Oskar Kokoschka llegó a Viena, desde su Pöchlarn natal, decidido a ser un artista. El hijo de orfebre enfrentó el deseo paterno de estudiar química y siguiendo los consejos de una maestro se aventuró a una ciudad vibrante, cosmopolita, donde se estaban produciendo muchas de las rupturas de la modernidad: el psicoanálisis, los inicios de lo que luego sería la Bauhaus, la literatura de Arthur Schnitzler, la crítica de Wittgenstein y otros tantos cambios que, en el tiempo, Hermann Broch llamaría a aquella época, en una exposición en el Pompidou de los 80, como la del alegre apocalipsis.
La ciudad era una de las joyas de una Europa en plena industrialización que estaba cambiando, con la monarquía de los Habsburgo en su momento cultural de mayor esplendor, con los valses suntuosos en la ópera, los carruajes y los cafés como centro de ebullición de las nuevas ideas. Y en el arte ya se había producido la Secesión, que fue la ruptura de un grupo de artistas con la tradición, más interesados en interpretar los cambios sociales tecnológicos que se producían, con Gustav Klimt a la cabeza.
En otras palabras, Kokoshcka llegó a un espacio ideal para cultivarse como artista, no duraría mucho, la Primera Guerra Mundial estaba a la vuelta y tras derrota austrohúngara nada volvería a ser igual. En el mientras tanto, el pintor, escritor, ensayista y poeta se dio a conocer en la ciudad, fue vapuleado, conoció una pasión enfermiza y eligió unirse a la contienda global para olvidar el desamor. A 40 años de su muerte, esta es la vida fragmentada de Oskar Kokoschka, quizá el más grande de todos los retratistas del expresionismo, el hombre de las pasiones desbordadas, el humanista; el vidente del pincel.
En sus primeros trabajos fue rechazado por el mundillo del arte, no era sencillo pertenecer. Su serie de coloridas ocho litografías Los niños que sueñan para un libro infantil ya dejaban en evidencia que el artista no buscaba crear dentro de los cánones esperado. Luego, sus míticos bosquejos Los mensajeros del sueño, míticos porque lamentablemente fueron perdidos en el tiempo, le valieron el mote del “gran salvaje” y la reprobación del público, aunque contó con la defensa de la máxima autoridad de la pintura vienesa, Klimt, quien lo considera “el mayor talento de su generación”.
En aquella exposición de 1909, la Internationale Kunstschau de Viena, también presenta su primera obra de teatro, un drama, Asesino, esperanzas de las mujeres, para el que realiza el cartel Piedad. No es una rareza entonces que los artistas buscasen diversificar sus canales de expresión: el compositor Arnold Schönberg, pintaba, mientras el ilustrador Alfred Kubin y el pintor Albert Paris von Gutersloh escribían novelas.
Como parte de la segunda camada del rugiente y dinámico secesionismo vienés, Kokoschka busca romper con la bidimensionalidad y entiende que en la profundidad se encuentra el espacio para generar inquietud.
Viena es entonces agitada, ve nacer al psicoanálisis con Freud y es también el espacio donde surge el retrato moderno: los pintores renuncian al retrato como imagen pública, como la representación idealizada o -en todo caso fiel- y se sumergen en la psiquis del modelo, buscan revelar lo oculto, lo intuitivo, en lugar de realizar una celebración del orgullo, se indaga en sus miserias. Y en eso nadie mejor que Kokoschka. Entre 1090 y 1914 realiza un sinfín de retratos donde expresa “la sustancia inmortal transparente en la forma mortal”.
Los retratos de Kokoschka eran (son) otra cosa y al verlos el poeta Albert Ehrenstein crea el neologismo “psicotomía” (corte de la mente). Además, de la influencia del psicoanálisis, se produce en aquellos años el auge de la radiología, por lo que el prestigioso arquitecto y mecenas Adolf Loos expresa que la mirada de Kokoschka “tiene rayos X”, ya que atraviesan la apariencia exterior.
Y esta especie de súper poder, aseguraba el artista, lo había heredado de su madre, quien poseía el don de la videncia y que por ende él podía anticipar en el futuro de su modelo el sufrimiento o la derrota. Uno de los casos más conocidos es el de August Forel (1910), experto suizo en ciencias naturales. Forel, como la mayoría de los retratados por Kokoschka, detestó el producto final, sobre todo “el ojo muerto y las manos nerviosas”, que rompen el equilibrio de la obra. Dos años después, Forel sufrió la parálisis de un lado del cerebro tras un ataque y quedé medio inmovilizado.
