En unos pocos días, la miniserie Unorthodox se convirtió en uno de los hits de la cuarentena: los medios y las redes se llenaron de comentarios al respecto, con algunas voces subrayando el carácter represivo de las comunidades ortodoxas y celebrando la valentía de Esty Shapiro (el personaje protagonizado por Shira Haas), mientras que otros expresan en cambio su asombro e incluso cierta sospecha por la forma crítica en que la nueva producción de Netflix representa el mundo de los hasidim. Una de las principales virtudes de Unorthodox es justamente esa: nos muestra lo poco que se sabe de la vida judía entre no judíos, y lo poco que se sabe de la vida ortodoxa entre los seculares. Pero además, la miniserie consiguió algo que hasta hace poco parecía imposible: despertar la curiosidad por el idish, una lengua que hasta hace ayer muchos consideraban muerta y que otros ni siquiera distinguían del hebreo. Como Unorthodox, ambas ideas están bien lejos de la realidad.
La historia del idish es la historia de las comunidades judías ashkenazis, aquellas que se asentaron en Europa central durante los siglos que siguieron a la huida de los judíos de la tierra de Israel, y que durante la Edad Media tardía se desplazaron progresivamente hacia Europa del Este. En esas comunidades, la vida era bilingüe. El hebreo ocupaba un lugar de prestigio y superioridad espiritual: era la lengua de los antiguos israelitas y de los textos sagrados, y era en ese idioma que los judíos conducían las actividades sagradas. En cambio, el idioma de la vida diaria y de los escritos profanos era una lengua germana que los judíos habían adoptado a lo largo de siglos de vida europea; una lengua bastante cercana en su vocabulario al alemán moderno, pero con estructuras distintas y con un sinnúmero de palabras preservadas del hebreo y otras tomadas de las lenguas eslavas que dominaban en Europa del Este, como el polaco y el ruso. Esa lengua ecléctica y dinámica, surgida de la fusión y la combinación de todos esos elementos dispares, es el idish.
Con el pasar de los años, la cultura en lengua idish comenzó a tomar fuerza, sobre todo a partir de la introducción de la imprenta en hebreo en Europa del Este en el siglo XVI. Ensayos, libros de cuentos y tratados históricos en idish comenzaron a imprimirse con caracteres hebreos en toda la zona de cultura ashkenazi entre Holanda y Ucrania. La aparición de movimientos religiosos ortodoxos jasídicos en el siglo XVIII, que comenzaron a atribuir un valor sagrado a textos escritos en idish, contribuyó a aumentar el prestigio de la lengua. En cambio, la llegada de la Haskalah, el movimiento de los judíos ilustrados encabezado por figuras como Moisés Mendelssohn, vino a repudiar este ascenso del idish: para los intelectuales más seculares de la época, los judíos debían abandonar esa lengua extraña y ecléctica, considerada apenas una jerga, y adoptar en cambio el alemán o el ruso como lengua social, política y cultural, preservando el hebreo en el mundo sagrado.
Pero el proyecto de los maskilim fracasó. Hacia fines del siglo XIX, la abrumadora mayoría de los judíos, en especial en los bordes occidentales del Imperio Ruso donde constituían una población de más de cinco millones de personas, seguía reconociendo como su lengua madre al idish y apenas hablaba algunas palabras de ruso. Era el signo de una falta de integración a la vida rusa que no en menor medida se explicaba por el insistente antisemitismo en la región y por las numerosas restricciones legales que el imperio de los Romanov mantenía sobre los judíos. Es así que a partir de fines del siglo XIX, inspirados por un imaginario menos racionalista y más romántico, nuevas generaciones de intelectuales y activistas comenzaron a promover el uso del idish en la prensa, en la literatura, en el teatro y en la cultura en general.
Para las primeras décadas del siglo XX, el idish había ganado un estatuto impensado, siendo la lengua de escritores de cada vez mayor renombre como Sholem Aleijem y I. L. Peretz y de movimientos políticos de orientación secular y socialista como el Bund, que ganaron cada vez más peso luego de la revolución de 1905 en Rusia. Un punto alto de esta historia fue la conferencia de Czernowitz de 1908, en la que un grupo de intelectuales idishistas, entre otros Peretz y el filósofo Chaim Zhitlowsky, proclamaron al idish como lengua nacional de la nación judía, bregando por el desarrollo de instituciones culturas y educativas en idish. La fundación del instituto YIVO en Vilna en 1925 como academia de lengua y cultura destinada a preservar, estudiar y eventualmente regular el uso del idish fue otro punto clave en la historia del idioma y sus hablantes.
