Hace un año, después de meses de escribir, revisar y editar, llegó a las librerías La caja Topper. Las características del libro —una reconstrucción literaria de momentos de mi vida, en particular de los años marcados por la militancia revolucionaria de mis padres— potenciaron los nervios asociados a su publicación. A la inquietud propia de dar a luz un texto trabajado durante mucho tiempo, se sumó en este caso la alta exposición personal y familiar de La caja Topper.
A los pocos días del lanzamiento del libro, entre varias criticas favorables, apareció una reseña que ya desde el título se anticipaba muy negativa: “El pasado individual como herramienta para tergiversar el pasado colectivo”. Así, acusándome de tergiversar deliberadamente la historia argentina reciente, arrancaba el comentario de Sebastián Riestra publicado en la sección Cultura y Libros de la edición dominical de La Capital de Rosario del domingo 17 de febrero de 2019. Antes de llegar a la nota, en la bajada, se sumaba otro golpe: “En La caja Topper, Nicolás Gadano, hijo de dos militantes montoneros, relata la historia de su infancia y adolescencia pero no logra evitar una mirada sesgada sobre una época clave”.
El comentario de Riestra, poeta según leo en Internet, resulta mas propio de la sección política que de un suplemento literario. No se ocupó de la novela como tal —apenas un tibio elogio, “se lee sin trabas”—, sino de atacarla por no encajar en los cánones de cómo debiera escribirse una historia de militantes de izquierda de acuerdo con ciertos sectores que se pretenden dueños de la memoria histórica. Mas que poeta o crítico literario, lo de Riestra fue el trabajo de un verdadero Comisario de la Memoria.
Una de sus críticas centrales —la mirada sesgada sobre una época clave— es producto de esta deliberada confusión. La caja Topper no es un ensayo sobre los setenta, no pretende construir una visión objetiva de esos años. No es que no logro ser objetivo, no me lo propongo. No quiero ser equilibrado, imparcial, ecuánime. Soy yo el que escribe, el que reflexiona. Son mis recuerdos, mis ideas, mis emociones, y eso está a la vista de los lectores. La caja Topper es un libro subjetivo hasta la médula, como tantos otros de lo que se ha dado en llamar la “literatura del yo”. Pero a Riestra, al menos en este caso, no le interesa la literatura. Le interesa la política.
Me ha tomado tiempo reaccionar a las acusaciones de Riestra. En su momento preferí esquivar las discusiones políticas y concentrarme en las conversaciones más literarias sobre mi libro. Mi trabajo de esos meses en una posición relevante en el Banco Central, hecho destacado intencionalmente por Riestra en su reseña, también me hizo ser prudente a la hora de participar en discusiones políticas de carácter público.
Hoy el libro se ha asentado, y ya no trabajo en el Banco Central. Vuelvo a leer la reseña y me pregunto: ¿Cómo se construye la memoria colectiva? ¿Es la suma desordenada y libre de las memorias individuales? ¿O se construye desde arriba, rígida, como la historia oficial? ¿Quiénes participan de esa discusión? ¿Quién es el dueño de la memoria de un país para decir lo que está bien y lo que está mal?
La crítica de Riestra es una seguidilla de acusaciones políticas. Para él, La caja Topper sería solo un vehículo engañoso para desacreditar a los militantes revolucionarios y criticar a las “masivas luchas populares de aquellas épocas”, una mirada “sesgada e injusta” de los años setentas. No puede ni quiere leerlo en clave literaria. Lo lee como un panfleto, y escribe un panfleto como respuesta.
Riestra dice que “no existe literatura inocente”, sentencia brutal que revela mucho de su forma de aproximarse a un texto. Convertido en Fiscal de la Memoria, finaliza su reseña con un interrogante de orden casi judicial: “¿Es Gadano inocente?”, se pregunta.
En el texto no queda del todo claro de cuál Gadano está hablando, qué inocencia es la que pone en discusión. ¿La de mi viejo como militante? ¿La mía como autor de La caja Topper? Como imagino que está hablando de mí, con el peso de semejante acusación abierta decido consultar el Código de Justicia Penal Revolucionario aprobado en octubre de 1975 por el Consejo Nacional de Montoneros. En su capítulo II, el código penal montonero describe diecisiete delitos, que de probarse implican penas que van desde la degradación y la expulsión de la organización, al destierro y el fusilamiento.
Repaso el código y concluyo que si Riestra fuera el fiscal de la causa, la caratularía sin lugar a dudas con lo previsto en el artículo 4: Traición. “Incurre en el delito de traición cualquiera de los integrantes de la organización que por cualquier medio colabore o sirva conscientemente al enemigo”.
No es el primero que me dice o piensa algo así después de leer La caja Topper. “Con un libro así le hacés el juego a la derecha”. “Estás traicionando a tus viejos y a sus compañeros al no reivindicar plenamente su lucha”, me han dicho o sugerido algunos lectores, especialmente de la generación de mis padres. ¿Es que debería pensar políticamente como mis padres para no ser un traidor? ¿Acaso ellos tenían las mismas ideas políticas de mis abuelos?
Hace años que dejamos atrás la dictadura, y afortunadamente la legislación penal es la que surge de la Constitución y las leyes del Congreso, no el código montonero. En cualquier caso, si los comisarios de la memoria insistieran en cuestionar mi inocencia, estoy dispuesto a ir a juicio. Aunque un tanto extravagante, quizás sea una forma posible de discutir en profundidad y libertad lo que nos pasó en los años setenta.
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