Ya es leyenda la mañana en la que Borges resucitó. Tenía, en apariencia, 30 años menos que cuando murió, y treinta kilos más. Y, por el modo en que se desplazaba, había recuperado la vista. Según contaron después los empleados y los pocos visitantes que había a esa hora en el Plainpalais, atravesó resueltamente el cementerio y, al llegar a la puerta, sobre la Rue de Rois, subió ágilmente a un taxi al que le indicó la dirección de la RTS. Quiso pagar el viaje con su reloj pulsera, según contó el chofer centenares de veces a los periodistas y a la policía. “Era de mi padre”, le habría dicho. El chofer pensó que era un loco manso y no aceptó el trueque.
Eximido del pago, Borges subió con pasos enérgicos las escalinatas del canal de televisión, cruzó la puerta que se abrió en dos a su paso, se dirigió al encargado de la mesa de entradas y, citando una célebre frase de su aún más célebre ficción El Aleph, simplemente dijo: “Soy yo, soy Borges”. El encargado, sobre su camisa colgaba una chapita con su nombre, Julien, era en realidad el suplente del empleado titular, que estaba con una licencia de doce horas para defender su tesis de postdoctorado en la que refutaba las infantiles y “para tontos” teorías de Stephen Hawking sobre los agujeros negros. Julien, por su parte, no había logrado defender nunca la suya de doctor (ya ni se acordaba cuál era el tema ni la especialidad), porque había trabajado desde niño y estaba condenado entonces a suplir, en todo nivel de maestranza, a sus brillantes precedentes que podían llenar los casilleros completos de las exigentísimas planillas del Excel laboral, condición indispensable para postular a todo puesto, hasta los de más baja escala. Aun así, reconoció de inmediato al visitante: era un lector. Como tal, no se detuvo en los detalles (¿resucitó? ¿de dónde sacó el traje?). “Borges”, le dijo admirativamente, y le extendió la mano, sabiendo que su interlocutor tardaría en extender la suya semioculta bajo la manga un poco larga de su saco. Y luego de las formalidades y muy atento al espacio donde estaba trabajando sólo y ocasionalmente por esa mañana, le dijo por lo bajo: “Esto es un notición”. “Por eso vine directamente acá, le contestó Borges. Para ahorrar intermediarios”.
Media hora más tarde, muy entrenado por las viejas entrevistas que le hacían en Grandes valores del tango, Borges se movía a sus anchas en el estudio principal de RTS 1. Ironizaba, se reía, se hacía el que no entendía bien las preguntas, mentía. Pero, contrariamente a la expectativa de su entrevistador, se negaba a hablar de los asuntos propuestos. Parecía, eso sí, estar informado (o simulaba estarlo, nunca se sabrá) sobre los temas de actualidad: Trump, Putin, les gilets jaunes, el coronavirus, el premio Nobel a Bob Dylan, cartas que el entrevistador sacaba del sabot y tiraba sobre la mesa como un croupier desesperado. Pero Borges las rechazaba a todas, en francés: “ne m’intéresse pas”. Cuando le avisaron a través de la cucaracha que la señal estaba siendo levantada en todo el mundo, el entrevistador cedió: ¿de qué querría hablar el resurrecto? “De mis hermanos, dijo Borges. De los escritores argentinos”.
Habló dulcemente de Estela Canto. Recitó, era cantado, un poema de Enrique Banchs y lo cerró con un “lindo, ¿no?”. Habló de los poetas gauchescos: “que no eran gauchos”, le aclaró con una sonrisa al confundido reporter, más confundido cuanto más trataba de disimular su confusión. Desde la producción del canal (no, a nadie se le ocurrió consultar al suplente de la mesa de entradas: ni siquiera era doctor) llamaron a la maître de conférences de la Université de Genève especializada en literaturas asiáticas, africanas y latinoamericanas para que tirara algunos nombres con los que seguir la conversación. “Rómulo Gallegos”, repitió como un loro el periodista. Borges siguió hablando solo, ahora de un gran argumento de Manuel Peyrou, “resuelto chambonamente”. “César Vallejo”, dijo ahora Alain (se llamaba Alain). Borges, recordando a Bartolomé Hidalgo, dijo que los uruguayos eran argentinos que habían llegado tarde a sacar el documento de identidad (más tarde, los exégetas de su vida y de su obra llegaron a la conclusión de que ese chiste, que no cayó nada bien, lo había aprendido en la ultratumba, o improvisado en ese momento). En todo caso, y luego de un tweet de disculpas que el presidente Alberto Fernández le enviara a medianoche a su par oriental, se llegó a la conclusión de que el exabrupto podría haber sido producto del cambio de estado (de inerte a activo) del célebre escritor.
