Con cada libro, Martín Caparrós construye un mundo. Tal vez el secreto esté en cómo usa las palabras: a veces son herramientas que levantan edificios, otras veces los demuelen. Ninguno de sus libros se lee con serenidad. Todos, de alguna manera, nos llevan hacia el borde de un abismo: los mundos que construye se recortan en acantilados.
Esto pasa con Un día en la vida de Dios, A quien corresponda, Una luna, Contra el cambio climático, El hambre, tantos otros. Y pasa también con su nueva novela, Sinfín (Penguin Random House), en la que retoma muchos de los intereses que trabajó en sus treinta libros anteriores, como si aquellos hubieran sido la preparación para este. La pregunta por las religiones, el problema de la comida, las migraciones, el híper viaje, el empleo del tiempo: en cada página hay una resonancia anterior.
Sinfín sucede en un presente corrido cincuenta años adelante, en un mundo que acabó con la muerte. La idea del cuerpo como cárcel del alma —aunque aquí sería de la mente— se abre con una llave maestra: la tecnología, que dispone de “casitas” como Paraísos personales donde se puede seguir vivo por siempre.
Con un tono distópico que puede emparentarse con Las partículas elementales, de Houellebecq, y Los cuerpos del verano, de Castagnet, para mencionar sólo dos títulos, Sinfín también podría ser un capítulo de Black Mirror, si no fuera porque hoy muchos multimillonarios están en una carrera desesperada por alcanzar el sueño de la vida eterna.
Martín Caparrós habló con Infobae Cultura de su nueva novela.
—¿Le tiene miedo al futuro?
—No. Es más, creo que soy mucho menos paranoico que la mayoría de las personas. Todos los apocalipsis comparten una condición común y es que nunca se realizan. De otra forma, no estaríamos aquí. No tengo miedo; lo que pasa es que vivimos en una época que no tiene proyecto de futuro. Eso es algo en lo que insisto mucho. Esta época no consigue imaginarse cómo sería el futuro deseable. A diferencia de lo que fue el eje de la modernidad, que consistía en pensar en futuros a los que había que llegar porque valía la pena vivirlos.
—¿Desde hace cuánto cree que pasa esto? ¿Desde la década del 80?
—Desde la caída del último gran proyecto de futuro, como podríamos llamar al socialismo. Desde el fracaso de ese proyecto nos quedamos sin ninguno y no sabemos qué construir.
—¿El resto de los relatos son sucedáneos? Pienso desde el relato neoliberal hasta el del kirchnerismo.
—No apuestan a futuro. No apuestan a una renovación importante. Alguien decía hace poco, y me parece muy apropiado, que nos resulta más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Las formas de organización social y económica han terminado y han empezado otras. No hay ninguna razón para pensar que esta vaya a durar por siempre. Pero como no somos capaces todavía de imaginar la próxima, no tenemos ganas de acelerar la llegada del futuro. El futuro ahora es la amenaza ecológica, la amenaza poblacional, la amenaza política, y muy específicamente la amenaza epidemiológica. Particularmente no le tengo miedo al futuro, al contrario. A mediano plazo soy optimista. Estudié Historia y, si algo aprendí, es que estamos mucho mejor que hace 300 años, infinitamente mejor que hace mil, y despiadadamente mejor que hace tres mil. Creo en el progreso. Un progreso complicado, confuso, con matices.
—En la novela Sinfín, el progreso y la ciencia se asientan sobre una concepción de violencia: la narradora del libro habla de la masacre que se oculta de la historia que reorganiza el mundo y termina con la muerte.
—La narradora tiene que encontrar a las víctimas dentro de cada historia. Ahí hay una especie de crítica a lo que últimamente me gusta llamar “la posición de la víctima”, que tanto nos satisface y nos deja muy cómodos. Como no encontramos la posición de aquel que sabe qué va a buscar, decimos “¡Ay, cómo nos pegan!” y, de alguna manera, nos regodeamos en la comunidad de los sufrientes. La posición de la víctima es la que uno —un sector, un colectivo— constata que ha sido víctima de determinada injusticia y se dedica a hacerlo saber y, eventualmente, a pedir un tipo de reparación, pero no trata de cambiar las bases de aquello que produce la injusticia. Nada te legitima más que ser una víctima. La víctima ahora está muy valorada: no se le puede discutir, no se puede rebatir lo que dice.
—¿Quiénes logran romper con esa posición de víctima? ¿Las mujeres que marchan, por ejemplo?
—Las mujeres son el ejemplo por antonomasia. Es el único movimiento que ha funcionado en estos últimos años. Y, como suele pasar con los movimientos que funcionan, se está quebrando en no sé cuántas fracciones y divisiones. Es un poco triste, por un lado, y es necesario, por otro. Tenía discusiones con mi mujer en España, cuando le decía que ella no podía estar en el mismo movimiento que Patricia Botín —la dueña del Banco Santander—. Alguna de las dos estaba equivocada y probablemente fuera ella. Ahora empieza a haber divisiones que, aunque son lamentables, van a agudizar las metas del movimiento. Pero es un movimiento que ha conseguido muchas cosas y eso lo saca de la posición de las víctimas.
