La tapa muestra a una chica, los ojos vendados, apuntando con el dedo (¿al lector?). La imagen de la performance “Un violador en tu camino”, creada por el grupo de chilenas Lastesis ante las violaciones del Estado chileno durante la represión de las manifestaciones populares a fines de 2019, ya es patrimonio de los feminismos globalizados. Puesta en ese lugar, negro sobre fondo blanco y letras rojas, esa chica señala mucho más de lo que parece. Hacia atrás, al pasado reciente. Hacia adelante, a las nuevas generaciones.
En el prólogo a la reedición del libro de Miriam Lewin y Olga Wornat, Putas y guerrilleras. Crímenes sexuales en los centros clandestinos de detención (Planeta) Rita Segato define su concepto de femigenicidio: “Se trata de crímenes impersonales que afectan a una gran cantidad de víctimas, a partir de un número menor de mandantes y son ejecutados por quienes obedecen a esos mandantes. Aquí la violación y la destrucción del cuerpo de las mujeres se revela como arma de guerra”. Lejos de considerarlos dentro del ámbito de lo privado, la escritora, antropóloga y feminista argentina insiste en que “los crímenes sexuales son plenamente públicos y políticos. Son, como se los considera en Guatemala, crímenes sexuales del Estado”.
Una frase de la escritora María Moreno, recién designada directora del Museo de la Lengua de la Biblioteca Nacional, cierra el libro (literalmente, desde la contratapa): “Si como escriben las autoras, el silencio de algunas sobrevivientes sobre las violaciones no deja de constituir una nueva victimización, si entre las razones del silencio están la memoria de los compañeros muertos o desaparecidos, los presentes y los familiares, el comprensible pudor, ¿no habría que pensar la violación decididamente fuera de una dimensión moral para situarla en la política?”
Así enmarcado, Putas y guerrilleras, que tuvo su primera edición en 2014, pre #NiUnaMenos, #MeToo y debate sobre el aborto, se resignifica. Es el mismo libro que entonces, pero también otro, como hacen notar las autoras en la Introducción:
“Fue la participación, la claridad, la firmeza en sus convicciones antipatriarcales y el interés de las chicas más jóvenes, algunas de apenas 13 años, las que nos convencieron de la necesidad de reeditar Putas y guerrilleras, que se resignifica a la luz de esta nueva etapa de avance incontenible del feminismo”.
Esta lectura de afuera hacia adentro es necesaria para mirar con ojos nuevos aquellos crímenes aberrantes que se cometieron en la Argentina durante la última dictadura cívico militar, cuando están por cumplirse 44 años del golpe que no dejamos de revisar. Particularmente, las violaciones de las mujeres sobrevivientes de los campos de concentración, que vivieron y viven para contarlo, y para denunciarlo. A la mayoría les llevó muchos años poder denunciar porque sobre muchas mujeres cayó una doble estigmatización y una doble sospecha que cuesta desterrar: la del consentimiento en las relaciones sexuales (que no era tal) y la de la posible delación.
Las dos autoras tienen una larga trayectoria en periodismo de investigación. Miriam Lewin empezó como periodista en medios gráficas, luego formó parte del equipo de Telenoche investiga que llevó preso al cura Julio César Grassi por abuso sexual de menores. Escribió con otras exdesaparecidas como ella el libro Ese infierno y produjo el documental La escuela. Olga Wornat vivió clandestina durante la dictadura. Cubrió conflictos internacionales como la invasión estadounidense a Panamá. Vivió en México, donde publicó Crónicas malditas, y fue obligada a abandonar ese país bajo pena de muerte. Escribió la biografía de Cristina Fernández de Kirchner, Reina Cristina.
La entrevista es, en tiempos de pandemia, por Skype, sin maquillaje, sin planchita, a cara lavada. Mientras hablan, sus caras en primerísimo primer plano, los gestos completan lo que dicen las voces. Es que el tema es muy fuerte y pega. Pega con todo. Ellas esperan que las nuevas generaciones se le animen al texto. Vale la pena. Aunque duela. Aunque cueste entender tanta crueldad.
No fue amor
El Tigre Acosta, alias del capitán Jorge Eduardo Acosta, condenado a prisión perpetua por los delitos de lesa humanidad cometidos en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), es retratado en el libro a través de los testimonios de mujeres que estaban desaparecidas en el centro clandestino de detención de Núñez y que fueron sus víctimas.
