Definitivamente no quiero ser escritora profesional, eso lo sé. Pero esta tarde, en los veinticinco minutos que me quedan antes de volver al trabajo, quiero esforzarme para escribir un cuento sobre el microcentro. Porque hace dos años escribí uno y hoy se me ocurrió escribir otro. Si es que alguna vez publico un libro, va a haber una página en blanco que diga:
Dos cuentos sobre el microcentro.
Sé que con ese título me voy a sentir contenta. No sé si los lectores también, pero yo sí, porque el microcentro es un lugar importante en mi vida.
Y al mismo tiempo, no puedo precisar si es un lugar que me trae recuerdos buenos o malos. Es decir, no sé si es un lugar pacífico, lleno de enigmas o simplemente problemático. Pero bueno… así es la ambigüedad. La ambigüedad generalizada que guía mi existencia. La potente ambigüedad que modela mi destino. Aunque también podría decirse que es una ambigüedad de juguete, una ambigüedad de plástico. En primer lugar, y por ahora, digamos que el microcentro es un lugar ambiguo desde el momento en que no tiene una personalidad definida y clara, y eso es porque es un lugar de paso, un barrio de oficinas y de transacciones bancarias, un mero escenario casual para la circulación del dinero. Y el dinero es una fuerza ambigua, un fluido ambivalente que puede ir hacia cualquier parte, que puede desembocar en cualquier cosa o evento.
¿Y por qué es un lugar problemático en mi vida el microcentro? Porque mi novio, el amor de mi vida, el Amor (con mayúscula que es el amor sin tiempo), me dejó hace dos años y se vino a vivir a este barrio. Y aquí, en estos bares sin personalidad conoció a una mujer extranjera y también conoció a un dealer y se hizo adicto a la heroína.
Ahora, que ya ha pasado mucho tiempo desde aquel evento, cada vez que puedo, camino por el microcentro en una especie de duelo eterno, esperando encontrarlo de la mano de su nueva novia, hablando en inglés, por una de las calles peatonales, o sentado en un café. O directamente esnifando en el baño de algún local.
No es heroína exactamente lo que toma, no esa heroína de los noventa que tomaba Kurt Cobain y que se inyecta para que vaya directamente a la sangre, sino una píldora, un opiáceo sintético y que muele y aspira por la nariz. (Todo lo de su nueva adicción me lo contó por mail, que es la única forma en la que rara vez nos comunicamos).
A veces me quedo horas en la cama mirando el techo, tratando de imaginarme que vuelo por el cielo y puedo ver desde arriba todas las casas, todos los departamentos, con una especie de visor que atraviesa los techos. Y entonces lo veo durmiendo junto a su nueva novia, desnudo, en posición fetal. Y también puedo atravesar la superficie de los muebles y veo las pastillas que aspira, diminutas, en el cajón de la mesita de luz. Solamente no sé qué color tienen las pastillitas y empiezo a inventárselo. Deben ser celestes o anaranjadas o tal vez rosadas, me digo, no creo que puedan tener algún otro color.
Voy al Bidú, voy al Saint Moritz, voy al London y me concentro, cierro los ojos y lo visualizo para que se materialice de una vez por todas… pero él nunca aparece, él nunca está. O sí está, pero solo en mis recuerdos, y su influencia no me abandona nunca. Y al vagar sin rumbo por las calles de este sector de la ciudad siento que su cariño invisible forma un gran campo magnético de calor… una especie de nave espacial o burbuja translúcida que me arrastra hacia la ambigüedad. Y la ambigüedad es la literatura.
El otro día se murió David Bowie y en todas partes no pararon de escuchar sus canciones. Muchas veces pusieron esa que se llama “Space Oddity” y que habla de un astronauta. Al escucharla, sentí que yo también era una astronauta. La imagen de mi ex era la Tierra y lo que llamo literatura era la spaceship, la tin can, la nave en la que yo flotaba y en la que perdía contacto para siempre. Porque no solo para sufrir me sirvió que él me abandonara así de un día para el otro, de esa forma tan cruel. El hecho de que él esté lejos y me ame como un fantasma es lo que me permite escribir. Porque soy una mujer abandonada, yo puedo escribir. Puedo decir yo un millón de veces, y al decir yo yo yo también puedo decir que una mujer a la que aman desde la cercanía y no desde la distancia no puede escribir. (Esta idea se me acaba de ocurrir y no podría defenderla, pero igual la consigno aquí, a modo de nota casual. Sé que en una hora seguramente recapacite, y esta idea me parezca falaz, porque solamente es producto del dolor).
Como sea, ayer empezó la primavera y a las tres y media, después de llorar dos horas acostada en mi hermosa cama, tuve el impulso de tomarme el subte y bajarme en la estación Perú y sentarme en la terraza del café London. El día era espectacular y sentada ahí, tranquila, observé a una miríada de personas ir y venir por la calle Perú. Iban apurados y yo estaba inmóvil, quieta, traté de estar lo más quieta posible para sentir su velocidad. El primer cuento sobre el microcentro que escribí lo escribí en el bar Bidú que queda frente a la Bolsa, cuando mi novio ya había conocido a la otra y todavía no me lo decía. Hace poco lo releí y la sangre se me heló un poco porque me hizo pensar en el poder adivinatorio de la escritura. En su poder oracular.