—Ante las marchas del 8 y el 24 de marzo siempre tengo una sensación de ambivalencia. El 8 de marzo no marcho con las mujeres; me parece que no corresponde. Pero el 24, que se conmemora el último golpe de Estado en Argentina, sí lo hago. Y no sé si, en realidad, estoy colaborando con enquistar una situación.
—Sobre el 24 de marzo, escribí hace veinte años que estaba en contra de salir a la calle porque era seguir siendo tributario de la decisión del general Videla y del almirante Massera y compañía, que ese día decidieron tomar el Gobierno y empezaron a hacer todos los desastres que hicieron, con sus crímenes y las formas en que transformaron el país para mal. Yo decía que hay que reemplazar el 24 de marzo por otro día.
—¿El 10 de diciembre?
—Sí, el 10 de diciembre, que se recuperó la democracia, o lo que sea, pero no seguir siendo tributario de la decisión de esos hijos de puta. Con respecto al 8 de marzo es más difuso, porque finalmente es un día que sucedió en otro país hace ciento y pico de años. Ahora tiene un sentido radicalmente distinto, mucho más reivindicativo. Pero el 24 de marzo sucedió acá, sucedió en vida de muchos de nosotros. Creo que no tiene sentido.
—Es imposible, por la deformación de lector, no leer sus novelas en clave política. En Sinfín, al estar corrida medio siglo en el futuro, el debate también se traslada y hace que uno piense en la imagen de mundo que vamos a estar discutiendo dentro de 50 años.
—Eso me pareció interesante. Es un libro que te hace preguntarte por el futuro, que, en general, es algo que uno no hace. Pero si te metés en la discusión que el libro propone y te convertís en una voz más dentro de ese debate, empezás a preguntártelo. Me dio gusto que produjera ese efecto. Vaya a saber lo que cada uno imagina. La gran ventaja del futuro es que no hay constatación posible. Nadie te puede decir que lo que decís no tiene sentido.
—El libro pone de manifiesto el sentimiento trágico de la vida, para hablar en términos de Unamuno. Pienso en Borges y su deseo de ser olvidado. ¿Por qué nosotros queremos seguir vivos? ¿No nos aburrimos de estar todo el tiempo con nosotros mismos?
—Nos aburrimos, sí; yo, por lo menos, me aburro. Pero la alternativa es peor, porque uno ni siquiera es capaz de imaginar cómo es no ser. Es difícil y un poco espantoso de imaginar. Creo que algo curioso en Sinfín es que la opción de vida eterna viene a condición de que uno acepte el aislamiento. El Paraíso es gregario. En cambio, en la novela la condición de no morir es que aceptes estar absolutamente aislado. En un mundo que se hace según tus deseos pero aislado. Eso también es una especie de sarcasmo sobre la sociedad contemporánea. Las vidas eternas de Sinfín son la exacerbación de la vida en la que estás muy comunicado virtualmente, estás en un mundo digitalmente maravilloso, pero en el que no hay ningún contacto. Eso nos pasa cada vez más. Me doy cuenta de que buena parte de mi vida de relación sucede virtualmente.
—¿Erradicar la muerte cambiaría todo? Jeff Bezos y Ellon Musk, entre otros, están en carrera por encontrar la vida eterna.
—Creo que cambia mucho. Es muy curioso que los muchachos que han ganado tanto dinero y tienen vidas tan espléndidas no quieran que se acaben. Están gastando fortunas para ver cómo se puede conseguir. Pero eso tiene que ver con que vivimos una de esas raras épocas en que no hay vida después de la muerte. Las sociedades se han sostenido gracias a la creencia de que hay una forma de vida después. Es lo que básicamente nos han ofrecido las religiones a lo largo de los últimos milenios. En este momento somos muchos los que creemos que esto se acaba cuando se acaba. Es un momento dramático que nos enfrenta con esa finitud y que hace que se hayan abierto nuevas vías de esperanza para sobrevivir. Y esta vía técnica, que de alguna manera exacerbo en el libro, está abierta. De verdad hay gente que lo está intentando.
—¿Por qué, entonces, no estamos en medio de una revolución global? Sin la religión como el opio de los pueblos y sabiendo que, como dice Julian Barnes, ganamos el cielo y perdimos el Paraíso, ¿por qué no estamos en el caos o en una recomposición de las sociedades?
—Quizás porque, entre otras cosas, sabemos que no hay nada después y da mucho miedo perder lo poco que tenemos. No lo sé, realmente no lo sé. Hace un par de años estuve en Nicaragua cuando se dio la rebelión antisomosista y escribí un reportaje muy largo que se llamaba “El misterio de las revoluciones”. Estaba ahí, tratando de entender por qué había empezado. Por qué, después de tantos años de no hacer nada, de pronto miles y miles de personas habían sentido que no soportaban más y salieron a la calle para sacudirse esa dictadura. Hay otras situaciones en las que uno diría “Acá seguro que va a pasar” y no pasa, y en otras en que todo el mundo dice “Está todo calmado”, como Chile hace poco, y estalla. Si uno conociera el misterio de las revoluciones habría entendido casi todo. Por qué hay millones y millones de personas que soportan desigualdades extremas: no lo sé.
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