Los manuscritos de Jorge Luis Borges y Juan José Saer, la correspondencia, los diarios y los apuntes de Ricardo Piglia, los papeles y el diario de Alejandra Pizarnik, un cuaderno con poemas que Julio Cortázar escribió a los 12 años, las cartas, los cuadernos de notas y las fotografías personales de Juan Gelman, entre otros archivos de escritores argentinos, ofrecen un material extraordinariamente valioso para los estudios críticos, las reediciones de obras y la memoria literaria. Pero no se encuentran en el país, sino en distintas bibliotecas universitarias de los EEUU.
No se trata de una circunstancia exclusiva de la cultura argentina: las casi 2 mil cartas y los 40 álbumes de fotos de Gabriel García Márquez, los papeles de Idea Vilariño, la colección Jorge Edwards, la correspondencia y los manuscritos de Carlos Fuentes, las pinturas y dibujos de Severo Sarduy y los borradores y las notas de lectura de Enrique Lihn, entre muchas otras recopilaciones de escritores latinoamericanos, también están depositados en universidades norteamericanas, lejos de los investigadores de cada país.
“La Argentina no solo tiene una trágica historia en relación a los archivos sino que, como comunidad, tampoco poseemos una fuerte tradición en materia de conciencia documental. Algo de eso está cambiando, pero no ha habido aun una transformación en las políticas de archivo”, dice a Infobae Cultura Juan José Mendoza, autor de Los archivos, papeles para la Nación (Eduvim, 2019), un ensayo en torno al estatuto de las bibliotecas, los libros y los archivos en la era digital.
El principal centro de documentación es la Firestone Library de la Universidad de Princeton. Si bien su fundación se remonta a 1948, la colección de literatura latinoamericana comenzó a formarse en 1974, con la adquisición de los papeles del escritor chileno José Donoso, uno de los protagonistas del boom de la literatura latinoamericana de los años 60. Actualmente posee más de setenta archivos de grandes escritores.
El Centro Harry Ransom, de la Universidad de Texas, en Austin, alberga otros tesoros de la literatura latinoamericana, como los archivos de García Márquez, por los que pagó más de 2 millones de dólares. Según la descripción institucional, los papeles del escritor colombiano incluyen borradores originales de obras publicadas e inéditas, material de investigación, libros de recortes, guiones, material impreso, diversos recuerdos y hasta registros electrónicos. Allí también se encuentran manuscritos, cuadernos y correspondencia de Jorge Luis Borges.
Los papeles de Borges se encuentran dispersos en varios archivos. “La colección más importante de manuscritos se encuentra en la Albert and Shirley Small Library de la Universidad de Virginia –dice Daniel Balderston, director del Borges Center-. Hay también manuscritos en la New York Public Library, en la Universidad de Pittsburgh (un cuaderno Avon con “una variedad de notas relacionadas con su obra literaria y reflexiones filosóficas”), en el Harry Ransom Center de la Universidad de Texas –donde Borges dio clases- y en la Universidad de Michigan”. El manuscrito del cuento El sur y otros dos textos están en la Fundación Martin Bodmer de Ginebra, uno más en la Biblioteca Nacional de Uruguay, otro en la Biblioteca Nacional de España –una versión de El Aleph, regalo de Borges a Estela Canto-, “uno o dos en Japón” y otro –del cuento La biblioteca de Babel- en Brasil, se exhibió fugazmente durante la muestra Borges, el mismo, otro (2016) en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno.
Además, la Firestone Library guarda los documentos recopilados por James Irby, profesor en Princeton y traductor de cuentos de Borges, y el Archivo de Literatura Hispánica de la Biblioteca del Congreso de EEUU ofrece online el registro de una lectura de Borges de sus propios poemas, grabada en 1958 (además de audios con lecturas de Victoria Ocampo, Marta Lynch, César Aira, Griselda Gambaro, Ricardo Molinari, Julio Cortázar y Manuel Puig, entre otros).
Sin embargo, los archivos públicos de Borges serían mínimos en comparación con los que poseen coleccionistas privados “en cajas fuertes o a la venta por centenares de miles de dólares”, según escribió Daniel Balderston, autor de El método Borges (How Borges wrote, en su versión original en inglés), un estudio sobre los manuscritos del escritor que publicará este año Ampersand, en Buenos Aires. El empresario Alejandro Roemmers reveló que posee 6 mil libros y manuscritos que integrarán un futuro Museo Borges, según anunció el presidente Alberto Fernández el 4 de diciembre pasado. Una donación que no está aún exenta de una profunda polémica con respecto al origen de las piezas.