O como se diga.
Me refiero a esa cosa de lo que yo llamo literatura de poder iluminar algo que está sucediendo pero que todavía no ha sido formulado en palabras. El cuento era muy simple, hasta esquemático. Hablaba de un ama de casa que recorría el microcentro con una mochila de esas de rueditas (como las de escuela) y se sentaba en un café frente a la Bolsa y se ponía a traducir. Estaba convencida de que la traducción podía inyectarle nueva sangre a su existencia… En realidad, la trama de mi cuento no tiene una equivalencia exacta con los hechos que se dieron como un remolino, como un huracán, en mi vida: de un día para el otro, mi novio se hizo adicto a los opiáceos y se fue con una chica estadounidense. Pero Estados Unidos estaba en el cuento y la traducción estaba en el cuento (porque obviamente la relación de ellos tiene que estar basada en algún tipo de traducción). Y esa cosa de salir del tiempo, que es lo que mi novio debe sentir cada vez que se droga y que yo siento ahora, también estaba en el texto que yo urdí y creé.
Se puede salir del tiempo a través de la felicidad o a través del dolor: el ama de casa de mi cuento salió del tiempo gracias a la felicidad de la traducción y yo lo hice a través del dolor de la decepción.
Todo esto para decir que el microcentro es un lugar para la adivinación. Que es parecida a la distracción, y la distracción es central para la literatura, pero eso eventualmente será materia para otro relato; ahora sigamos con lo que está pasando aquí y ahora en esta tarde fantástica de primavera.
Acabo de decidir tragarme mis propias lágrimas por un momento y sacar mi libreta de notas, y transcribir la conversación que escucho en la mesa de al lado. Los que hablan son dos hombres homosexuales que parecen estar teniendo una primera cita. Mencionan algo sobre la “aplicación” por la que se conocieron y evocan a un conocido en común del que ambos tienen referencias vagas. Después saltan rápidamente a un tema que me impacta. Hablan de la sangre. Me parece un tema excepcional para una primera cita, pero quién sabe, tal vez el mundo haya cambiado y la sangre sea un tema completamente cotidiano. Sé que amar a un fantasma me ha arrojado fuera del tiempo, me digo, y existe la posibilidad de que el mundo se haya modificado rápidamente sin que yo haya alcanzado a notarlo. Y sigo escribiendo lo que escucho.
El más corpulento dice que tiene una enfermedad (no alcanzo a percibir bien el nombre) que le provoca síntomas tremendos, cansancio, gripe, se enferma mucho, muy seguido. Pone énfasis en la gripe y en la piel, que la tiene llena de pozos, pero es por la enfermedad; él igual como re sano, hace ejercicio, no fuma, no toma alcohol. La brisa empieza a soplar con más fuerza y hace que algunas partes de las declaraciones del hombre se me pierdan. Sigo sin poder descubrir qué enfermedad lo aqueja exactamente, pero de repente está contando que a los diecisiete años en un sanatorio de la calle Mitre un médico le ofreció hacerle una transfusión de sangre y él le dijo que no, porque había riesgos de que algunos órganos se le dañaran. Después, el otro empieza a contar su historia: cuando nació estuvo seis meses en incubadora por una enfermedad rara (otra vez la brisa me aleja el nombre). Entonces, un médico que era como un héroe, el mejor médico de Quilmes, creo que dice, o de Ituzaingó, habla con sus padres y les dice con claridad: “La única esperanza de vida de este bebé sietemesino es una transfusión completa de sangre. Pero no puede ser hecha acá, tienen que trasladarlo a Japón. Yo tengo todos los contactos en ese país”. Así, viajan a Japón, le hacen la transfusión y vuelven. Por eso, ahora está vivo y está bien.
Qué raro es el dolor, pienso. Qué raras son las enfermedades. Y de repente pasa algo genial. Nuevamente, la iluminación se abre paso en el aire del microcentro y vuelvo a sentir que la literatura es oráculo sobre oráculo, como si cada frase que escribo fuera una cadena de un material irrompible con eslabones que son pequeñas premoniciones que terminan por confirmarse. Y entonces, me parece que de verdad valió la pena sacar mi libretita y escribir porque sí lo que oía a mi alrededor. Al escuchar a estos hombres hablar de sus enfermedades, automáticamente yo pienso en la mía. Caigo en la cuenta de que yo también tengo una enfermedad. Mi enfermedad es común y corriente… y –¡oh, cómo no me había dado cuenta antes!– lo que yo tengo no es nada metafísico, ni astral, ni siquiera literario. Es un sentimiento mucho más común y se llama nostalgia. Ahora sé que lo que siento –mis lágrimas, mi añoranza y mi orgullo de escribir sobre el abandono y la soledad– no son nada.
Y estas tres páginas tampoco son nada. Igual que el microcentro que no es nada. Y algo mucho más importante: nunca voy a ser escritora.
Cuando me doy cuenta de esto, me siento liviana, pago mi café, cierro mi libreta y me voy caminando feliz por Avenida de Mayo.
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