Finalmente, la profesora acertó con un “Roberto Arlt”. Pero Borges fue severamente descortés: “ese rufián”. La maître de conférences fue de inmediato reemplazada por la representante en Suiza y en la Franche-Comté de una importantísima casa editorial en cuyo catálogo figuraban tres autoras argentinas contemporáneas cuyos nombres la muchacha transmitió en directo a la oreja de Alain. Al escucharlos, Borges humedeció con la lengua el dedo mayor de su mano derecha y repasó un mínima raspadura de uno de sus zapatos de punta. Antes de que también la mandaran de vuelta, la joven editora, en un acto de desesperación, le hizo decir a Alain: “¡Roberto Bolaño!”. El presidente chileno, Sebastián Piñera, que también seguía, como todo el mundo, la transmisión en directo, temió que por culpa de esa irresponsable pregunta, que ni siquiera era tal, Borges dijera alguna barbaridad sobre el país trasandino que, peor aún, lo obligara a recibir –y a responder- un trasnochado tweet de Alberto Fernández. Pero Borges prefirió contar, simplemente, una anécdota sucedida en Santa Fe, cuando al bajarse del tren (lo habían invitado a dar una conferencia) vio –o entrevió, ya entonces era semiciego- la cartelera luminosa de un bar de enfrente a la estación, que intermitentemente encendía y apagaba su nombre: “Welcome”. “No se hubieran molestado”, les dijo Borges a sus anfitriones, quienes, según le contaba Borges a Alain y a todo el mundo, rieron con su ocurrencia con el mismo entusiasmo, cabría agregar, con el que reía ahora él, recordando su discreta broma. Habló de Victoria Ocampo (“le debo más de lo que alguna vez estuve dispuesto a reconocer”); de Adolfo Bioy Casares (para sorpresa de todos, lo llamó “mi discípulo”); de Silvina Ocampo (“era un poco fofolle”); de Baldomero Fernández Moreno (“fue el primero en mirar alrededor”, frase que propició un inmediato intercambio de WhatsApp entre algunos oscuros especialistas rosarinos: “el viejo se está repitiendo”); de Carlos Mastronardi (recitó parte de su “Luz de provincia”, se emocionó, se preguntó por qué habían dejado de verse); de Sarmiento (“los cipayos –usó esa palabra- que en mi país abundan sostienen la influencia de la sintaxis y de la literatura inglesas en mi obra: pero mi numen no fue Shakespeare, fue él”); de Ricardo Rojas (“lo ignoré y lo maltraté, tal vez porque era feo, pero inventó el único país en el que he querido vivir”).