-¿El Tigre Acosta construyó una especie de harén? En el libro cuentan cómo el las llevaba a un departamento y las “usaba” como amantes.
M.L.: El Tigre Acosta sucesivamente acosó y violó a varias secuestradas. Él tenía bien claro el peso simbólico que tenía que ellos se apropiaran de nuestros cuerpos. Como dice Rita Segato: para las víctimas, las que luego nos convertimos en sobrevivientes y en ese momento éramos desaparecidas, para sus compañeros o novios o esposos que eran testigos y también para esa fratria, esa hermandad de machos violadores. Por eso se da tanto la violación en manada, como se dice erróneamente porque los animales no actúan así. Porque el mensaje iba para la víctima directa, para la violada, pero también para los varones de esa hermandad represora y para los que formaban parte de ese colectivo de los militantes desaparecidos.
Así, la historia de Graciela García Romero, la Negrita, que formó parte del ministaff de la ESMA (un grupo “selecto” de detenidos que eran utilizados por el almirante Emilio Eduardo Massera, alias Cero, director de ese centro clandestino, y que durante años fueron señalados como traidores incluso por los propios sobrevivientes, un tema muy complejo por las implicancias que tenía “cantar”) cobra una nueva dimensión.
-¿La mirada sobre Graciela cambió también para las ex desaparecidas en los últimos años?
M.L.: Graciela tiene un gran mérito que es haber hecho un proceso interno que le permitió denunciar por violencia sexual nada menos que al Tigre Acosta. Para nosotras dentro de la ESMA en aquel momento Graciela era la novia o la amante del Tigre Acosta. No percibíamos que había sido deliberadamente demonizada y aislada.
Otros desaparecidos de entonces, entre ellos la propia Miriam, formaban el staff y producían textos y documentos. Es espacio les estaba vedado a los integrantes del ministaff. En una ocasión, Graciela intentó un contacto con una de las chicas del staff y el Tigre Acosta la arrastró de un brazo fuera del lugar y le prohibió volver a acercarse.
M.L.: Lo hizo para que no desarrollara lazos con el resto de prisioneros y de prisioneras. Por qué. Porque aislada, demonizada y temida y estigmatizada era más débil.
El caso de Graciela no es el único que cayó bajo sospecha. Otras mujeres fueron parte del ministaff: Marta Bazán, Coca (que fue “pareja” de Delfín Jacinto Chamorro, segundo del Tigre Acosta en la ESMA); Miriam Anita Dvantman, Barbarella, y Marta Álvarez, compartieron ese destino de convertirse en presuntas amantes de sus secuestradores. Sus casos están narrados en el libro.
Anita Dvantman se casó con el represor Jorge Radice, mano derecha de Acosta. En 1998, Olga Wornat publicó un reportaje en revista Noticias, con el título Amor en la ESMA.
O.W.: Eso provocó una gran movida en los organismos de DDHH, pero de cualquier manera yo creía que era posible que alguien se enamorara, pensaba que a lo mejor existen amores malos y amores buenos, malos amores. No estaba esta discusión. A raíz de esa nota, Jorge Radice, que había sido la mano derecha del Tigre Acosta, tenía su empresa de seguridad y estaba vinculado con sectores del menemismo, me citó para tomar un café. “Mi mujer es Anita Dvatman, una ex montonera. Te quiere conocer”, me dijo. Yo ya lo sabía y me intrigaba mucho verla a ella en esa relación. Una noche me invitan a cenar a un restaurante chino y la segunda vez, me invitan a comer a su casa. Ella era una chica completamente sometida. Sumisa frente a él que llevaba la voz cantante. La casa en barrio Norte era un freezer, no había calor de hogar, tenían dos hijos, había mucamas con uniforme, era todo muy tenso y ella con la cabeza gacha. Lo único que llegó a contarme era que ella se iba a Rumania porque tenía casi toda su familia allá, la mayoría habían sido asesinados en los campos de concentración del nazismo. Luego se separaron. Él ya estaba preso en Marcos Paz.
Consentimiento no es deseo
Según el Diccionario Ideológico de la Lengua Española de Julio Casares, consentir “es ceder a la voluntad del otro manteniendo cierta reserva, rechazo, distancia con el acto. Consentir implica una renuncia al propio deseo a cambio de algo más valorado en ese momento, que aquello a lo que se debe renunciar”.
