Adelanto exclusivo de “Sinfín”, la nueva novela de Martín Caparrós

A principios de marzo, la última ficción del periodista y escritor argentino llegará a las librerías a través del sello Literatura Random House. Infobae Cultura transcribe un fragmento

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"Sinfín"  (), de Martín Caparrós
"Sinfín" (), de Martín Caparrós

La historia de Samar –con el tiempo, sabemos, nadie la llamaría de otra manera– parece demasiado apropiada para ser cierta. Pero cuando hablamos de uno de los personajes más conocidos –mal conocidos, quizá, pero tanto– del planeta, qué sentido tiene detenerse en el detalle de los detalles, la supuesta verdad o falsedad de sus minucias. El juego de truVí sobre su vida la convirtió en un ser global; entre ese personaje y su persona hay diferencias importantes: quién sabe cuál de los dos es, ahora, más cierto.

Samar siempre se presentó como un puro producto de sí misma: por no tener, decía que no tenía ni padres. O, mejor: que le habían durado poco, que su padre se había muerto demasiado temprano como para que ella quisiera saber cuándo y que su madre, de puro infeliz, había armado una especie de retablo de su hombre muerto y había vivido casi encerrada en él hasta que decidió matarse, el día en que Samar cumplió 11 años.

La investigación que encargaría a fines de los ’50 el Comité Central del Partido Comunista chino mostró que no era cierto. Sus padres eran un kurdo y una farsi que vivieron décadas juntos en algún punto del extrarradio de Bombay; cuando nació Samar ya habían tenido demasiados hijos y no podían criarlos, pero su religión –corría 2011– les impedía matarlos, así que la entregaron a una de esas instituciones que islamos y catolos fundaban por doquier para compensar a sus ovejas por esta imposición de dar a luz a ultranza. En algún momento el orfanato cerró por falta de sostén y, a sus 13 años, Samar se quedó sin techo ni lecho. Vagó –solía contar, sin mayores detalles–, hasta que, a sus 14, “un protector” la recogió y le dio cobijo. Fue él –Ain ben Zian, un yemení– quien descubrió la potencia de la chica y, con un desprendimiento que lo honra, le pagó un buen colegio virtual y la universidad presencial en Kolkatta. Quizás incluso la quería; es improbable que, como se cuenta, no la fornicase.

(Aunque nunca terminó de estar claro que Samar hubiese nacido mujer. Hubo quienes dijeron –pero ella nunca– que quizás el yemení le había pagado también una afirmación de género que le permitió pasar del fluide al femenino leve o, si acaso, una corrección integral que le permitió dejar el masculino. Dijeron, esos mismos, otros, que el yemení desencantado por el cambio decidió dejarla: que le pagó los estudios para compensarla. Tantas cosas se han dicho sobre ella, tantas quedarán siempre en sombras. Su género inicial es, por supuesto, de las que menos modifican.)

En Kolkatta Samar estudió, inesperadamente, literatura y producción de holos: disciplinas arcaicas que le permitirían, decía, contar bien una historia. “Otros sabrán inventar los inventos más extraordinarios –dice que dijo cuando lo decidió–; yo inventaré para qué queremos sus inventos”: la frase, demasiado apropiada, suena a ocurrencia posterior. Pero lo cierto es que en junio de 2037, a sus 26 años, Samar terminó su carrera con un archivo de historias bastante incomparable y la necesidad urgente de hacer algo con ellas.

No se sabe qué fue; aquí se abre otro período oscuro, que la lleva directamente hasta ese día de 2043 en que se encontró, para sorpresa y maravilla, con el doctor Ily Badul. El día en que, en verdad, su historia empieza.

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(La historia de Samar, lo sabemos, está oscurecida por sus propios relatos sobre ella. En su truVí popularísimo hay tanta cháchara que es muy difícil separar el polvo de la paja. Pero consta, por ejemplo, una anécdota que, como decían los antiguos, la pinta de cuerpo entero: mujer –o ya mujer–, un diseñador de modas de Bombay quiso contratarla para una holo donde ella mostraría sus modelos. Y Samar, que entonces ni siquiera comía suficiente, se negó: “Si usted supiera lo que le costaría, no me lo pediría”, dicen que le dijo, y el hombre le creyó y huyó despavorido.)

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Mucho se ha dicho, tanto se ha especulado sobre el famoso encuentro. Hay quienes han llegado a decir que Samar lo buscó: que sabía algo sobre los viejos experimentos del doctor y que su intuición –que se haría y la haría tan famosa– la llevó a interesarse; es virtualmente imposible que una chica aproximadamente india, mal educada en Kolkatta, pobre y perdida en esas calles como aludes, conociera una de las investigaciones más secretas de esos tiempos. Hay quienes dicen, incluso, que Badul la buscó a ella; los estragos del anacronismo nunca cesan: lo único que podría haber llevado al doctor a querer conocer a esa chica es lo que ella hizo después de que se conocieran. Todo apunta al azar: un encuentro perfectamente imprevisible, fruto, como casi todo en esos días, de la casualidad, del accidente –si no del apetito.