La literatura argentina cambiaba de valor a pasos gigantes. Los dueños de las multinacionales echaban por las redes a sus gerentes cuando comprobaban que no tenía a un solo autor de los que hablaba Borges en sus catálogos. “Traduzcan a Mastronardi”, rugía un alemán. “Escriban una biografía sobre Peyrou”, ordenaba una francesa. “¿Quién es Peyrou?”, preguntaba angustiadísima su empleada, que justo se había perdido esa parte de la entrevista cuando llevaba sus hijos a la escuela. En la Argentina, los productores de televisión, con sus agendas cargadas de nombres de prestigiosos economistas, abogados penalistas, forenses, infectólogos, pediatras, sociólogos, psicoanalistas, todos dispuestos a sentarse a toda mesa redonda, a salir desde su casa, a opinar vía Skype o vía Zoom, no tenían el nombre de un solo especialista en la materia que se había puesto imprevistamente de moda. Llamaron a los que tenían medio a mano, porque frecuentaban los estudios para hablar de otras asignaturas: Jorge Asís, Beatriz Sarlo, Santiago Kovadloff. Pero se habían ocupado tanto en destripar el críptico pensamiento de Cristina Fernández, en burlarse de la prosa de su libro Sinceramente, en preguntarse (fuera de cámara) si Kicillof era comunista ruso o revolucionario, que lo habían olvidado todo sobre la literatura argentina. Beatriz, más rápida que los otros dos, y desde la sala de maquillajes, luego de decir “Jodeme” cuando la anoticiaron de la resurrección de Borges, le pasó al productor una lista sucinta y selecta de especialistas en la materia que, ellos sí, no sólo podrían hablar de literatura argentina, sino que, además, daban bien en cámara. De la lista, el productor identificó solo a uno, a quien conocía no por sus libros (los productores no leían libros de ninguna especie) sino por verlo cada tanto en la cancha de Boca. Mandó de inmediato una cronista y una camarógrafa (en el canal, todo el personal –menos él- era femenino: a los hombres que ocupaban anteriormente esos puestos los habían fusilado, en un acto muy festejado, aun por otros hombres) a la casa de Martín Kohan.
El encuentro se produjo en la vereda: Kohan justo se iba a escribir a un bar. Y apenas encendida la cámara, se puso a recitar su monólogo favorito: “porque no era ocasión de decir ocho mil”. Las pibas le explicaron que venían por otro tema, pero como Kohan va a la televisión pero no ve televisión ni está en las redes no estaba informado sobre la resurrección de Borges (y, por lo tanto, de la literatura argentina) y prefirió seguir su camino antes que perder el tiempo hablando de un tema irrelevante. Por suerte para los productores (las señales estaban transmitiendo todas a la vez, compartiendo las escasísimas fuentes) una movilera llamó desde un barrio de la ciudad de Buenos Aires: “¡Estamos con Jorge Monteleone!”, dijo excitadísima. En todas las pantallas del país apareció la imagen de un hombre enorme, apoyado contra el marco de la puerta de su casa, tomando mate, enfundado en un jogging gastado y calzando unas discretas pantuflas. Acostumbrados al emperifollamiento de los invitados habituales, uno del piso dijo al aire: “qué sencillo”. “Sencillista”, corrigió Monteleone, en un chiste que, salvo los dos o tres enfermos de Rosario, nadie entendió. Aun así, se explayó (le dieron cuatro minutos) sobre Leopoldo Lugones. Uno de los humoristas de uno de los pisos, hay dos o tres por programa, en este caso preferentemente hombres, lo despidió con un “muchas gracias, Jorge Montelugones”. Todos rieron. Las chicas de los canales se pusieron de punta: hay que entrevistar a mujeres. Llamaron a Sylvia Saítta. Dormía a esa hora. Tocaron el portero (unas corresponsales en Rosario) a Nora Avaro: “váyanse a la puta que las parió”, les mandó desde arriba. Otra movilera, en otro barrio de Buenos Aires: “¡Estamos con Alejandra Laera!”. Laera, al aire, como pensando en voz alta, dudaba si convenía, a esa hora y para ese público, hablar de literatura y dinero, o de literatura y trabajo, o de literatura y cambio social, o de literatura y sexualidad (esa no la tenía muy estudiada, pero la tiró igual, a ver si las pibas se prendían). Las pibas se fueron. Nadie parecía estar sacándole ganancia (una vez más, habría que decir) al camino que tan generosamente (y tan fantásticamente) les abría Borges. Fabián Casas, otro acostumbrado a las cámaras, desaprovechó el momento hablando de su entrañable amistad con Vigo Montersen, que ya no le importaba a nadie. Probó, mientras las cámaras se iban, hablar del Gato Gaudio. Tampoco. Una se avivó y mandó un equipo a un bar de Flores, donde paraba César Aira. Aira miró largo rato a cámara, con cara de zapatilla, y no dijo nada. La movilera le preguntó a la camarógrafa, antes de irse: “¿este es o se hace?”