Cuando caí en la cuenta de que por razones estrictamente personales llevaba ya unos años sin escribir literatura o ficción, decidí que tenía que arrancar de una vez. Pero como los problemas personales no sólo no habían cesado sino en cierta forma se habían agravado y me provocaban una necesidad de regular los gastos de energía, tomé la decisión de escribir cuentos. Iba a entrar y salir de formas breves con elegancia y fe.
Aunque escribí y publiqué cuentos sueltos, nunca había tenido mi clásico libro de cuentos en gateras para zampárselo a la editorial cuando viniera una oleada de esas en que se reivindica el género. Lo cierto es que decidí entrar y salir de la literatura con ficciones cortas. Y también es cierto que en ese año, 2018, los textos se fueron encadenando entre sí y fueron escritos en el orden en el que aparecen en el libro. Como quien dice, se armó una trama.
¿De qué tratan los cuentos de Verano Interminable? O, mejor dicho, sin eludir el asunto, la pregunta, me pregunto ¿qué quise hacer al escribir esos cuentos, además de abrirme una puerta relativamente terapéutica o de catarsis personal? O sea, qué quise hacer narrativamente, literariamente hablando. Por supuesto, no me corresponde una respuesta llena de sentido, sería absurdo direccionar la lectura de eventuales lectores con una especie de guía o manual de instrucciones. Me conformo con esbozar un simple plan de trabajo que me autoimpuse en pocas palabras, algunos adjetivos o calificativos. Me repetía: quiero hacer unos relatos ligeros y contemporáneos. Cuando me decía “ligeros”, quería decirme: que no repliquen la densidad o la tensión de fondo, que las palabras y tonos utilizados, ayuden a seguir mejor y bien de cerca un núcleo de creciente turbulencia en las metáforas e imaginarios del verano que vaya proponiendo en la lectura. Cuando me decía “contemporáneos”, quería significar que no se trata del pasado, la nostalgia y sus cicatrices sino del presente. Pero como no me gustan los libros que se montan demasiado rápido en lo que llamamos los temas de “agenda”, en vez de utilizar el término “actuales”, me decía “contemporáneos”. Y mi contemporaneidad abarca un arco de época de mediados de los años 80 a este 2020 que de tan actual ya no parece designar un año sino un hashtag.
Así que ligeros y contemporáneos. Y después, en la medida en que se fueron enhebrando tramas y encabalgando historias, apareció el tercer término, “precipitados”. Historias precipitadas. Es algo muy folletinesco o televisivo cuando en una serie larga en un momento se “precipitan los acontecimientos”. Y nadie termina de entender muy bien ni queda del todo satisfecho. En este caso, en los últimos tramos del libro Verano interminable, lo que se precipita, diría yo, es la agonía del estío en busca de su propio final, como una fruta madura que decide caerse del árbol poco antes de que la naturaleza haga su faena.
Así que, como ven, en principio lo que decidí fue honrar dos o tres palabras-faro que me guiaran en las horas intensas pero inciertas de la escritura.
Me gustaría agregar que nunca escribo de cero y que no soy de los que ocultan sus fuentes, sus influencias o, como me gusta denominarlas, mis lecturas orientadoras.
Hablaría de la felicidad de haber leído en los últimos años los cuentos de Fitzgerald, de haber releído Todos los fuegos el fuego y Deshoras de Julio Cortázar con no menos felicidad. Pero como se trata de ser, una vez más, coherente con la consigna de ser ligeros y contemporáneos, querría dejar aquí señaladas algunas marcas mucho más cercanas para mí en estos años, y en ese 2018 en que escribí los cuentos de Verano interminable.
Debo este libro al impulso de los cuentos de Fogwill porque para mí sus cuentos son la modernización del cuento argentino, su puesta al día, su relectura potente de la rica tradición. Pero también lo ofrendo al ala protectora de Rodolfo Rabanal en expresiones literarias como En otra parte, La vida privada y La vida escrita, a la sensibilidad de los cuentos de El último joven de Juan Ignacio Boido, y a la alegría vital (no exenta de terrores) que me produjo redescubrir no hace mucho tiempo los cuentos de El placer inglés de Javier Torre, un Emecé algo perdido de los años 90. Que de todos ellos también se alimenta la fuerza turbulenta, indómita y finalmente agónica del verano, que es una de las formas más perfectamente engañosas del deseo, esa ley del deseo que si no guía a la literatura, digo, me pregunto ¿para qué escriben los que escriben?
SEGUÍ LEYENDO