Política, se busca
En Los archivos, papeles para la Nación, Juan José Mendoza se interroga por el destino de bibliotecas particulares, colecciones y archivos a la muerte de sus formadores. ¿Dónde van las cosas cuando desaparecen?, se pregunta una y otra vez en el libro. “La respuesta sería: van a Princeton, van a Austin. En Argentina no hay instituciones donde legar. La Biblioteca Nacional y el Archivo General de la Nación no tienen fuerte tradición en esa materia y deberían estar a la cabeza de una nueva política de archivo para revertir esa carencia”, dice el investigador, que este año publicará Maneras de leer en los 70. El proyecto Literal, sobre la revista homónima.
A la muerte de los escritores, el destino de sus manuscritos puede contarse como una especie de novela de aventuras. Y como en Los papeles de Aspern, la novela corta de Henry James, los críticos y editores se ven obligados a tareas detectivescas a través del tiempo y del espacio con resultados inciertos. Los manuscritos, borradores e inéditos de Alejandra Pizarnik fueron así ordenados por Ana Becciú y Olga Orozco, quienes los guardaron en el estudio de un abogado; en 1977, Martha Moia, amiga de la poeta, los sacó del país en barco en dos sacos que repartió entre Becciú y Julio Cortázar; a la muerte de Cortázar, el material pasó a manos de Aurora Bernárdez, quien en 1999, de acuerdo con Myriam Pizarnik, hermana de Alejandra, los depositó en la Universidad de Princeton.
Las filtraciones, el traspapelamiento de piezas, la circulación de copias y el simple olvido son también constitutivos de los archivos póstumos de escritores. Los papeles de Osvaldo Lamborghini quedaron en una especie de latencia durante más de treinta años, hasta que su hija Elvira Lamborghini los trajo de Barcelona a Buenos Aires y los depositó en el archivo de la Universidad Nacional de Tres de Febrero y posibilitó su edición en un libro; una parte del archivo Pizarnik continuó en poder de su hermana, que en 2018 lo entregó en donación a la Biblioteca Nacional Mariano Moreno.
El Departamento de Archivos de la Biblioteca Nacional –donde trabajó el escritor Leopoldo Brizuela- posee además otros documentos y colecciones, como el cuaderno de bitácora de Rayuela, obsequio de Cortázar a Ana María Barrenechea que ingresó en el año 2000 por gestión de Josefina Delgado, la colección de manuscritos literarios de Manuel Mujica Láinez y los fondos de Aníbal Ford, Alberto Girri, Juan José Manauta, César Tiempo y David Viñas, entre otros escritores. Este año, ante de la pandemia de coronavirus, estaba estipulada una muestra de los materiales de Alejandra Pizarnik, parte de su biblioteca, correcciones de textos y pruebas de imprenta y manuscritos.
El debate concierne a la relación de la literatura con los archivos, dice Juan José Mendoza, actualmente director del periódico trimestral Banco Central, dedicado a las pesquisas de rarezas bibliográficas y textos olvidados. “Hay escritores que trabajan con mayor conciencia documental que otros, y eso también sería una línea divisoria. Al margen del trabajo con el lenguaje, la relación con el mercado o el vínculo que puedan tener con la política, la relación con los archivos también es una forma de pensar la literatura”, agrega.
La comercialización o el legado de archivos de un escritor suele correr por parte de sus herederos o albaceas –y a veces queda envuelta en polémicas, como ocurre en Uruguay con los manuscritos y documentos de Idea Vilariño, pero también son decisiones que toman los propios escritores. “Ricardo Piglia conocía bien la historia dramática de los archivos en Argentina y llevó sus papeles a Princeton, donde había dado clases”, dice Mendoza, que enmarca esa decisión en la conciencia documental: “Otra respuesta a la pregunta sobre dónde van las cosas sería: a los libros que los escritores que construyen archivos de manuscritos finalmente publican”.
Un caso testigo
Si se trata de conciencia documental, De la misma llama, la autobiografía que Darío Canton (Nueve de Julio, provincia de Buenos Aires, 1928) publicó en nueve tomos entre 2000 y 2017, puede arrogarse con pleno derecho ese título. Canton construye el relato de su historia como escritor a través de sus manuscritos, las diversas versiones de sus poemas, la correspondencia postal y electrónica que mantuvo, su historia de vida y la de sus familiares al punto de cubrir desde el siglo XVII hasta la actualidad, sus apuntes y lecturas y un caudal de imágenes y documentos no menos notable.
En 1963 Canton consultó los microfilms con cuadernos y apuntes de escritores que se guardaban en la Lockwood Memorial Library de la Universidad de Buffalo (actualmente cuenta con 150 archivos compuestos por manuscritos y publicaciones de poetas de lengua inglesa), un descubrimiento de gran influencia en su propio proyecto literario. Si bien tenía un importante acopio documental –cuyo emblema es la naranja que sirvió de observación para su libro Corrupción de la naranja (1968) y que aún conserva-, al emprender De la misma llama, aclara a Infobae Cultura, “no sólo me he valido de material existente, sino que he tenido una política muy activa de obtención de imágenes que ayudaran a entender el contexto”.
