Una mañana con el sol a media asta, en Buenos Aires, ya no en la Toay de su infancia ni en la Bahía Blanca de su adolescencia, Olga Orozco escribe: “A veces sólo era un llamado de arena en las ventanas...” Envuelta en humo, deja el tercer cigarrillo del día en el cenicero y con la máquina de escribir sobre sus rodillas —“como si domara un potro”— esboza lo que será el primer poema de Desde lejos, su libro debut, publicado en 1946. Faltan algunas horas para subirse al colectivo que la deja en la Facultad de Filosofía y Letras adonde asiste desde algún tiempo. Está concentrada en las palabras, no las que la tinta imprime sobre la hoja, sino las que se forman en su cabeza. Es una voz, una imagen, un sonido. Aparece y ella intenta traducirlo con versos. “A veces, sólo el viento”, escribe con el cigarrillo en los labios. Esa suerte de llamado metafísico se repite en toda su obra, en toda su vida. Aunque “nunca acierto, siempre son aproximaciones”, Olga Orozco tradujo esos mensajes.
“Con sol en Piscis y ascendente en Acuario, y un horóscopo de estratega en derrota y enamorada trágica, nací en Toay”. Así empieza su “Anotaciones para una autobiografía” que se recoge en las últimas páginas de su Poesía completa que publicó Adriana Hidalgo en 2012 y que el año pasado volvió a reeditar. En Toay, La Pampa, a diez kilómetros de Santa Rosa —ambas ciudades forman la Gran Santa Rosa—, año 1920, 28 antes de que se fundara. En una entrevista de 1989 le preguntaron qué significa nacer allí. Dijo: “Es no tener, como la gente de la ciudad, la pared contra la nariz. Es contar con la eternidad. Se puede seguir la aventura de la lagartija, la aventura de las escapadas a la hora de la siesta, la aventura de subir a un árbol lleno de fruta verde”. Luego nombró los terrores de nacer en Toay: “La lechuza. La noche interminable. La leyenda del monte que se traga a la gente. El pájaro negro que se queda con las almas. La solapa”.
Leer la obra de Olga Orozco es transitar despacio, en puntas de pie, con la calma de saber que el mínimo ruido puede hacer caer el cielo entero, un camino de claroscuros. Hay luz, mucha luz, pero también la presencia inexorable de la oscuridad. En ese contraste la luz “también es un abismo” y la oscuridad “es otro sol”. No se puede entender una cosa sin la otra. A veces el mundo pendula hacia un lado, a veces hacia el otro, pero siempre, aunque caótico y lleno de azar, hay un equilibrio. Así es el mundo, así es su poesía. Por eso su intensidad.
Su nombre completo —cómo resistirse a las solemnidades— fue Olga Nilda Gugliotta Orozco. Eligió identificarse con el apellido de su madre. Antes de que ella naciera, murieron dos hermanos por meningitis y tuberculosis. A su año y medio de vida, casi corrió la misma suerte. Meningitis. La dieron por muerta. Cuentan sus familiares que tenía los ojos en blanco. Sin saber qué hacer, llamaron a la curandera del pueblo. Primero puso a la bebé en una palangana con agua helada; luego en una casi hirviendo con mostaza. Fue como pasar del cielo al infierno y del infierno al cielo, dijo en una entrevista. Sobrevivió. ¿Algún pacto con el universo? En su “Anotaciones para una autobiografía” escribe: “Desde muy pequeña me acosaron las gitanas, los emisarios de otros mundos que dejaban mensajes cifrados debajo de mi almohada, el basilisco, las fiebres persistentes y los ladrones de niños, que a veces llegaban sin haberse ido”.
En los tempranos cuarenta no se le ocurría publicar un libro; quizás lo soñaba, pero entonces se contentaba con que revistas como Péñola y Canto le publiquen algunos. En una reunión, el poeta Rafael Alberti —hoy considerado por la crítica uno de las mayores figuras de la llamada Edad de Plata de la literatura española— leyó algunos poemas de jóvenes estudiantes. Cuando terminó, luego de una pausa llena de suspenso, dijo: “Los poetas verdaderos son estos dos”. Uno de esos era Olga Orozco. Esa noche estaba presente el editor de Losada. Se acercó a ella y le dijo: “Tu primer libro es mío”. A partir de entonces empezó a publicar con una periodicidad más bien personal. Mientras erigía una sólida obra poética, se metía en el periodismo. Más adelante, en los setenta, escribía para la revista Claudia con varios seudónimos —en 2012 Ediciones en Danza publicó su antología periodística bajo el título Yo Claudia— y editaba el horóscopo del diario Clarín.