La definición figura en Putas y guerrilleras a partir del relato de un ex prisionero de la ESMA, Miguel Ángel Lauletta, sobre el caso de Laura DiDoménico, la gallega Pilar (hoy desaparecida) y que era acosada por uno de los jefes del centro clandestino, Francis William Whamond, alias el Duque. “Mirá para el techo, para el costado, leé una revista”, le había dicho Lauletta cuando Pilar le preguntó qué hacer.
-La expresión consentimiento incluye en sí la falta de voluntad de una de las partes. ¿Así es como miran ustedes hoy esos vínculos?
M.L.: Una mujer que está secuestrada, que no sabe dónde están sus hijas o hijos pequeños, que está muerta de frío, que está absolutamente aislada, siente que si hay uno de los represores que se le acerca y le da un plato de comida, que le promete que va a averiguar cómo están sus hijos y hasta a lo mejor le facilita un contacto telefónico, que le da una manta para que se abrigue, que le promete que no la van a torturar más, si esta mujer siente que obtuvo algo a cambio del sexo tiene una carga de culpa y de vergüenza porque siente que ella recibió algo a cambio de esa relación sexual. Eso es violencia y que no se puede hablar de consentimiento en un campo de concentración, pero hay mujeres que todavía hoy no lo entienden.
¿Existe el síndrome de Estocolmo?
La expresión Síndrome de Estocolmo se originó en 1973, cuando los rehenes de un asalto al Banco de Crédito de Estocolmo, Suecia, defendieron públicamente a sus raptores. Un año después, el término fue utilizado como argumento por los abogados de Patricia Hearst, nieta del empresario de medios William Randolph Hearst, cuando ella, después de ser secuestrada y liberada por el Ejército Simbionés de Liberación, formó pareja con su captor y lo ayudó a robar un banco.
La expresión se utilizó para caracterizar los vínculos supuestamente “amorosos” entre víctimas y represores en los campos de concentración de la dictadura.
-El libro discute el concepto de Síndrome de Estocolmo. Es casi un mito que se derriba.
O.W.: Cuando yo escribí ese reportaje en Noticias lo que se aplicó fue el Síndrome de Estocolmo. Porque era lo que más a mano tenías para poder hablar de estos temas. Y hoy Rita Segato es una convencida de que es aplicable en estos casos.
M.L.: Yo me permito disentir. No es lo mismo un robo en la Suecia democrática donde la rehén se identifica con el secuestrador, o en el caso de Patty Hearst y forma pareja con él más allá de las paredes del ámbito de su secuestro. Ella sale a una sociedad democrática donde había decenas de recursos. Nosotras no podíamos ir ni a un psicólogo. Porque el psicólogo no te quería atender porque se moría de pánico. No existía la oficina de violencia de la Corte ni la oficina de la mujer. La Argentina era un gran campo de concentración. Síndrome de Estocolmo es otra cosa.
La virgen Quica Y Santa Gavi
Un capítulo se dedica a Las viudas, mujeres militantes que fueron pareja de militantes “célebres”, como Sara Osatinsky, Quica, mujer de Marcos Osatinsky, uno de los fundadores de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR). O Norma Arrostito, Gavi (según la grafía que usan las autoras en el libro, por Gaviota), una de las fundadoras de Montoneros y que fue pareja de Fernando Abal Medina, asesinado pocos meses después del secuestro y fusilamiento de Pedro Eugenio Aramburu el 29 de mayo de 1970. Sara Osatinsky vivió para denunciarlo. Norma Arrostito continúa desaparecida.
-La denuncia de violación de Sara Osatinsky creó un impacto porque era considerada una virgen madre, en cambio Norma Arrostito es casi una santa.
M.L.: Cuando la Quica denunció que había sido violada, provocó un terremoto en el colectivo de las sobrevivientes. Porque la reacción era como si te dijeran que la Virgen María se hubiera prostituido. La Quica para nosotros era un modelo, era mayor, había perdido a su marido de una manera terrible, sus dos hijos adolescentes, el dolor de la Quica nos tocaba el corazón a todos y a todas y era un modelo de comportamiento. La reacción de algunos de los sobrevivientes era: con qué necesidad ella había venido a destruir el ideal que teníamos de ella. Sin entender la situación en la que estaba. En cambio, la gente que fue testigo de la relación de Norma Arrostito con el Delfín Chamorro, que la visitaba en su camarote en la ESMA, decía que era una relación de admiración de general a general de ejércitos enemigos, salvando las distancias porque no fue una guerra. Pero a mí no me sorprendería que el día de mañana la verdad que damos por sentada ahora tuviera pliegues a los que nosotros no accedimos.