Kokoschka era un hombre de pasiones, ya desde sus primeras obras había mostrado interés por la relación con el eros y la alteridad femenina; o sea, la mujer como una amenaza a la virilidad que puede generar una crisis de identidad. Estas ideas no le eran propias, sino de época, y tenían fuerte influencia en los pensamientos del sociólogo y antropólogo suizo Johann Bachofen, el primer pensador en teorizar con respecto al destacado rol del matriarcado en las sociedades antiguas.
“La mujer, con el erotismo, era una amenaza para mi equilibrio fatigosamente conquistado. A Bachofen le debo la interpretación de las ideas de Eros y Thánatos -los contrarios u opuestos que constituyen el progreso y el iluminismo, la materia de nuestros sueños-. Día y noche reflexionaba sobre el secreto que se esconde tras el amor y la muerte”, escribió en su autobiografía Mi vida, publicada en 1971.
Por eso, cuando a Kokoschka le llegó el amor lo hizo en forma desbordante, obsesiva, enfermiza. El centro de atención fue Alma Mahler, entonces una mujer de 30 viuda del compositor y director de orquesta Gustav Mahler.
Ella se acercó a su estudio para un retrato y fue amor a primera vista. El choque de dos mundos, el de los palacios y la sofisticación de la alta sociedad con la de un artista pobre, de 23 años, inmaduro y que todavía recibía rechazos del medio. Cenaron juntos y luego ella tocó en el piano La muerte de amor, el aria final de Tristán e Isolda. El corazón de Kokoschka daba saltos ante cada nota. No tardó ni un día en escribirle su primera carta de amor, que serían más de 400, en la que le confesaba su devoción como la de “un pagano que le reza a su estrella".
Alma Mahler era hija del paisajista imperial Emil Schindler, muerto éste, su madre se casó con el también pintor Carl Moll y fue a través de su padrastro quien conoció -a los 17 años- a uno de sus primeros amantes, Klimt, que la doblaba en edad. Luego, hizo suspirar y transpirar a Thomas Mann, futuro premio Nobel de Literatura; al arquitecto Joseph Olbrich, al director teatral Max Burckhard y al pianista Alexander von Zemlinsky hasta que a los 22 años contrajo matrimonio con Mahler.
En el apasionado La novia del viento se los ve abrazados, a la deriva, ella sumisa y tranquila sobre su pecho, él de ojos abiertos, insomne, condensando toda su tensión en las manos, rodeados por agua y cielo, donde se conjugan la estética de los nocturnos de Tintoretto con los de El Greco.
Fueron dos años de un romance al que hoy se llamaría enfermiza posesión, al menos. En su diario, Alma escribió: “Nunca había probado tanto infierno, tanto paraíso”. En 1912, quedó embarazada y se realizó un aborto. Kokoschka guardó una gasa ensangrentada como una reliquia y se la llevó a su casa: “Este es mi único hijo y siempre lo será”, dijo.
La historia de este romance está siendo adaptada al cine por Dieter Berner, quien ya llevó a la pantalla grande la historia de Egon Schiele. Luego de la separación, ella se casó con Walter Gropius, fundador de la Bauhaus, de quien ya había sido amante y luego de divorciarse, lo hizo con el poeta y novelista Franz Werfel, aunque su lista de célebres amantes continuó hasta el fin de sus días. El nobel de Literatura búlgaro, Elias Canetti, la conoció cuando ella era una anciana y la definió como una “cazadora de trofeos”. Él, a pesar de ser pacifista, se alistó para combatir en la Gran Guerra para olvidarla.
En Naturaleza muerta con putto y conejo, Kokoschka representa la dramática ruptura con una obra angustiante y plena de simbolismos. El bebé, separado por una rama de toda la escena, es -como escribiría Faulkner- su criatura innominada, mientras que el conejo asustadizo simboliza la fertilidad que el tigre -Oskar y Alma- parece querer acorrarlar, mientras en el fondo una casa rojiza revela el infierno de ese hogar. Al costado de la casa, aparece una balsa, pero esta vez ya nadie la ocupa, está a la deriva y hasta indefinida.
