Mi padre fue un traidor a la patria.
Un día metió su uniforme de capitán del Ejército Argentino en una bolsa de arpillera y lo dejó en la mesa de entradas del Ministerio de Defensa, ante la boca abierta de un suboficial.
—Me voy a la guerra —dijo.
Y se fue.
La foto de su partida, en Puerto Nuevo, muestra a mamá embarazada con una sonrisa tan leve que es casi una ausencia. Tiene una beba en brazos y la rodean seis hijos más. Mis hermanas mayores tienen tapados que les llegan a los tobillos y las más chicas usan calzas blancas y polleras hasta la mitad de las piernas. El varón de la fotografía es mi hermano Juan, que en el futuro será boxeador: se lo ve desafiante y enojado en su pantalón corto.
Yo no había nacido cuando mi padre se fue y era muy chico cuando murió. Y cada vez que en casa hablaban de mi padre y de la guerra de España, era tan grande el enojo con que lo nombraban que yo había terminado por creer que la guerra civil era algo que había sucedido en el patio de nuestra propia casa.
En aquel diciembre de 1936, cuando papá fue a España, la guerra era una maquinaria que le cortaba las manos a quien quisiera interrumpirla. Se peleaba en el Puente de los Franceses y en el Parque de la Moncloa. El batallón de voluntarios norteamericanos Abraham Lincoln había contraatacado en el Jarama sin tener un solo sobreviviente y, en Carabanchel, un tabor marroquí había perforado las líneas y atacado casa por casa con bayoneta calada, espantando, matando, violando y mutilando civiles.
La guerra era un incendio permanente. Era un pueblo que enterraba en silencio a sus muertos mientras hacía la revolución, un pueblo que miraba hacia el cielo entre cuajos de sangre, caballos despanzurrados y montañas de mierda. La guerra eran las calles convertidas en el dormitorio de miles de personas y era un burro en medio del humo, saliendo con su dueño del metro de Cuatro Caminos. La guerra eran los zapatos y los pies arrancados de una mujer, su cuerpo volatilizado por una bomba de 500 kilos y un pájaro con las alas carbonizadas que huía a los saltitos, calle abajo, por la Gran Vía. La guerra era lo que hacía en la carne humana un pedazo de hierro del tamaño de un puño, y al que se le había dado una velocidad cercana a la del sonido.
La guerra era el lugar en el que morías y ni siquiera ponían un cartelito que dijera «Aquí morí» o «Este era yo». La guerra era imposible de embellecer y (más allá del heroísmo y la grandeza) la guerra era un cuento lleno de sonido y de furia y narrado por unos idiotas sin caricia materna y con un odio padre.
Cuentan mis hermanas y mi madre que, pasado un tiempo de su regreso de España, ni mamá ni las chicas lo podían contener. A su enfermedad llamada “psicosis o neurosis de guerra” se sumaban los allanamientos policiales, las prisiones militares, la falta de dinero, los tratamientos psiquiátricos y el propio comportamiento de papá. La familia no sabía a quién recurrir hasta que mamá planeó una salida. Lo habló con mis hermanas y se pusieron de acuerdo: irían todas juntas a pedirle ayuda a Eva Perón.
A la familia no le interesaba cuántos pares de zapatos decían que tenía, les importaba que Evita había besado a un leproso. Porque contra la opinión de los que le decían “La Bicha”, para mamá y para mis hermanas era una santa. Y así fue que las recibió a todas, les prometió la libertad de papá y cumplió. Y gracias a ella, en casa volvieron a comer. Porque ella habló con su marido y el Ejército tuvo que devolverles parte de la pensión y de los beneficios sociales que les correspondían y les habían suspendido.
Mamá, en sus cartas al Sagrado Corazón de Jesús, le decía que debía de estar cansado de tantos favores que le pedía, pero de todas maneras no dejaba de rogarle que, antes de llevarse a Evita, la mirase una vez más y la viese como la había visto ella, con el trajecito sastre gris y la blusita rosa.
Evita había nacido en la miseria y por seguir a un militar estaba en la cumbre del mundo, mientras que mamá había pasado la infancia entre algodones y por seguir a un militar conocía el hambre y la vergüenza de que sus hijos se estuviesen criando a la de Dios que es grande.
Juan Domingo Perón y papá habían sido compañeros y cursado juntos el Colegio Militar. Sus nombres, al menos hasta hace poco tiempo, estaban juntos, escritos en una columna dedicada a los subtenientes graduados año tras año. Pero los había separado definitivamente la revolución de 1930 contra Hipólito Yrigoyen, gobierno democrático que Perón combatió y que papá defendió con las armas en la mano.
“Cómo se le ocurre ir a ver a esa mujer”, le decían a mamá en el Partido Comunista. Y se lo decían justamente ellos, que seguían con sus viajes a Moscú y sus cenas de camaradería, mientras papá estaba preso, lleno de cicatrices y loco por todo lo que había pasado.