O.W.: Tal vez no fue Chamorro, fue otro, no lo sé, pero la realidad es que es cierto que está en un pedestal de la santa canonizada.
M.L.: También, tenemos que pensar que ellos sabían que ella no iba a sobrevivir. Que la tenían a los efectos de mostrársela a los otros secuestrados y secuestradas. Mientras que en el caso de Quica, iba a sobrevivir, de manera que esa indicación del tigre Acosta de que tener relaciones con los represores, con los miembros del grupo de tareas, era un indicativo de “recuperación”, funcionaba. En el de Arrostito no tenía un objetivo.
Crímenes de lesa humanidad
Elena Alfaro fue una sobreviviente del Vesubio, que narró con detalle su caso y el de otras mujeres embarazadas como ella en ese centro clandestino de detención. En París, donde se exilió, fue condecorada con la Cruz de la Legión de Honor por Lucie Aubrac, heroína de la resistencia francesa antinazi. Cuando en 1985, declaró en el Juicio a las Juntas, en el momento en que estaba contando cómo ella y otras mujeres eran torturadas, el presidente del tribunal, Jorge Valerga Araoz, cambió abruptamente de tema. No había oídos para la violación. Había que esperar cinco años más para que testimonios como el de Elena tuvieran resoluciones judiciales.
-¿Cuándo empezaron a considerarse crímenes de lesa humanidad las violaciones?
M.L.: A partir de que la Corte Internacional de La Haya determina que los crímenes sexuales en zona de conflicto después de Ruanda y de la ex Yugoslavia son crímenes de lesa humanidad cambia la forma de prueba. A pesar de que los crímenes sexuales quedaban fuera del paraguas de las leyes de impunidad, no había forma de probarlos. Lo que ocurrió es que los fiscales en las causas de lesa humanidad empezaron a recibir instrucciones acerca de preguntarle a los testigos varones y mujeres que habían sido víctimas y habían presenciado algún delito sexual dentro del ámbito del centro clandestino de detención. Y ahí es cuando empezaron a nacer las denuncias como hongos. Nunca nadie nos había preguntado nada y nosotras pensábamos que esto no importaba. O que prescribía.
O.W.: Al lado de los asesinatos, o que te tiraban de un avión o te robaban los chicos, eso no era importante. Hay una anécdota de Miriam cuando fue a declarar en el juicio a las juntas, que hay una chica que sale y dice: “Ay, me olvidé de decir que me habían violado”.
Violación sí, delación no
“El debate o la encerrona en que se debate la mujer militante capturada es el siguiente: se es puta o se es traidora. Si cede su sexo, se convierte en puta. Si da información, en traidora. Se trata de una pesada doble carga, que no es la misma que soporta el varón que atraviesa la situación de secuestro y de tortura”.
Esta definición está acaso en el corazón del libro, su matriz, la justificación del título. Es el nudo que sus autoras intentaron desatar y que aun hoy es algo tan difícil de ver en su cabal dimensión. Es la frase que arroja luz sobre los casos.
-¿Delatar era peor que ser violada?
O.W.: No tenés idea por lo que pasamos cuando el libro salió. Hubo un boicot del ámbito de la militancia, de chicas que estuvieron desaparecidas, de las y los sobrevivientes.
M.L.: No de todos. Eso está desarrollado por Ana Longoni en su libro Traiciones, que es una muy buena aproximación a la temática porque si sobre el sobreviviente pesaba el estigma de una segura violación porque por algo estaba vivo, sobre la mujer era doble el estigma: el estigma de que era una traidora porque había delatado y el estigma de que había tenido relaciones con los represores y que había habido consentimiento, que ella se había acostado con ellos porque quería. Y esto la hacía doblemente condenable: era traidora y era puta.
Aborto forzado en el centro de detención
Silvia Suppo fue obligada a abortar por su torturador que la había dejado embarazada. Ocurrió en Rafaela, Mendoza. Mientras que a otras presas que eran detenidas con embarazos en proceso, las hicieron parir y muchos de esos bebés fueron apropiados ilegalmente por sus secuestradores o entregados a otras familias.