Para muchos, Olga Orozco es una poeta surrealista. Más allá de haber formado parte del grupo literario Tercera Vanguardia junto a, entre otros, Oliverio Girondo y Ulises Mezzera, lo que a surrealismo respecto, dice Tamara Kamenszain en el prólogo de la Poesía completa de Orozco, es “un asombro en relación al descubrimiento del inconsciente”. Esa voz que se le aparece y ella intenta traducir con versos es su propia voz, o eso que André Breton llamó “campo magnético de asociaciones”. Para Jorge Monteleone, que pronto dictará un seminario sobre esta poeta en el Malba —hoy la institución invita a compartir versos en las redes sociales con el hahstag #OlgaOrozco100años—, “esa voz muta: va desde la voz ritual, partícipe de la divinidad, hasta la crítica del verbo sagrado, que no solo reconoce su condición mortal sino también realiza un cuestionamiento del Dios patriarcal y una alianza con las voces de otras mujeres”.
Pero, ¿cómo convive esa voz tan ajena y tan propia, que le habla a ella y con la que ella también habla?, ¿es una voz individual, generacional, universal? Cuando uno intenta atrapar la voz de Orozco, se escapa, se diluye, se escurre entre los dedos de la mano y vuelve a formarse de nuevo, como un tótem de plastilina, una voz vieja y nueva, imponente y dinámica, personal y universal. Dice Kamenszain: “Si empieza aferrada a la díada yo-tú para dar cuenta del otro mundo a través de una boca que se sitúa lejos, después se irá acercando a este para adueñarse definitivamente de una época”, y hace referencia al poema “Con esta boca, en este mundo” que da título al libro que Orozco publicó en 1994. Así concluye aquel poema: “Nuestro largo combate fue también un combate a muerte con la muerte, poesía. / Hemos ganado. Hemos perdido, / porque ¿cómo nombrar con esa boca, / cómo nombrar en este mundo con esta sola boca en este mundo con esta sola boca?”
Lo esotérico no está solo en su obra, estuvo siempre en su vida. Cuando ella tenía cinco años, el hermano mayor enfermó. Su abuelo la llevó a un pueblo vecino para alejarla de todo aquel dolor pero ella insistió en volver. El auto de la familia estaba descompuesto, así que volvieron a caballo. En el viaje, aferrada a la cintura de su abuelo mientras el galope del animal aumentaba su intensidad, ella lo supo: no había nada que hacer, su hermano había muerto. Y así fue. Al llegar, le confirmaron la noticia. A su madre le costó mucho volver a mirarla a los ojos. Era muy parecida a su hermano. La miraba y lloraba. “Siempre tuve videncias, premoniciones. Como mi madre y mi abuela”, dijo en una entrevista. Cuando fue más grande se dedicó al Tarot. Pero lo abandonó repentinamente. No era fácil portar con la verdad cuando es triste: un día vio en las cartas la muerte de un amigo muy querido, que finalmente, tal como lo supo, murió. Jamás volvió a buscar el futuro en la baraja.
Olga Orozco creía en Dios pero no en esa figura antropomorfizada. Tampoco en el Diablo. Esotérica como era, pensaba en las energías trascendentales en estos términos: una batalla eterna entre el bien y el mal. El claroscuro. Más allá de los cuerpos, de lo material: el universo. En su poema “Desdoblamiento en máscara de todos” escribe: “Despierto en cada sueño con el sueño con que Alguien sueña el mundo. / Es víspera de Dios. / Está uniendo en nosotros sus pedazos”. Todo eso ella lo sentía, lo veía, lo oía. Era, en sus versos, “el coro de las apariciones”. Así supo que moriría. Fue en 1999 de un paro cardíaco luego de una operación en el Sanatorio Anchorena. Tenía 79 años, era domingo por la noche. Antes de ingresar al quirófano, dejó ordenado su departamento de la calle Arenales y una carpeta con poemas mecanografiados y firmados. El título: Últimos poemas.
Una mañana temprano, con el sol a media asta, ya no en la Toay de su infancia ni en la Bahía Blanca de su adolescencia, sino en la Buenos Aires de su vida adulta, Olga Orozco teclea versos. Con la máquina de escribir sobre sus rodillas, “como si domara un potro”, sin ceniceros ni cenizas a su alrededor. Dejó de fumar cuando un brujo de Paysandú, varios años atrás, le dijo que estaba intoxicada y que si seguía aferrándose al tabaco iba quedarse sorda. Le hizo caso. Por eso, en aquella mañana, una de las últimas, escribe con un rosario en la mano, el pelo enredado en la frente y un alfiler de gancho que abre y cierra con los dientes: “Ahora estoy a solas, mi sombra desvelada frente al muro / contemplando la última señal que trazó en todas partes mi destino: / (...) la marca de unión entre la breve tierra y el reino prometido”.
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