Mamá había pedido ayuda en muchos locales pero nunca recibió nada: pase camarada, siéntese camarada, le decían. Pero no eran capaces de servirle un vaso de agua.
Muy distinto a los locales comunistas fue lo que vio junto a mis hermanas en el despacho de Evita, imágenes que quedaron en la memoria de la familia: rengos, mancos, mujeres solas y con la panza en la boca y todos levantando sus ojos hacia ella, así como el cardo más humilde y aplastado se levanta hacia el cielo al costado de las vías del tren.
-No se ponga a la altura de esa mujer de dudoso pasado, le dijo uno que decía haber sido amigo de papá.
-No me venga con ésa coronel, le contestó mi madre, porque ustedes dicen dudosa cuando no dudan y ustedes nunca dudan cuando se trata de ofender a una mujer. Pero me alegra, le dijo, porque ahora se toparon con una que no es mancarrón patria para llevar sin riendas.
Mis hermanas fueron vestidas con ropa oscura y mi madre embarazada de mi hermano Martín, que ya se le notaba. Las mayores entraron silenciosas y pálidas de emoción, mientras Esther y Mercedes iban detrás de Isabel que entró primera.
Juancito quiso ir con el casco de boxeo puesto y ella lo tuvo que dejar. Total, pensó mi madre, hace rato que esta familia parece la Corte de los Milagros. La única que no quiso acompañarlas porque tenía una clase de danzas españolas fue La Gitana.
Evita estaba de pie, delante de su escritorio, muy seria, con los puñitos cerrados a la altura del vientre.
-Vamos, pasen, vamos, les decía, enérgica.
Y apenas mi madre la vio, pensó que esa mujer no podía ser lo que ellos decían y que todo era una infamia.
-Cuénteme todo que tengo tiempo, le dijo.
Y entonces mamá se despachó. Primero le dijo que si papá se enteraba de esa reunión jamás la iba a perdonar. Después le contó sobre los brutales tratamientos psiquiátricos en el hospital militar y le dijo que hiciera lo que hiciera siempre encontraban motivos para arrestar a papá y enviarlo prisionero a guarniciones del Sur.
Entonces Evita le preguntó si papá les pegaba a ella o a las chicas y mamá le dijo que no. Fue una mentira piadosa. Porque cuando papá entraba en crisis empezaba por hablar de tú y después las insultaba con palabras españolas y al final deliraba y se ponía violento. Una vez zamarreó a una de las chicas. Isabel había colgado unas sábanas en la terraza y él le preguntó por qué tres sábanas y no cuatro o cinco. Después le dijo que eso era una traición y que si había puesto tres, era porque a las tres empezaría el bombardeo alemán. Y entonces reaccionó Juancito y se trenzaron padre e hijo. Para colmo Juancito le daba cinco o diez golpes seguidos y lo llevaba por todo el patio, pero él con uno sólo que le contestaba lo dejaba tendido en el suelo hasta que, en el griterío, los rodeaban y los separaban. Y entonces papá se miraba las manos como si no entendiese lo que había hecho.
Otras veces papá se despertaba de noche y decía que escuchaba relinchar a un caballo en el patio, y mamá le decía que no, que eso no podía ser, y él le decía que hiciera silencio porque al caballo lo habría atacado un puma.
Pero mientras ella hablaba de las necesidades de la familia, Evita escuchaba con atención y de golpe y sin decir palabra, le hizo un gesto con la mano a Lalita y le acomodó un lugar en su sillón. Y Lalita, la bruja buena de la familia, la que nunca se quedaba quieta, se quedó tranquila, junto a ella y hasta le apoyó la cabeza en un hombro.
Y entonces mamá aprovechó el momento y le dijo que los médicos del hospital militar le hablaban con palabras raras y de cosas que no entendía sobre la excitación de los puntos subcorticales, o de que algo se le había metido en los mesencefálicos y que todo iba a ir cediendo con la benzedrina y la terapia del calor.
-Pero lo cierto, le dijo, es que ahora estoy sola con ocho hijos y el noveno en camino. Ninguno de ellos ha terminado la escuela primaria. No hay dinero. Y pasamos hambre.
-Mirá, la tuteó mi madre y señaló a Susy, ella canta, fue una niña prodigio y ahora, apenas salida de la adolescencia, ya está en el elenco estable del Teatro Colón, pero todavía le pagan poco. Y Estercita, ésa que parece tan inocente, va siempre a la casa de una vecina y la vecina está convencida de que la nena la adora pero en verdad va porque la señora tiene una gran jaula de canarios y cuando la señora se distrae, mi hija les come las vainillas.