Con todo, las tensiones nunca dejaron de aflorar con aquellos como el ensayista Ahad Ha’am, quienes consideraban que el hebreo debía convertirse en la lengua total de la nación judía, o el sionista socialista Ber Borochov, quien defendía la idea de que el hebreo debía ser la lengua judía en Palestina y el idish, la lengua oficial en la diáspora.
El punto de inflexión fue, sin embargo, el Holocausto judío, que el idish designa hasta hoy con la palabra khurbn y (en castellano, “destrucción”). El exterminio de una parte significativa de los hablantes de idish por parte de la Alemania nazi y sus colaboradores, en especial en Polonia, donde los judíos representaban casi un 10% de la población del país, así como la dispersión de los judíos europeos a partir de la Segunda Guerra Mundial, tuvieron el doble efecto de fragmentar a la población de habla idish y de reforzar la legitimidad de Israel como proyecto político hegemónico para la nación judía.
A lo largo de las décadas siguientes, con la adopción del hebreo como lengua oficial del Estado de Israel y con la progresiva asimilación de las comunidades judías en los diversos países que los acogieron después de la khurbn, y a pesar de los esfuerzos de muchos para mantener viva la vida intelectual y cultural en idish, la lengua perdió sin embargo mucha de su fuerza y visibilidad. Para muchos, el idish se convirtió así en una reliquia, apenas el residuo de un mundo desaparecido.
Pero las apariencias engañan. Todavía hoy, en el mundo académico y universitario, numerosos departamentos dedicados a los estudios judíos y a la cultura de Europa del Este siguen enseñando y transmitiendo el idish. Durante los últimos años, incluso un cierto revival hipster ha aparecido entre los más jóvenes, llevando a intelectuales y artistas a ponerse en contacto con el idioma. Además, gracias a instituciones como el Yiddish Book Center en Estados Unidos y la Maison de la Culture Yiddish en París, así como a diversos diarios y revistas como el clásico Forverts que se edita en inglés y en idish, la lengua y la cultura de los judíos ashkenazis se sigue difundiendo y sigue conectando diferentes generaciones de judíos, e incluso de no judíos.
Pese a todo, en la mayoría de estos ámbitos el idish conserva un carácter un tanto erudito. La mayoría de estas instituciones usan el idish en su forma estandarizada y literaria, que mezcla rasgos de los diferentes dialectos que existían tradicionalmente en Europa del Este. Pero existe un lugar en donde el idish no se usa como una lengua culta, ni académica; un lugar en donde el idish sigue siendo la lengua de la vida cotidiana y donde, como todas las lenguas, cambia, evoluciona y se transforma día a día: las comunidades judías ortodoxas, muchas de las cuales siguen viviendo en idish tal como lo hacían hasta 1945.
Este el mundo de Esty Shapiro en Unorthodox: una comunidad satmar en Williamsburg donde el idish no sólo sigue siendo la lengua corriente, sino que además, como en todos lados donde se instaló, sigue cambiando y tomando prestadas palabras y figuras de las lenguas que la rodean. Gracias a la asesoría de Eli Rosen, los diálogos de Unorthodox siguen al detalle el dialecto del idish que se cultiva en Williamsburg. El uso de la lengua no solamente refleja las raíces húngaras de esa comunidad, sino también la fuertísima influencia del inglés en la lengua de los hasidim en Estados Unidos.
Esty, su familia y sus amigos hablan con marcas típicas del idish húngaro, entre otras cosas poniendo íes donde el idish literario pondría úes (algo que se hace también en otros dialectos), alterando ligeramente algunos imperativos y coordinando los verbos reflexivos de una forma distinta a la estándar. Pero además, usan constantemente palabras en inglés (“du bist geven azoy excited far dem!” = “estabas tan entusiasmado al respecto!”, o “s’iz geven der greste mistake in mayn leybn” = “fue el error más grande de mi vida”) y construyen verbos mezclando palabras en inglés y terminaciones en idish, como changen (“cambiar”).
Entre sus muchos méritos, la serie tiene el de ofrecernos una ventana hacia un mundo en idish tan desconocido como fascinante. En Unorthodox el idish no es un residuo pétreo del pasado, ni un objeto noble de estudio académico: todo lo contrario, es la materia cruda sobre la que se construye la vida diaria de una comunidad. Y más importante aún: como la lengua en general, el idish de Unorthodox es un terreno de experimentación, de innovación, de transformación y de interacción con el mundo que lo rodea. Ese idish que algunos quisieron matar y que otros dejaron morir, pero que los hasidim se encargan día a día de mantener vivo, es la prueba misma de que la historia no se detiene ni siquiera en las comunidades más cerradas y de que nadie puede aislarse por completo de su contexto.
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