(Y quienes sonríen cuando lo dicen, apuntando a la posibilidad de que esa casualidad tuviera que ver con cierta actividad amatoria más o menos profesional de Samar, caen en el más común de los lugares: la tontería de pensar que alcanza con que un hombre mayor se acueste con una mujer joven para que se decida a contarle lo que ha callado años. La idea es pobre y, además, olvida o ignora que el doctor Badul no supo tener comercio con mujeres: “Me gustaban tanto –me diría en su holo, con su sonrisa moribunda, irónica– que jamás podría haber pensado en embrollarme en una como si fuese un hombre o una kosa”.)

En cualquier caso, parece casi seguro que fue en Bangalore y en 2043. Badul, entonces, creía que había olvidado casi todo: que, tras esos años de huida y más huida, había conseguido olvidar casi todo.

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En la holo, Badul me dijo que ella lo había desafiado: que habían pasado tres días juntos hablando sin parar –dijo “hablando sin parar” con una sonrisa ambigua– y que al final del tercer día ella lo desafió a que le diera algo que no le había dado a nadie. Que la única manera de hacer que ese encuentro, que estaba a punto de acabar, significara algo, le dijo, era que le diera algo que no le había dado a nadie: que ese presente lo volviera único. Él, dijo, tardó en entender: que primero pensó en algo material, un regalo extraordinario –que, de todos modos, no tenía los medios de comprarle– o una mutilación: entregarle, en síntesis, una parte de sí, su dinero, su carne. Pero ella le dijo que tenía otra idea: que le contara su peor fracaso. Que entonces ella, de allí en más, sería su garantía, la certeza de que él era el que era, su identidad guardada y fugitiva. Y que él –dijo en la holo– aceptó casi aliviado.

Y que primero le contó un fracaso amoroso –que no quiso precisar– y que ella le dijo que un fracaso amoroso no es un fracaso, es un traspié, y que el amor existe para eso y que no hiciera trampa. Entonces él le dijo que su fracaso era haber dejado de ser un científico, que había sido un científico pero ya no lo era y ella le dijo que debía haber una razón para ello y entonces él dijo que sí, que lo que importaba, el verdadero fracaso estaba ahí, y decidió contárselo. Y que entonces sí se lo entregó como quien entrega el alma, el corazón, su historia, lo que sea que cada cual entrega. Se lo entregó para decirle que ya le había dado todo: que no tenía más nada para darle, que ya podía escaparse una vez más.

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Hay que pensarlos, poder reconstruirlos: un señor viejo en sombras, acabado, que lleva años sobreviviéndose, rodando por el mundo, se encuentra en vaya a saber qué peringundín con una mujer joven, entusiasta, llena de ideas y de certezas y de dudas, una mujer que puede incluso hacerle creer por unas horas que es aquél todavía. Que la charla tuvo lugar –diría después Badul, en esa holo– en uno de esos lugares nostálgicos que seguían dando comida material, uno que vendía esa comida india que los indios ya no comen, esas samosas y esos guisos de cordero y esos tés, con esos humos tóxicos. Los imagino susurrando a los gritos, las cabezas muy juntas, los olores.

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Badul le habló de sus intentos de transferir las mentes a los kwasis, de cómo había fallado. Le dijo que lo que hacía más duro su fracaso era que no había fracasado, que sí lo había conseguido pero que lo que había conseguido resultaba tan cruel que fue peor que no haberlo conseguido. Me dijo que ella lo miró sin entender y que él entonces recordó que, pese a lo que pudiera parecer, ella no entendería las cosas que él no le contara y le contó que sí que había conseguido transferir un cerebro a una máquina y mantenerlo funcionando mientras lo mantuvo aislado, y que por eso su fracaso no era técnico sino humano, llamémoslo humano: que así solo creaba sufrimiento. Y ella le dijo que eso no era cierto: que su fracaso no era técnico ni humano: que era global, que era la tontería.

En la holo, Badul decía que estuvo a punto de pegarle: que nunca había pensado que pudiera pegarle a nadie, ni siquiera a una mujer, pero que tuvo tantas ganas de pegarle porque supo que Samar tenía razón: antes de que ella lo dijera supo que tenía razón, que su error no había sido ser incapaz de resolver un problema sino ser incapaz de plantear el problema que sí sería capaz de resolver. Y que ella, Samar, estaba a punto.

Y entonces yo la ví –me dijo Badul en esa holo–: yo ví –que no lo vio pero fue como si de verdad pudiera verlo– que algo se estaba haciendo en su cabeza. Yo la ví, le ví los ojos, le ví el temblor de labios –dijo–, le ví algo.

–Una casita.

Dijo Badul que dijo ella: una casita.

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