Dicen las chicas que de pronto Evita sonrió. Y le dijo a mamá que su manera de hablar y sus frases le hacían recordar a Leonor Rinaldi. Pero enseguida volvió a ponerse seria. Y fue entonces cuando mamá le dijo que el ejército estaba demorando mucho para otorgarle la jubilación a papá y que ni siquiera le daban una pensión y que estaban solas y sin un centavo. Entonces ella suspiró y golpeó con los dedos sobre el escritorio.
-Aquí tengo los informes sobre tu marido, dijo, y señaló una carpeta gordísima. Es un verdadero prontuario anarquista y comunista. Tal vez tu capitán haya dejado de conspirar, pero abandonó el ejército argentino, se fue a España y se unió con lo peor de lo peor. Todos sus contactos son antiperonistas y de izquierda. ¿A vos te parece que yo debería hacer algo por él?
Después miró a las chicas y a Lalita y pareció aflojarse.
-Bueno, dijo, algo voy a hacer. Pero una cosa tenés que saber. Lo hago por las pibas y por vos. Y por nadie más. Porque nadie más vale la pena. Y ni siquiera puedo entender por qué estás con ese hombre.
-Mirá, la interrumpió mi madre, yo me casé para siempre. Y ahora está caído. Si algún día se levanta veré qué hago. Pero yo así, enfermo como está, no lo voy a dejar.
Entonces, y después de unos segundos cargados de tensión, dicen las chicas que Evita de pronto le agarró las manos a mamá.
-Pero cómo no te voy a entender, le dijo, si estamos amasadas con el mismo barro. Pero yo estoy muy enferma y no quiero dejar sólo a mi marido, que es mi Dios y lo adoro y es el presidente de la Nación y es el máximo líder que hemos tenido los argentinos. Y no lo quiero dejar solo porque está rodeado de enemigos, comunistas y no comunistas, y si yo no estoy qué va a ser de él y qué va a ser de nuestro país. Pero tenés que prometerme que si tu capitán sale en libertad y se arregla lo de la jubilación, él no va a conspirar. Tenés que convencerlo de que en este bendito país no hay lugar para el comunismo.
-Mirá, volvió a interrumpirla mamá, yo te aseguro con mi vida que él es incapaz de alzar una mano contra los humildes, porque él es humilde, desciende de indios, viene del hervidero, del fondo de nuestro sufrido pueblo nativo.
Y de golpe, mamá se quedó callada y preocupada por pensar que tal vez había hablado demasiado. Pero fue entonces cuando Evita se quejó con una sonrisa algo forzada:
-Ay, le dijo, venís con ocho hijos y uno en camino y arriba me hacés un radioteatro. ¡Justo a mi!
Y entonces mamá le dijo que no entendía por qué los militares se vengaban contra nuestra familia. Y en respuesta ella se enojó y levantó la voz y hasta las chicas se asustaron:
-Mirá, dijo Evita, te cuento que esos sinvergüenzas me tienen prohibida la entrada a Campo de Mayo. A mí, que soy la esposa del presidente de la Nación. ¿Qué se creen? ¿En qué batalla ganaron sus medallas esos cagones?
Al rato golpeó las manos y entró un hombre con un cuaderno y una lapicera.
-Vayamos a la verdad, dijo Evita. Quiero hablar con las chicas. ¿Qué te pasó en el ojito? le preguntó a Mercedes.
Y entonces ella le contó que había sufrido una infección al meterse en el río en Punta Lara.
-Anotá, le dijo Evita al hombre, hacéle una cartita al Santa Lucía, para que ya mismo se pongan en contacto.
-¿Y vos que te pusiste en la cabeza? le dijo a Juan, sonriendo.
-Soy boxeador señora, le dijo Juancito.
-Es una pena, dijo Evita, porque tenés una carita linda y te la van a estropear. Pero no importa, le dijo al hombre y sonrió, hablalo con Gatica y que el Mono le dé una mano antes de que lo fajen.
Después preguntó cuál de las chicas era la del Teatro Colón y Susy le hizo una inclinación como si estuviese en el escenario.
Evita volvió a reír y les dio un montón de talonarios de la proveeduría para alimentos y juegos.
-Tomá, le dijo a Estercita y le dio unos vales, así no les comés las vainillas a los canarios de la vecina.
La besaron todas. Y se helaron de susto cuando le tocó a Lalita. Porque la pequeña bruja sacó de entre las páginas de una revista un dibujo bastante lindo, hecho por ella, en papel canson y con la imagen en colores de Evita y de Perón. Y arriba estaba la famosa consigna, pero mal escrita: “Perón cumple, Evita Significa”.
Pero Evita le dijo que no importaba y que cualquiera podía equivocarse. Y entonces, como siempre, la bruja nos dejó helados:
-No, dijo Lalita, yo sé muy bien lo que escribo. No es un error, Perón podrá cumplir, pero Evita es la que Significa. Y si algo sabemos los argentinos es lo que usted significa.
Evita, entonces, y sin salir de su asombro, la besó y le dijo que lo iba a pensar. Que mucho lo iba a pensar.
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