El modelo de trabajo se remonta a su propia novela familiar. “Mi familia materna era de guardar. Guardaban revistas y diarios viejos en un cuartito en Carmelo, Uruguay, al que yo de chico accedí. Guardaban también instrumentos musicales que ya no usaban, veladores rotos, sillas desvencijadas. En fin, había una gran pieza encima de un garage en donde estaban objetos que ya habían perdido vigencia, pero que aún así se conservaban”, recuerda Canton. Para la documentación en De la misma llama, contó con la colaboración del fotógrafo Oscar Balducci.
Luciana Di Milta está a cargo del ordenamiento, preservación y catalogación del archivo. “Los materiales no sólo son muy heterogéneos sino que también tienen un orden jerárquico que le da Canton aunque para los fines de la investigación todo material puede ser de utilidad –dice a Infobae Cultura-. Eso que él llama ‘tesoro’, los manuscritos de poesía, son manuscritos y pasadas a máquina de poesía escrita entre 1950 y la década del 90. En la década del 80, cuando escribe la serie autobiográfica, ordena sus manuscritos cronológicamente, les asigna un número y hace un inventario”.
Di Milta lleva 23 cajas de archivo y el trabajo continúa. “Los borradores y materiales que corresponden al trabajo de redacción de la serie De la misma llama constituyen una gran masa heteróclita –dice-. Algunos papeles estaban en la cocina, dentro de una valija de cuero a rayos del sol. Otros en un placar, mezclados con los papeles más insólitos que se te ocurran. Otros desparramados sobre las mesas o mezclados entre los libros. En esta zona del archivo hay manuscritos, dactiloscritos, documentos de todo tipo, fotografías, fotocopias, partituras, cuadernos escolares, recibos, algunos garabatos infantiles, papeles anotados por el diseñador Juan Andralis y si sigo pensando la enumeración no termina más”.
La norma y la excepción
Si bien está dedicado a las artes visuales, el Getty Research Institute también posee archivos de escritores latinoamericanos, en la ciudad de Los Ángeles. Las 62 cajas que contienen la correspondencia y los manuscritos del chileno Enrique Lihn y las 12 con los papeles del surrealista peruano César Moro (su correspondencia con Paul Eluard y Leonora Carrington, en particular) son uno de los principales tesoros de la institución, que también posee cuadernos, cartas y fotografías de Vicente Huidobro, el fundador del creacionismo, y 354 cartas recibidas por el crítico Julio Payró entre 1937 y 1971.
El catálogo de la biblioteca de la Universidad de Princeton cuenta, entre otros materiales, con las cartas de Jorge Amado, Enrique Fierro e Ida Vitale y los papeles de Reinaldo Arenas, Miguel Ángel Asturias, Guillermo Cabrera Infante, Juan Gustavo Cobo Borda, Eliseo Diego, Diamela Eltit, Lorenzo García Vega, Margo Glantz, Vicente Leñero, Augusto Monterroso, Sergio Ramírez, Emir Rodríguez Monegal, Mario Vargas Llosa e Idea Vilariño. La literatura latinoamericana en un solo lugar.
La literatura argentina también está muy representada: además de los archivos de Pizarnik, Gelman, Saer y Piglia (73 cajas con papeles y 85384 archivos digitales), la Firestone Library posee la correspondencia de Alvaro Yunque y Bernardo Canal Feijoo (con cartas de Leopoldo Lugones y Victoria Ocampo), los papeles de Rodolfo Alonso, José Bianco, Julio Cortázar, Edgardo Cozarinsky, Manuel Mujica Láinez, María Rosa Oliver, Silvina Ocampo y Saúl Yurkievich, y una colección de “papeles elegidos” de Alberto Girri.
“La cultura es la norma y la literatura y los archivos son la excepción –dice Juan José Mendoza-. Los escritores y los investigadores tienen algo en común: son grandes lectores de archivos. Sin hacer un fetichismo de los manuscritos ni una adoración aurática de las primeras ediciones, edifican archivos porque saben que allí, en el encuentro con las fuentes primarias, respiran y resplandecen formas de leer distintas”.
La fuga de archivos de escritores hacia los EEUU no cierra la posibilidad de su consulta, pero la obstaculiza desde el momento en que los materiales dejan de estar en el país. “No tener acceso a esos papeles –advierte Mendoza- tiene mucha influencia con la recepción de la obra de esos escritores entre nosotros y en cómo van a ser leídos. Ahí tenemos un trabajo que hacer en relación con nuestros grandes escritores”.
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