. “Una cita invisible (e inconsciente, en este caso) de Elvio Gandolfo”, dictaminaron los rosarinos, que la estaban pasando genial. Llamaron a María Moreno. Estaba sola, jugando al sapo en el patio del Museo de la Lengua (la convocatoria a las mujeres de la clase obrera para que fueran a divertirse cultamente a la institución había fracasado de manera estrepitosa) y no quiso atender la requisitoria, temiendo, tal vez, que le preguntaran por esto último. Llamaron a Claudia Piñeiro: su asistente, un guapo muchacho de 25 años, dijo que estaba a esa hora en una clase de contact. Tuvieron que recurrir (“como siempre”, dijeron los rosarinos) a la vieja guardia. Sacaron, vía Zoom, desde los Estados Unidos, a Sylvia Molloy quien, salvo en la parte en la que le pareció obligatorio decir que era trilingüe y lesbiana, estuvo muy bien. Sacaron, por teléfono, a Jorge Panesi: irónico, divertido, puso en duda que ese que había aparecido en la televisión suiza fuese Borges, pero qué más da, se preguntó, si estamos aquí conversando. “Claro”, le dijeron desde el piso mientras mostraban una foto que no era suya. Sacaron, también por teléfono (se ve que los especialistas eran muy reacios a dejarse ver, como si cuidaran su imagen más que los artistas de variedades) a María Teresa Gramuglio. Estuvo brillante. Preguntó, antes de cortar, si no había noticias de que también hubiese resucitado Saer. Se lamentó de que no hubiera pasado. “Teníamos algunos asuntos pendientes”, dijo cuando ya casi nadie la escuchaba.
Una semana más tarde, ya se habían reimpreso las obras de Borges (como completas y libro a libro, en versión bolsillo y deluxe), también las de Mastronardi (de quien se vendía suelto, además, el poema “Luz de provincia”, acompañado por un pendrive con la célebre voz de Borges recitando “quien mira es influido por un destino suave/ cuando el aire anda en flores y el cielo es delicado”). Las acciones de Victoria Ocampo crecieron imprevistamente (se reeditaron sus Testimonios) y las de Bioy Casares cayeron a pique (“¡ese farsante!”, se decía, como si discípulo y farsante fuesen sinónimos). Y, como sus derechos estaban liberados, cuatro editoriales (dos de ellas de las llamadas “independientes”) reeditaron la Historia de la literatura argentina, de Ricardo Rojas, una con una banda que decía “Una obra fundamental”, firmada por Sandra Contreras quien también, oh, Sandra, firmaba un severo y sin embargo entusiasta prólogo.
Los profesores de Literatura Argentina, acostumbrados a ver sus aulas semivacías, que incluso a veces se iban vaciando mientras ellos peroraban sobre Eugenio Cambaceres, Lucio V. Mansilla, Juana Bignozzi, Alejandra Pizarnik o Martín Gambarotta, se volvieron a poblar: todos querían saber. Y hasta los tristes sueños coloniales de esos mismos profesores (¿me invitarán alguna vez, un semestre, a dar un curso en Francia, en Alemania, en Italia, en Estados Unidos? ¿Conoceré un campus? ¿Tendré una oficina personal, con mi nombre en la puerta?) se volvieron realidad, gracias a la resurrección de Borges. Pero como el resentimiento acumulado por las aulas vacías y por la mala paga era de larga data, los profesores no se entregaron al imperio así nomás: no se someterían a la humillación de aprender francés, inglés, italiano (ninguno era bilingüe). Darían las clases en su idioma original. En argentino. “Estoy remanija con el tema de hoy”, decía Aníbal Jarkovski ante el multitudinario auditorio de la Universidad de Cambridge Los alumnos más avanzados anotaban en el chat comunitario: “manija: contento, excitado”.
Fueron nuestros años felices. Y duraron lo que tarda un colibrí en mover sus alas trescientas veces.
Rosario, marzo de 2020
* El autor es profesor titular de Literatura Argentina II y director del Centro de Estudios de Literatura Argentina de la Universidad Nacional de Rosario
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