció, el mantra de las “frases cortas”: “Era muy duro con su propio trabajo, tachaba y tachaba y reescribía y depuraba sus textos breves, con la ayuda de mi madre, hasta que a veces quedaban en el hueso, un esqueleto de palabritas, como jeroglíficos, de los que terminaba por emerger algo parecido a lo que buscaba. Su constancia de escritor, sentado en su mesa cada día, presente en la casa pero a la vez en su mundo, fue siempre para mí una imagen de lo que está bien. No sé, tranquilizadora, porque se lo veía feliz. Transmitía eso: que el trabajo puede hacer la felicidad”.
En cuanto a Mactas padre, en cambio, lo que asomaba era el perfil del laburante pies en la tierra, capaz de hacer de su manera de ver las cosas una fuente de trabajo. “Mario es el tipo más divertido que conozco, siempre me hizo reír muchísimo con su humana incorrección política, que siento mía. Es el mayor lector que conozco, omnívoro, le interesa absolutamente todo. Puede hablarte del comportamiento de los animales salvajes y de anatomía humana así como recitar poemas de Borges, o de quien sea, con una memoria prodigiosa. Es el Gran Curioso”, dice.
En Días y noches de amor y de guerra (1978), aparece el nombre de Mariana y el de los otros hijos (tres de sus dos parejas anteriores): “Claudio atrapa un dedo de Alejandra, le dice: “prestame el dedo” y lo hunde en el tarro de leche sobre la hornalla, porque quiere saber si no está demasiado caliente. Desde el cuarto, Florencia me llama y me pregunta si soy capaz de tocarme la nariz con el labio de abajo. Sebastián propone que nos escapemos en un avión, pero me advierte que hay que tener cuidado con los semáforos y la hélice. Mariana, en la terraza, empuja la pared, que es su modo de ayudar a la tierra a que gire”.
No obstante, con insistencia y sin ningún pudor, le pedía a Eduardo que le dedicara alguno de sus libros. Todos iban para su editora y mujer, la inspiradora de Los sueños de Helena. Finalmente, llegó: A Mariana, la Pulguita, en el tomo III de Memoria del Fuego, El siglo del viento (1986). “Hay muchos textos sobre mis hijas, por las que tenía debilidad especial. En El cazador de historias hay un ‘Lilario’, sobre mi hija menor, Lila. Y de la mayor, Catalina, muchísimas cosas desperdigadas en distintos libros. Tenía con ella una relación muy especial, se querían muchísimo”, recuerda.
-Tu mamá tuvo un papel fundamental en su vida y siempre con un riguroso bajo perfil
-Sí, mamá es una mujer hermosa y bastante fóbica a la exposición, acaso por la costumbre de acompañar a un marido estrella por el mundo, durante cuarenta años. Aunque imagino que se habrá formado así, esa especie de cáscara, con las cosas que le pasaron antes, en medio de la violencia política tan joven. La mayor de cuatro hermanas, se recibió de abogada antes del exilio y renunció a su metier para dedicarse a trabajar con Eduardo. Cuando nació mi hija mayor, Cata, y llegaron también los hijos de Florencia, la hija de Eduardo, Helena lo llevó un poco de la mano hacia la dedicación y el disfrute de los nietos. Fueron abuelos muy presentes y cariñosos. Quizá poco convencionales, no de los que hacen milanesas y llevan al colegio, pero muy generosos y divertidos. Cuando Eduardo murió, nunca más nos vimos con los demás hijos y nietos, después de toda una vida compartida. Pero estoy segura de que estarán de acuerdo con lo que digo, los nietos mayores se tatuaron cosas del abuelo y se lo extraña un montón. Su partida sigue siendo muy dolorosa, porque si bien estaba enfermo, tuvo toda la violencia de una muerte temprana, a unos 74 años muy jóvenes y con mucho por vivir y compartir todavía.
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