Antes de partir al frente pinta El caballero errante (1915), un autorretrato donde regresa al tema del mar, aunque esta vez como un náufrago que parece imposibilitado en sus intentos de ponerse de pie, un cuerpo flotante que es custodiado por un tigre con el rostro de Alma, mientras que un ángel de la muerte observa todo desde arriba. Esta obra significa el cierre de su época vienesa y su marcha a la contienda bélica, donde sería herido en dos oportunidades, una de ellas por bayoneta. La última, en Isonzo, le produjo vértigo por años, generando en su interior ese estado de enloquecedora ingravidez que vaticinó en la pintura.
Los años siguientes vive en la convalecencia, todavía herido por el amor y la guerra recibe con cierto júbilo que la galería Der Sturm de Berlín le realice su primera gran exposición, que lo llevaría luego a presentarse en Zurich junto a Max Ernst y Vladimir Kandinsky.
Pinta y expone, escribe y publica, pero no puede con el vacío. Entonces, en 1918, comienza un intercambio epistolar con Hermine Moos, una modista a la que le proporciona instrucciones detalladas para que le confeccione una muñeca de una mujer de tamaño natural.
Como el filme Lars y la chica real, con Ryan Gosling, le compra ropa (en este caso de alta costura), cena con ella, comparte la cama. La llama Alma y es musa de sus pinturas Mujer azul y Autorretrato con muñeca. La lleva al teatro e incluso a las clases en la Academia de Dresde, donde comenzó a ser profesor en 1019, hasta que una noche de insomnio y alcohol la decapita y tira su cuerpo por la ventana. Los vecinos la creyeron un cadáver y llamaron a la policía.
En el ‘22 expone en la Bienal de Venecia (repite en el ‘48 con notable éxito) y comienza a viajar y pintar por el mundo por 11 años: Florencia, París, Praga, Lisboa, Madrid, Sevilla, Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Palestina, El Líbano, Grecia y Turquía.
A medida que el nazismo comienza a crecer en Alemania y Austria, las obras de Kokoscha comienzan a tener un tinte más social y político. En el ‘33 escribe La voz que Liebermann no tenía, en defensa del maestro impresionista que fue forzado a renunciar a la Academia de las Artes de Prusia por ser judío. Acuciado por el asfixiante crecimiento del nacional socialismo hitleriano se muda a Praga, donde escribe el relato autobiográfico Herida y donde conoce a su futura mujer, Olda Palkovska.
Su lucha continúa en la literatura con Domine Quo Vadis, sobre lo que representa ética y culturalmente el nazismo, quienes ya le habían confiscado el volumen Dibujos a mano alzada. Apoya a la República en el contexto de la Guerra Civil Española con el manifesto Ayuden a los niños vascos y las obras de teatro La Pasionaria y García Lorca.
En el ‘37 posee su primera exhibición en Viena, pero en Alemania secuestran 417 de sus obras y nueve son expuestas al escarnio público en la mítica muestra de “Arte degenerado”, de la que también participaron -contra su voluntad- Wassily Kandinsky, Paul Klee, George Grosz, Emil Nolde, Ernst Ludwig Kirchner y Otto Dix, por nombrar algunos. Su respuesta es el Autorretrato del artista degenerado.
Escapa a Londres y debe comenzar desde cero. Comienza a pintar con acuarelas y sus temas ya son alegorías políticas. En obras como El huevo rojo (1941) o Anschluss - Alicia en el país de las maravillas (1942) presagia la destrucción de la entonces Checoslovaquia y el bombardeo de Viena. Por otro lado, en el metro de la capital inglesa aparecen carteles a favor de los niños hambrientos de la guerra y comienza una serie de ensayos y conferencias para “la reconstrucción del valor humanista de la cultura alemana”.
En los ‘50 se muda a Villenueve, Suiza, donde da un giro drástico a su obra, dejando cada vez más de lado la relación espacio-dibujo y pone el foco en la forma-color, con pinceladas más veloces, furtivas, de tonalidades expresivas y muchos contrastes. De esa época se destacan Tempestad en Hamburgo (1962) o Mañana y noche (1966). Con los grabados Las ranas de Aristófanes protesta contra la dictadura militar en Grecia y con el óleo Las ranas, sobre la ocupación soviética en Checoslovaquia.
Su obra final es un autorretrato, una despedida. En este caso no necesitó acudir a su clarividencia para imaginar lo que se avecinaba. Time, Gentlemen, please (tradicional anuncio de cierre de un pub inglés) es realizada a los 85 años. Muerte el 22 de febrero de 1980, en un hospital de Montreaux, Suiza.
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