Antes de hacerla abortar, desde el grupo de tareas que la secuestró, le dijeron: “Hay que remediar ese error”.
-¿Por qué en la mayoría de los casos dejaban que los embarazos llegaran a término y a Silvia Suppo, por ejemplo, la obligaron a abortar?
M.L.: No tengo una explicación. Tal vez en ese caso el chico iba a ser hijo de una guerrillera y su violador que a lo mejor tenía una familia constituida y no estaba dispuesto a hacerse cargo de ese chico. Había sido producto de un error. Mientras en los casos en que caían embarazadas de sus compañeros militantes no iban a ser dados a sus familias biológicas porque los iban a criar en el odio.
Hombres, trans, prostitutas
La mayoría de los testimonios que figuran en el libro son de mujeres que fueron violadas por sus torturadores en distintos centros clandestinos de detención, a lo largo y ancho de la Argentina, donde las modalidades fueron diferentes, más o menos perversas o refinadas (como en la ESMA), o brutales (como por parte del Ejército o de la Policía), pero también se incluyen las historias de un hombre, una mujer trans y de mujeres en situación de prostitución, sobre quienes el prejuicio y el peso de la condena social se magnifica.
-¿Las violaciones a hombres siguen siendo silenciadas porque resultan más humillantes?
M.L.: Había violencia sexual en la tortura a varones porque se ensañaban con el pene y los testículos con la picana y les decían te vamos a dejar estéril, no se te va a parar más. Ellos buscaban aniquilar, como buscaban aniquilar la virilidad de los hombres violando a sus mujeres y compañeras de militancia delante de ellos, también buscaban aniquilar la virilidad del hombre en la mesa de torturas. Para los hombres es mucho más difícil porque es más estigmatizante la violación. De hecho, el caso del secretario general del gremio de actores de Mendoza, después de confesarlo en el juicio delante de su esposa y sus dos hijas mujeres, tuvo un infarto y murió a los quince días.
-El libro no enfatiza el concepto de violencia de género.
O.W.: Fueron crímenes de Estado, políticos, de lesa humanidad. Y violencia de género. Todo eso. Lo que pasa es que en la primera edición no lo veíamos como ahora. El caso de los hombres no fue la mayoría. La punta del fusil se enfocó a nosotras. Nosotras éramos el botín.
Ese infierno, este encierro
El libro cierra con el testimonio en primera persona de Miriam Lewin.
-¿Qué te generó escribir ese capítulo? ¿Qué te genera hoy?
M.L.: Yo pensé que era deshonesto no contar lo que yo había atravesado: exponer las historias de tantas mujeres que las expusieron directamente a nosotras o a través de juicios orales y públicos. El capítulo estaba escrito antes, yo lo había escrito porque pensé que iba a ser un libro por separado. Olga y el editor me convencieron de que lo incluyera como cierre. Ahora, a partir de la reedición del libro, me estoy dando cuenta de que las defensas que una fue construyendo a lo largo de los años cada vez son más débiles. Para salir al mundo una se tiene que construir una suerte de coraza y hay una sensación que yo describo en Ese infierno, el libro que escribí con otras sobrevivientes de la ESMA y es que el campo siempre está con vos, a veces te envuelve en forma de niebla y a veces te paraliza como un rayo. Y me está pasando mucho últimamente, estoy haciendo otra cosa y me invaden los olores, las sensaciones, la angustia, el aislamiento. Supongo que en estos días me va a pasar más, esto de estar tan solas, tan con uno mismo, por esto de estar tan aislados y encerrados. Ahora tenemos las redes sociales. Pensaba que con el correr de los años, esto me iba a afectar menos. Y es al revés, me afecta más. Yo fui testigo de muchas muertes de adolescentes injustas tan tempranas en esa etapa de mi vida. Ahora que me estoy acercando a la tercera edad también se dan muchas muertes de pares inesperadas, y aparentemente también injustas, esas muertes de repente, de un ataque al corazón, de enfermedades. Y tal vez esto, esta sensación de que me puedo morir mañana, que no me pasaba a los 40 años, también sea lo que me retrotraiga a aquella época.
*Putas y guerrilleras. Crímenes sexuales en los centros clandestinos de detención. Las historias silenciadas. Una guerra sin fin. Prólogo de Rita Segato. Espejo de la Argentina. Planeta. Edición actualizada y definitiva. (1° edición 2014). 360 páginas.
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