“Gómez”: un empleado, un jefe que habla por los dos y un singular diálogo que se vuelve literatura

En esta novela (publicada por Kintsugi Editora) que funciona como una obra de teatro impresa, su autor construye un hombre común, con un nombre común, en una relación de dependencia tóxica

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Portada de "Gómez" (Kintsugi Editora)
Portada de "Gómez" (Kintsugi Editora) de Javier Schurman

Unos cuantos años atrás, un profesor de literatura del secundario me invitó a participar de una charla de orientación vocacional para alumnas y alumnos de mi ex colegio, el Nacional 17. Como egresado, junto a un par de periodistas más, iba a contar mi experiencia, lo bueno y lo malo de la profesión. Me acuerdo bien de una de las preguntas:

—¿Por qué estudiaste periodismo?

Recuerdo lo que dije ese día porque desde entonces —mi primera vez como entrevistado— digo lo mismo: estudié periodismo porque me gustaba escribir, y porque veía que mi primo Diego, periodista, trabajaba de escribir, o al menos eso creía. No sé si quería ser como mi primo Diego, aunque un poco sí: quería escribir como él, quería que mi trabajo fuera de escribir. Quería vivir de escribir.

Nunca soñé con ser periodista radial o salir en la tele. Quería escribir en un diario o en una revista. No me interesaba correr personajes por la calle, hacer guardias eternas fuera de oficinas, cubrir conferencias de prensa o llamar a veinte personas para chequear un dato. Hice todas esas cosas, claro, eso es parte del periodismo. Pero el verdadero placer empezaba cuando tenía la página en blanco frente a mis ojos.

A pesar del placer, no me conformaba el resultado de los textos. Con una década de experiencia en una redacción, no escribía mal; era correcto, sin errores de ortografía, no le erraba al foco, cumplía con lo que me pedían, pero aún así no me gustaba, sentía que me faltaban herramientas, palabras, giros, ideas, vuelo, práctica narrativa. Y entonces tomé dos decisiones: me autoimpuse una rutina de lectura literaria diaria y variada, y me inscribí en un taller de escritura.

Llegué al taller de Diego Paszkowski por recomendación de un amigo de un amigo. Para el primer encuentro pidió un monólogo y llevé un monólogo. Para el segundo me pidió un monólogo y llevé a Gómez.

Hace poco más de diez años Gómez era eso: un ejercicio de un taller de escritura. Un diálogo entre un empleado que casi no hablaba y un jefe que hablaba mucho, pero que además hablaba por Gómez. Era un dialoguito simpático. No había plan ni mayores pretensiones.

Javier Schurman
Javier Schurman

Sin embargo, Gómez (me) gustó, y una semana después llevé otro dialoguito. El personaje principal seguía casi sin abrir la boca, y su jefe seguía hablando por ambos. Continué un tiempo con Gómez, lo abandoné, lo retomé, lo dejé a un costado y años después me senté en un bar de Caballito con cuarenta páginas de word impresas, dije “¿cómo estás, Gómez?” y busqué la respuesta. Lo leí en detalle, taché e hice anotaciones, tracé un plan de corrección y de final de obra.

Y así, con cuarenta páginas marcadas en rojo, con tachaduras, flechas y hasta capítulos escritos en los reversos, cedí ante la rutina cotidiana y volví a dejar a Gómez en un cajón.

No sé cuánto tiempo pasó, sé que un día desperté con la necesidad de terminarlo. Corregí todo lo que había marcado años atrás, imprimí el texto, volví a sentarme en el mismo bar de Caballito para leer, tachar y anotar otra vez. Para terminar con Gómez. Para empezar a darle otra vida.

Con los años me di cuenta de que Gómez, cuando hablaba, cuando insinuaba y también cuando permanecía en silencio, no lo hacía sólo por él. ¿Lo hacía por mí? ¿Lo hacía por otros, por otras?

“Somos Gómez o nos parecemos”, escribió Daniel Titinger en 2019, para el prólogo del libro, cuando ya Gómez había mutado de un ejercicio y de un proyecto a una publicación real. Desde aquellos días de taller de escritura habían pasado diez años, el trabajo de lectura y reescritura, una apurada y breve edición en 2014 y una reedición corregida y ampliada para esta versión de Gómez publicada por Kintsugi Editora.

Pero en estos diez años también había pasado vida. Y esa vida me permitió asumir a Gómez de otra manera, ya no como un mero trabajador simpático y querible a pesar de su realidad, sino como uno de nosotros, un empleado que padece lo que padecemos casi todos los que trabajamos alguna vez en una mala relación de dependencia. La costumbre. La bronca. Las ganas de irnos. La esperanza. La desilusión. La injusticia. El amor. La sensación de no poder más. No poder más. Reventar. Reinventar.

Gómez es un hombre común, con un nombre común, con un trabajo común, con una familia común y con un jefe al que no le falta nada de lo que es tristemente común. Gómez, mi primera novela, es acaso la ficción de la cotidianidad de quienes trabajan. Un poco la mía, un poco la de los demás. Con un estilo particular, diferente de lo que suelo escribir: no es periodismo, no es comunicación, no es narrativa, sino un libro hecho a base de diálogos, sin narrador, un guión que no es guión, escenas de una obra de teatro impresa en poco más de cien páginas. Otra posibilidad —en definitiva— de escribir lo que me (nos) pasa.

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